«El Gobierno considera esencial nuestro trabajo, pero no a nosotras»

En España hay tres organizaciones gremiales del sector de cuidados. Dos de ellas son lideradas por mujeres migrantes provenientes de América Central. Estas son las mujeres centroamericanas que protagonizan la lucha por los derechos laborales de todas las trabajadoras remuneradas.
Andrea Burgos y Lya Cuéllar
21 de marzo de 2023
Limpiar casas y edificios, cocinar, cuidar niños, hacer la compra, lavar ropa, pasear mascotas: el trabajo del hogar y los cuidados es imprescindible para sostener la vida. Quienes realizan estas labores esenciales son sobre todo mujeres, sobre todo migrantes. Muchas todavía deben hacerlo sin contratos de trabajo, sin seguridad social, con jornadas largas, y pagas por debajo de lo que la ley establece.
En España hay dos organizaciones lideradas por mujeres migrantes de América Central que buscan cambiar esta realidad. Sus integrantes han construido comunidad: se encargan de informar a otras colegas sobre sus derechos, apoyan a sus colegas en procesos legales. Además, presionan al Gobierno español para que cumpla con sus obligaciones internacionales para con el gremio.
Uno de los grandes logros de las trabajadoras organizadas ha sido la ratificación del Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) , que equipara los derechos laborales de las trabajadoras del hogar y los cuidados a los de otros sectores laborales: les garantiza vacaciones, protección por desempleo e inspección de sus lugares de trabajo, entre otros. Pese a haber entrado en vigencia en 2013, España había postergado su ratificación por casi una década.
Estas son las mujeres centroamericanas que protagonizan la lucha por los derechos laborales de todas las trabajadoras remuneradas del hogar y los cuidados en España.

Alicia es líder sindical desde la guerra

En sus 70 años de edad, Alicia ha vivido varias vidas. La de sindicalista ha sido la última y la primera: ya en los setenta acompañaba a trabajadores organizados en huelgas en El Salvador. Fue guerrillera en el inicio del conflicto armado, exiliada hacia el final; emprendedora en la posguerra; trabajadora remunerada del hogar en España y allí, de nuevo, sindicalista. Junto a compañeras migrantes y españolas, es fundadora del Sindicato de Trabajadoras del Hogar y los Cuidados (Sintrahocu), el primero de su tipo a nivel nacional. 
Migrar no estuvo siempre en sus planes. Tras volver del exilio por la guerra, Alicia había montado una tapicería. A su negocio le iba bien y consiguió estabilidad económica. No se imaginaba partir de nuevo, pero se le hizo imposible quedarse. Y es que, más que buscar una mejor vida en España, Alicia debía salvar la propia. Dejó El Salvador en 2007 huyendo de la violencia machista del padre de sus hijas: «Me vi obligada a salir porque llegamos a un límite: o era él o era yo». 
Su hija mayor, Egly, ya vivía en Madrid, y fueron ella y su red de apoyo quienes la ayudaron a emprender el viaje y establecerse en la ciudad junto a sus hijas menores. Alicia hizo trabajo del hogar y de cuidados remunerado desde el principio.

Alicia es una trabajadora del hogar con vocación sindicalista. Fue guerrillera en los años ochenta en el conflicto armado salvadoreño

Mientras sus tres hijos eran criados por su abuela en Colomoncagua, Marina debía criar a tres hijos ajenos en Madrid. Desde hace once años trabaja para la misma familia como externa y sostiene que ha sido ella en buena medida quien ha cuidado, educado y criado a los tres niños de la familia: «¿Quién les prepara los purés? ¿Quién le prepara la papilla? ¿Quién le enseña a usar el servicio? Pues, es una».
«Alguna gente pide la abolición del trabajo de interna. Pero yo no. Quiero que se regularice, que se impongan normas», apunta. Eso sí: aunque Marina reconoce ciertas ventajas en el trabajo de interna, admite que no volvería a hacerlo. El esfuerzo físico de cuidar a personas mayores o niños, combinado con el cansancio mental que implica convivir todo el tiempo con los empleadores, la drenaba demasiado.

