Opinión

De El Salvador a Estados Unidos: 17 años para un abrazo

El Salvador es un país de emigrantes. Con un tercio de su población viviendo en el extranjero, cientos de miles de niños y niñas crecieron marcadas por la ausencia de padres y madres que partieron buscando un mejor futuro para ellas. Sildania Murcia fue una de esas niñas y comparte su experiencia con su padre en esta columna.

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La última vez que vi a mi papá, tenía 12 años, y jugábamos a la pelota en el jardín de la casa. No se despidió. Sólo recuerdo que me abrazó muy fuerte, me dijo que me cuidara mucho y lloró. Yo no entendía por qué lloraba. Le dije que nos veríamos el fin de semana. Él se iba de la casa luego de una separación con mi mamá. Mi papá emigró de El Salvador a Estados Unidos en el año 2007. En esta historia cuento cómo logramos abrazarnos después de 17 años.

El domingo llegó, pero papá no apareció más para jugar a la pelota conmigo. Teníamos una semana de no saber de él. Un vecino le contó a mamá que mi papá se había ido a Estados Unidos. Yo no sabía qué era ni dónde quedaba ese lugar; tampoco por qué mi papá se había ido acompañado de un señor al que le decían «coyote». Tenía 12 años. Yo sólo le pregunté a mi mamá: ¿cuándo va a regresar?

Hubo silencio. Mi mamá sabía que mi papá no volvería.  

Más preguntas que rondaban mi cabeza: ¿por qué se fue?, ¿por qué me dejó?, ¿por qué no me dijo que se iba?, ¿por qué mi papá no me llevó con él?, ¿qué hay en Estados Unidos que no tengamos en El Salvador?. Luego de quince días sin saber de mi papá, recibimos una llamada. Era él. Mi mamá lloró. Estaba vivo. Había pasado. Logró cruzar hacia el «sueño americano». Tomé el teléfono y dije: ¿papá? Al otro lado, su voz se quebró en un llanto que no entendí. Sentí un nudo en el estómago. Solo quería volver a jugar a la pelota con él. No sabía que ese juego tendría que esperar 17 años.

Desde esa llamada, nuestra relación padre-hija estuvo mediada por el teléfono de casa. La última etapa de mi niñez, adolescencia y adultez. Los regaños, felicitaciones de cumpleaños, navidades, fines de años, graduación del colegio, consejos, decepciones, tristezas, orgullos, enojos, graduación de la universidad, alegrías, resentimientos, a través del auricular. Esto me ha llevado a preguntarme ¿Cómo hacemos los hijos e hijas de migrantes indocumentados para construir la relación con nuestros padres/madres a la distancia? 

En tres ocasiones solicité la visa para poder (re)encontrarme con mi papá. La cara de cada uno de los cónsules cambiaba cuando yo respondía que el estatus migratorio de mi padre era “indocumentado” o “irregular”. “Vuelva a intentarlo más adelante” o “lo siento, su aplicación ha sido denegada”, eran las frases finales de las entrevistas. Me había dado por vencida. Hasta que en el 2023 fui seleccionada por el Departamento de Estado de Estados Unidos para una beca de seis semanas en un intercambio profesional dirigido a liderazgos de medios en América Latina y del Caribe. 

Estaba en casa cuando recibí la notificación del correo en mi celular. Lloré. No podía creer lo que estaba leyendo. La felicidad de haber sido seleccionada para un programa internacional sobre medios de comunicación pero sobre todo la esperanza de volver a ver a mi padre y conocerlo de nuevo. Llamé a mi papá entre lágrimas y le dije que en un par de semanas nos abrazaríamos de nuevo. Del otro lado, escuché su sollozo. Lloramos las dos.

Las semanas antes del viaje estaba muy ansiosa y emocionada a la expectativa de qué pensaría mi papá al verme de nuevo. Repasaba nuestra fotografía favorita. Yo recién nacida en sus brazos. Ahora soy una adulta. Me pregunto si aún verá en mí a esa pequeña de 12 años que no entendió por qué se fue. ¿Qué pensará de la mujer en la que me convertí? ¿Cómo sentirá abrazar de nuevo a una hija que creció a la distancia? ¿Cómo me sentiré yo al verle de nuevo? ¿Qué le diré? Durante los últimos 17 años sólo he reconocido su voz. ¿Cómo se sentirán su tacto, su olor y su mirada?

Llamé a mi papá y recuerdo haberle dicho con mi voz entrecortada que estaba a cuatro horas de distancia. Mis manos estaban heladas. Él también estaba llorando. Estaba a punto de tomar el vuelo más importante de mi vida. Decidí escribirle una carta. Expresarle cómo me sentí de niña cuando se fue. Lo confundida que estaba. Y cómo la migración me traspasó todo el cuerpo. Con los años comprendí racionalmente los motivos de la migración pero el abrazo de mi papá lo extrañé todos los días. 

Llegué a la ciudad que se llevó a mi papá. La que tantas veces me pregunté cómo sería. Ahí estaba, llorando y esperándolo con mi maleta en medio del aeropuerto. Grabé un audio de nuestro encuentro. Quería guardarlo por siempre para mí, para él, para mi familia. Lo escuché de nuevo. Se escucha nuestro llanto de alegría, añoranza, tristeza y dolor en medio de un abrazo. Ahora ya no es tan alto como lo veía cuando era niña. Ahora su cabello es blanco. Y yo era tan alta como él. Ahora tiene 70 años. No pude articular palabras. Todo lo que pensé en decirle se me hizo nudo. Sólo lloré.

¿Cómo recuperaba 17 años en una visita de tres días? Mi papá vive en una habitación de 4×3 metros que comparte con su pareja a las afueras de la ciudad. Una cama sencilla, un ropero, una silla plástica, un espejo pequeño, un cuadro de la virgen María y una ventana frente a la cama donde se apila una mesita desplegable y donde coloca sus trastes. No sabía cómo vivía mi papá. Él paga $800.00 de alquiler mensual por ese cuarto. 

Quería conocer toda su cotidianidad. Le pedí que me llevara a su trabajo. Llegamos a un carwash que está en una gasolinera en la esquina de una calle muy transitada. Ahí me enseñó cómo lava los carros de los “gringos”, me dijo. Se puso su uniforme y empezó a lavar el parabrisas delantero, luego pasó al trasero. Mi papá no sabe hablar inglés. Entiende algunas palabras y ha encontrado maneras para responder. El gringo le dio propina. Mi papá sonrió, le dijo “thank you” y me miró en complicidad. Cuando terminó de lavar, me dijo que cuando llueve, no hay trabajo y por eso los días de verano los aprovecha al 100. 

De aquí soy. Mi papá es mi raíz. De su trabajo y sus limitaciones me brindó educación. Soy quién soy gracias a él, y no puedo estar más orgullosa de ser hija de un migrante. Al regresar, lloré toda la noche. No había dimensionado nunca cómo vivía mi papá, tampoco de qué trabajaba ni cuánto le costaba enviar la remesa para pagar la comida de la mesa, mi ropa, la universidad, o las clases de inglés. Ese no es el sueño americano que me imaginé de niña. Los sacrificios que hacía para que yo tuviera “todo” lo que él no tuvo. Mi papá me enseñó en medio de su cotidianidad que el verdadero sueño americano no era suyo, sino mío. Lo construyó con mucho sacrificio por y para mí en El Salvador.

Abrazo a todas y todos les hijes de padres-madres migrantes que en la distancia tejen este vínculo. 

Te conmemoro y admiro hoy y siempre por tu ser migrante.

Papá, te amo. Gracias por tanto. 

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