Democracia

La esperanza escasea afuera de Mariona

De un lado, mujeres cansadas, gritando, anotando frenéticamente números de teléfono mientras alguien avisa que otra se desmayó. Del otro lado, mujeres dormidas al aire libre en colchonetas o toallas a la orilla de la calle, con bebés en brazos. Estas son las escenas que se ven fuera del penal “La Esperanza”, conocido como Mariona, durante el segundo mes de un régimen de excepción que ha dejado a más de 26 mil personas, en su mayoría hombres, tras las rejas. Periodistas de Alharaca recorrieron el lugar y narran, en esta crónica a tres voces, cómo las mujeres se cuidan entre ellas ante el total desamparo de las autoridades. Para proteger a las mujeres que nos contaron sus historias, hemos cambiado sus nombres.

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Fotos: Kellys Portillo



Poco faltaba para el mediodía y en las afueras del penal «La Esperanza», en Mariona, unas 450 mujeres aguantaban hambre. Permanecían en grupos, tiradas en el suelo a la sombra de los techos, donde pueden dormir, aunque sea un par de horas. Las mujeres llegan de lugares distintos, pero tienen cosas en común: el color de piel, la estatura y la pobreza. Algunas se han hecho amigas por el factor que más las une y que las tiene durmiendo en la calle, una junto a la otra, a kilómetros de sus casas: un ser querido preso por el régimen de excepción. 

El 27 de marzo de 2022, la Asamblea Legislativa, de mayoría oficialista, aprobó un régimen de excepción a petición del presidente Nayib Bukele. Esto, como respuesta a una ola de asesinatos que dejó más de 70 muertes en dos días. Desde ese momento, la Policía Nacional Civil ha capturado a alrededor de 28 mil personas en una campaña que el Gobierno promueve en redes sociales con el hashtag #Guerracontralaspandillas. 

El régimen implica la suspensión de derechos constitucionales como el derecho a la defensa, o a que a las personas se les informe por qué las están capturando. Familiares de personas detenidas denuncian en redes sociales violaciones a derechos humanos, detenciones arbitrarias, incluso muertes dentro de los penales. A pesar de esto, el régimen se extendió 30 días más el pasado 24 de abril.

Así es como estas mujeres llegaron a esa calle, una zona inhóspita en la que, de no ser por las decenas de personas acampando, no habría ventas de pupusas, frutas y agua. A las afueras de un negocio, a unos 300 metros de la entrada del penal, un grupo de mujeres descansaban acostadas a los pies de otro grupo que las vigilaba. Las mujeres de este grupo estaban sentadas en sillas que les prestaron en el local. Dos de ellas, Margarita y Juana*, se conocían desde antes, son familia. Las demás se hicieron amigas de tanto verse afuera de Mariona. 

Margarita es cuñada de Juana, y juntas viajan desde Cojutepeque. Ramón, esposo de Margarita, está detenido en el penal desde hace 20 días. Con él se encuentra detenido su sobrino, Pedro, hijo de Juana. Ambas mujeres, desesperadas, llegan casi todos los días a sentarse en la calle con la esperanza de que les digan algo sobre sus familiares. 

Hay muchas cosas que Margarita no se explica, que ha preguntado varias veces, pero sigue sin obtener respuestas. Ramón, su pareja, fue capturado un martes cuando iban juntos a desayunar. Una agente policial los interceptó y, sin informarle nada más, le dijo que estaba detenido. Margarita preguntó por qué se lo llevaban. La agente no respondió. 

Margarita tiene 20 días buscando esa respuesta. «Uno pide información y no le dan. Va uno a la Procuraduría (General de la República) y tampoco le dan información. Dicen que a los 15 días les hacen una audiencia y se las hacen pero tampoco hay información. Bien tremenda la situación, cómo está actuando el Gobierno», dice, cansada, pero sin perder la firmeza. 

Y continúa, enfadada, levantando levemente la voz: «Vengo a aguantar hambre, a perder tiempo, dinero, y no me dan nada de información. Ya van como $200 que he gastado. Si nos dieran información, estuviéramos en la casa esperando», dice. Juana, su cuñada, la interrumpió. Quería contar el caso de su hijo. Comenzó explicando que tienen miedo de denunciar públicamente, de mostrar sus rostros o los rostros de los detenidos porque esto puede traer consecuencias para los privados de libertad. 

«De aquí están saliendo muertos. Si una denuncia, hasta se la pueden llevar presa a una. Por eso una se queda callada. El presidente (Nayib Bukele) no dice ‘tantos muertos salieron de los penales’. Él no dice eso, él tiene la autoridad y no dice que nos den información», se queja. 

Juana tiene a su hijo detenido desde hace 19 días y repite, como lo harán otras mujeres más tarde, la principal regla que se tiene hoy por hoy afuera del penal de Mariona, un terrible símil del «ver oír y callar» que ya conocen: «Si aquí afuera nos portamos mal, allá adentro los maltratan». Portarse mal significa hablar con la prensa o denunciar la falta de información. Juana lloró al decir que no sabía si su hijo está vivo o muerto. Las demás mujeres la escuchaban, bajaban la mirada y asentían con la cabeza, con resignación. 