Marina exige el reconocimiento de los cuidados desde los tiempos de guerra

Marina cuida desde que tiene memoria. Nació y creció en Colomoncagua, un municipio rural hondureño en la frontera con El Salvador. El nombre de este lugar resuena en la memoria salvadoreña porque allí se estableció en 1981 un enorme campamento que albergó a miles de personas refugiadas que escapaban del conflicto armado en El Salvador. En ese mismo campamento, Marina cuidaba niños y niñas como voluntaria para una oenegé cuando ella misma era una niña: tenía apenas 13 años.
La familia de su madre era salvadoreña, vivía del otro lado de la frontera. Por eso, lo que vio en los campamentos marcó a Marina y la empujó a ayudar como podía. Años después, fue esta experiencia la que la inspiró a dedicarse al trabajo comunitario. Gracias a una beca estudió Promoción Social y terminó trabajando en la zona fronteriza en proyectos de organización comunitaria financiados por la cooperación europea. 
El trabajo le gustaba, pero era inestable. Además, sus hijos se hacían mayores y sabía que, como madre soltera, no iba a poder pagar sus estudios. Aunque el padre de sus hijos sí tenía contacto con ellos, no apoyaba con dinero. Es más, él la empujó a decidir irse de una vez por todas. En diciembre de 2006, su expareja llegó en estado de ebriedad por la noche a la casa donde Marina vivía con sus hijos y los aterrorizó, cuenta. Prefiere no dar detalles de lo que ocurrió, pero afirma que esa noche le dejó claro que debía dejarlo atrás.
Llegó a España en 2007 sola, sus hijos se quedaron en Honduras bajo el cuidado de su abuela. Trabajó por años como interna, viviendo en las casas de sus empleadores, y enviando como remesa casi todo lo que ganaba. Tras seis años de trabajar en esa modalidad, pasó a trabajar como externa en 2013, cuidando niños y manteniendo una casa. No fue sino hasta el 2018 que pudo adoptar la nacionalidad española y, después de once años sin tenerlos cerca, pudo traer a sus hijos, ya adolescentes, a vivir a Madrid con ella. 
Como lo hacía en Honduras, Marina también decidió luchar por su comunidad en España. Junto a Alicia, es una de las cofundadoras de Sintrahocu y, desde allí, dedica su tiempo fuera del trabajo del hogar a apoyar a sus colegas como secretaria de acción sindical. La pandemia y el desamparo del sector por parte del Estado español a su sector fueron un recordatorio duro de todo lo que les queda por exigir: “El Gobierno considera esencial nuestro trabajo, pero no a nosotras”, afirma.
Ella ve avances, y ha sido partícipe de ellos: en mayo de 2022, por ejemplo, se reunió junto a sus compañeras en el Parlamento Europeo para conseguir apoyo al Convenio 189, que fue finalmente ratificado un mes después, tras años de esfuerzo. Pero ella también tiene claro que cambiar las condiciones de las trabajadoras del hogar en papel es solo un paso y que, junto con los cambios en la legislación, España necesita un giro de conciencia: “Si la sociedad valorara este trabajo que nosotros hacemos, no tendría esta precariedad y vulnerabilidad”.
Marina aprecia los esfuerzos del movimiento feminista para que se reconozca que los cuidados son trabajo, pero también mira esta lucha con ojo crítico: “Muchas mujeres españolas se suelen llamar feministas y tienen a una trabajadora en casa”. Insiste en que el feminismo español debe reflexionar más allá de la dimensión de género y recordar que este trabajo lo ejercen mayoritariamente las mujeres migrantes en España. “Nosotras no queremos que ellas se vayan a manifestar por nosotras”, aclara, “queremos que nos apoyen en las luchas que nosotras tenemos”. 