Hay una cosa más que Margarita aún no se explica, cosa rara para la que aún no encuentra lógica ni respuesta: a los reos que liberan los están sacando en la madrugada. «Deberían de sacarlos a la hora que corren los buses porque hay gente que la sacan a las 11 de la noche, a la 1 de la mañana. Muchas mujeres por eso se quedan aquí durmiendo, esperando», concluyó.  


*** Mónica Campos


Cerca de la entrada del penal, más de 50 mujeres hacían un círculo. Gritaban, se empujaban, pedían ayuda para apuntar números de teléfono. El alboroto era llamativo, así que entre ellas mismas se llamaban a callar. 

—No hagan eso que la vamos a perjudicar a ella. No se ajoloten que ya saben cómo es. Si no, las afectadas no somos nosotras, son ellos— decía una. 

—¿Este número que pasó ella es el de derechos humanos?— preguntaba otra. 

En el centro del remolino de gente estaba ella. Cabello rubio, ropa formal, voz contundente. Era una abogada santaneca que repartía números de teléfono de la Procuraduría de Derechos Humanos para que las demás pudieran pedir alguna información. Dos mujeres anotaban frenéticas los números, otras les gritaban que se apuraran, que pasaran el papel. Las que no tenían papel pedían prestado un bolígrafo y se apuntaban el número en la palma de la mano. Todas anotaban rápido, como nerviosas de que algo fuera a pasar. A unos 15 metros, un soldado, fusil en mano, vigilaba. 



La abogada, de apellido Cardona, explicaba a las mujeres qué significaba el régimen de excepción y cuál era la diferencia de tener a una persona privada de libertad en estas circunstancias: sin derecho de defensa y con plazos de detención administrativa de hasta 15 días. Cardona llegó a Mariona como representante de dos detenidos, uno de ellos con una enfermedad grave comprobada. Ella los describió como «gente humilde». Dijo que fue a dejar un escrito pero no lo sellaron de recibido. Junto con el papel dejó unas medicinas y una constancia del hospital. 

—¡Muchacha, muchacha! ¡Ahí se acaba de desmayar una señora!— gritó una mujer. 

A menos de diez metros de la puerta penal, a la vista de los custodios y autoridades policiales, la mujer que se desvaneció yacía en el suelo, sollozando, sin más ayuda que la de las personas que al igual que ella buscaban información sobre sus familiares. 

—Es que venía a dejarle  la medicina a mi esposo— alcanzó a decir

—¡Ah, a dejar la medicina! ¿Ya le puso su nombre?— le preguntó otra mujer que llevaba un manto en la cabeza. 

—No— respondió con dificultad. 

La mujer del manto se dirigió a un hombre y le dijo: «Agarrale la medicina y ponele los datos de ella». Alguien cruzó la calle hacia las ventas de comida y le compró a la mujer que se desmayó unas bolsas de agua y dos sándwiches, cada uno valía $0.75. Lo que vale un sándwich afuera del penal es justo la cantidad de dinero que, según otra de las mujeres, tiene que juntar por persona para el pasaje de autobús desde Sonsonate hasta Mariona. Viajan con ella sus dos hijas. El dinero simplemente no les alcanza: por eso es que pasan hambre afuera del penal, por eso es que tantas mujeres acampan ahí. 


*** Gabriela Aquino


Un tumulto de mujeres bordeaba la entrada del centro penal «La Esperanza». En la canaleta se acumulan cajas vacías de Gentamicina y Lansoprazol. La primera es una crema tópica que se utiliza para tratar infecciones en la piel y la segunda, un antiulceroso para reducir la secreción de ácido de los jugos gástricos.



Sara, una de las mujeres en la fila, lleva medicamentos para su esposo y su tío, ambos detenidos desde hace más de 15 días. «¿Sabe qué es lo peor? Que los dos trabajan para el Gobierno y ni eso vale, acá los tienen. A mi esposo de la casa lo fueron a sacar», dijo, mientras terminaba de arreglar el paquete. Sara y su cónyuge tienen una hija de un año y medio que ha debido dejar a cargo de su mamá, abuela de la niña, mientras pasa día y noche frente al penal, esperando tener noticias.

Ese día, Sara llevaba una bolsa con Gentamicina y Lansoprazol. Al preguntarle a ella y a otras mujeres de la fila para qué les mandan esos medicamentos a sus parientes, las respuestas coinciden en que adentro muchos reos tienen infecciones en la piel por el hacinamiento, el calor y los golpes. Además, que la medida anunciada por Osiris Luna, el director de Centros Penales, de limitar a dos tiempos de comida a los reos agravaría las condiciones de salud de quienes ya padecen de gastritis u otros problemas gástricos.

«¿Usted sabe si hay que sacar las pastillas?», pregunta una de las mujeres. Al inicio de la fila una mujer lidera la recolección. Da instrucciones de cómo deben ir los paquetes: bolsas transparentes, rotuladas con el nombre del privado de libertad al que van dirigidas, sin cajas, ni sobres que no permitan ver lo que va dentro.

Del otro lado de la calle, hay comercios que venden los medicamentos y de una vez preparan el paquete para la persona a quien va dirigido. Antonia y Elisa se paran a la sombra de un local después de haber entregado medicina a la lideresa que las recolecta. Al preguntarles si la compraron ahí dijeron que no, que «los vendedores se están aprovechando», que el blíster con diez pastillas de acetaminofen allí cuesta $2.00, pero si caminan un kilómetro abajo, lo encuentran a $1.25 en las tiendas.

Les preguntamos si ya comieron. Respondieron que vienen de lejos, únicamente desayunan y por el costo de movilizarse no pueden permitirse nada más. «No hemos comido, ni vamos a comer», dijo Antonia. Así como ellas, muchas de las mujeres que están ahí buscan el plato de comida más barato en los comercios cercanos y algunas lo comparten, para amortiguar los gastos.

En el recorrido por las aceras cercanas al penal, observamos a más de 400 mujeres, todas con la esperanza de obtener alguna información y, en el mejor de los casos, ver salir a su ser querido.


*** Angélica Ramírez


Sandra, Sofia y Sara se juntaron hace casi 30 días en San Vicente, cuando buscaban información de sus esposos, detenidos bajo el régimen de excepción impuesto por la Asamblea Legislativa, por mandato del presidente Nayib Bukele.  

A las tres mujeres les informaron que sus esposos fueron trasladados al centro penal «La Esperanza», en Mariona, pero solo Sofía logró confirmarlo a través de los listados que colocan afuera del penal por las tardes. Las listas las dejan durante poco tiempo y nadie sabe la hora exacta a las que las pondrán, por lo que las mujeres deben esperar o confiar en que alguien más tomará una foto de calidad para buscar en ella el nombre de sus parientes. 

Desde que les dijeron que sus esposos estaban en Mariona, ellas viajan un día sí y un día no hasta el penal, pero este viernes 13 de mayo es el segundo día que se presentan de forma consecutiva. Otras mujeres les avisaron que ese día les iban a aceptar medicinas, y se vieron en la necesidad de regresar.  

Esa tarde estaban pendientes del sonido que se filtraba desde el interior del penal. Se escuchaban nombres. Asumían que están llamando a los internos para entregarles las medicinas y esperaban escuchar que tocara el turno de sus esposos. 

«Aquí no estamos seguras de nada, solo de que los maltratan allí adentro», afirmó Sandra. Ella relató que, por las tardes, al caminar rodeando el penal se pueden escuchar lamentos, quejas de dolor. «Uno no se puede acercar, pero el otro día rodeamos por ahí, porque nos queríamos alejar de la multitud que se hace aquí… ¡Y qué feo como se escucha!», contó. 

Otras mujeres se incorporan a la conversación. Aunque no se conocen, están viviendo lo mismo. Las muestras de malestar y enojo frente a esta situación son permanentes. «El otro día sacaron a dos muertos, uno por azúcar y el otro no dijeron la razón. Y luego él (refiriéndose a Bukele) no dice nada, solo habla de los terroristas, pero mi esposo no es terrorista, es trabajador», comentó Sonia, quien se acercó a un grupo que se resguardaba en la sombra frente al penal. La preocupación se nota en su rostros. Temen por la seguridad física de sus parientes, y la desinformación no les ayuda. 

«Y no les están dando comida…», dijo Abigail, otra mujer que esperaba en el mismo lugar.  

«Mire, yo digo que él (el presidente) si no quiere darles comida que no les dé, pero que nos deje a nosotros llevarles tortillas con queso aunque sea, pero que no me lo tenga pasando hambre…», intervino Sara. 



Abigail, como Sonia, se queda a pasar la noche afuera del penal algunos días. Dicen que no les da miedo porque no son las únicas que lo hacen y no están solas. Ellas guardan la esperanza de que sus familiares sean liberados en la madrugada, como dicen que pasa. 

Sonia aseguró que entre 12 de la noche y 1 de la madrugada «los sacan» y que «salen todos pechitos y se ven como que no saben donde están, desorientados». «Uno salió con vendas el hace unas noches y, yo digo, que si sale mi hermano por lo menos voy a estar aquí», afirmó. 

De acuerdo con ellas, entrada la noche los custodios colocan una lista que avisa quiénes van a ser liberados. No saben bien cómo o por qué, pero ellas esperan ver pronto a sus seres queridos en esa lista. 

Pero no todas pueden permanecer ahí. 

«Ahorita es como si fuéramos madres solteras», dijo Sofía y explicó que por eso no pueden viajar todos los días, aunque quisieran. Desde que no está su esposo, ella, como otras mujeres afuera del penal, debe asegurarse de que sus hijos vayan a la escuela, de atender las necesidades de los adultos mayores de la familia y de, con un solo ingreso, pagar las cuentas y mantener comida en casa. Por eso no puede esperar todos los días afuera del penal para tener noticias.


*Para proteger a las mujeres que nos contaron sus historias, hemos cambiado sus nombres.

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