Jamileth fundó una cooperativa para mosqueteras

Jami, como le dicen sus amigas, heredó el feminismo de su madre. Dice que, aunque nunca se nombró feminista, su mamá era una mujer aguerrida, y su discurso y acciones eran fundamentalmente feministas. De ella tuvo que aprender temprano a pelear y a defenderse, pues creció en el campo en una Nicaragua rural en plena revolución: “Me decía que es mejor que una mujer muera luchando a que sea violada, sin defenderse, sin resistencia”.
Se acercó al feminismo formalmente siendo adulta y trabajó por muchos años en una organización acompañando a mujeres sobrevivientes de violencia machista. Dice que ha sido activista toda su vida.
Se convirtió en madre siendo muy joven, con apenas 17 años. Cuando sus dos hijos se hicieron adultos y ella tuvo por fin la certeza de que se podían cuidar solos, decidió marcharse de Nicaragua. Jamileth tenía 39 años cuando emigró a España en 2011 para hacer un posgrado en teatroterapia. El respiro le sentó bien. “Tenía la necesidad de estar sola conmigo misma”, explica. Quería seguir su camino y dejar que sus hijos siguieran el propio. Pero no resultó como pensaba: “¡Qué va! Los hijos se vinieron detrás de mí”, se queja, entre risas.
En realidad, sus hijos dejaron Nicaragua como parte del éxodo masivo que resultó de la represión al estallido social de 2018 en el país centroamericano. Al menos 60 mil personas nicaragüenses abandonaron su país en el año que le siguió a las protestas masivas, y casi 6 mil de ellas solicitaron asilo en España —entre ellos, uno de los hijos de Jamileth—. Y Jami recibió y atendió a todas las personas que pudo: “Mis hijos, mi nieta, mi hermana, otra gente… De la noche a la mañana, en el piso éramos trece personas”.
Jami no había llegado para quedarse. Quería terminar su programa y regresar a su país. Pero estando en España conoció a mujeres “feministas, radicales, peleonas”, cuenta, que la llevaron a cambiar de opinión: decidió quedarse para hacer trabajo de cuidados y activismo junto a sus compañeras.
Los primeros cuatro años, Jamileth trabajó y vivió en la casa de sus empleadores. Ahora dice que no volvería a hacerlo: “En estos tiempos la esclavitud moderna es un trabajo de interna”, afirma. Participando en activismo fue conociendo sus derechos hasta que, justo a sus compañeras, decidió fundar en 2018 “La Comala”: una cooperativa de mujeres migrantes que se dedican al trabajo de cuidado y a la limpieza de hogares y oficinas.
Establecieron su cooperativa como entidad sin fines de lucro. Todas sus socias trabajadoras pueden tener contrato; están inscritas en la seguridad social como empleadas de una empresa; y cuentan con seguro de responsabilidad civil, para indemnizar posibles daños a terceros en el trabajo. Así, han encontrado una forma de reclamar derechos laborales que no están garantizados para otras mujeres en su profesión.
Las cooperativistas de “La Comala” aspiran a que el Ayuntamiento de Madrid contrate a la cooperativa para su Servicio de Ayuda a Domicilio a personas que requieren de cuidados. De momento, ellas deciden con quienes trabajan. “A nosotras no nos coloca nadie, nos colocamos cuando nosotras queremos”, cuenta. Ya no necesitan de intermediarios para encontrar trabajo, y han podido asegurarse de que se trate de clientes conscientes, que comparten sus ideales. 
“En este espacio de horizontalidad no existe un espacio jerárquico por principio, porque es una cooperativa feminista”, afirma. Sus siete integrantes tienen voz y voto sobre la empresa. “Seguimos la política de los mosqueteros, todas para una y una para todas”, explica Jami, con orgullo.

Antonia ha sido activista desde hace más de dos décadas

Antonia, o Toñita como le dicen sus compatriotas salvadoreñas, se define a sí misma como comerciante, trabajadora, una mujer hermosa, madre y, sobre todo, feminista. «Y no feminista recién llegada. Soy feminista desde hace más de veinte años».
Tampoco es recién llegada en España, donde vive y trabaja como cuidadora desde 2016. Comenta que el trabajo es pesado, pero no como en su pueblo. En El Salvador, hacía y vendía tamales. Tomaba el primer bus desde San Isidro, su municipio, hasta el mercado La Tiendona en la capital. Después, preparaba el producto en su casa, se subía un guacal con 300 o 400 tamales a la cabeza y salía a vender. “Yo amo mi trabajo, pero no iba a querer que mis hijas se estuvieran levantando a las tres de la mañana como me levantaba yo”, dice. Tenía como meta que sus tres hijas tuvieran una carrera universitaria.
Y a la par del emprendedurismo llevaba el activismo. Fue integrante del club de empoderamiento de mujeres de Voces Vitales y formó parte de la Asociación de Desarrollo Económico Social (ADES) de Santa Marta para posicionarse en contra de la minería. Cuenta que la minera canadiense Pacific Rim le compraba refrigerios y usaba su imagen para realzar la labor social con las mujeres emprendedoras de la zona. 
Pero cuando la empresa minera entró en juicio contra el Estado salvadoreño, se envió a un consultor a San Isidro para evaluar la labor de proyección social y Antonia vio su oportunidad para exponer la verdad. «Ellos me han utilizado. Si me ponen una balanza del medio ambiente y el negocio, yo me quedo con el medio ambiente (…) y ellos, a mí, me salen debiendo porque han utilizado mi imagen sin cintura económica», cuenta.
Justamente fue su situación económica la que la llevó a decidir migrar. El negocio de tamales no iba muy bien y la educación superior de sus hijas debía pagarse. Cuando emigró, se llevó su espíritu de lucha consigo. A los 8 días de haber llegado a España se inscribió a un taller de geriatría. Se lo recomendó una amiga que sabía que a Antonia le gusta aprender y asistir a capacitaciones. A los 7 meses se organizó en «La voz de salvadoreños en España», donde la invitaron a otras actividades y asociaciones feministas. Cuando no participa en una, lo hace en otra. También forma parte de la Plataforma Grupo Turín y Las brujas migrantes.
A este último grupo lo invitaron en 2018 al Congreso de los Diputados para un diálogo sobre la construcción de un borrador sobre el derecho a votar de las personas latinoamericanas en España. Antonia, en situación migratoria irregular en ese momento, asistió representando a El Salvador. Cuando le pidieron documentación para entrar al recinto parlamentario, ella mostró su pasaporte. «Es mi derecho», dijo simplemente. Y, cuando en El Salvador la Fiscalía buscó enjuiciar por tercera vez a Evelyn Hernández por una emergencia obstétrica, Antonia fue a leer una carta contra el Estado salvadoreño frente a su embajada. 
Dice que le gustaría regresar a El Salvador a visitar, pero no a vivir. Comenta que no se siente con la misma fuerza; que el pueblo y la clientela han cambiado; y lo más importante, que ya no tiene la motivación que tenía antes, la educación de sus hijas.  «Lo que a mí me ha motivado a salir y dejar lo más amado en mi vida era eso, que mis hijas sacaran su carrera universitaria. Yo no tengo esa motivación ya para levantarme a las tres de la mañana e irme a trabajar porque ya lo hice, claro. Entonces, ¿qué quiero yo? Trabajar aquí mientras pueda, ahorrar, hacer mi casa pequeña, y tener una pensión. Aunque no sea digna, pero una pensión», comenta. que tienen tiempo y permisos, y pueden acudir al CETHYC si necesitan asesorías o quieren participar en alguna actividad.
Mientras tanto, sigue luchando para que las trabajadoras del hogar y cuidados en España tengan condiciones dignas. «Si tú me dices que hay que ir a marchar, ir a apoyar, pues yo soy de calle», dice. Añade que le gustaría regresar a los municipios más recónditos de El Salvador a apoyar ONGs y dar charlas y capacitaciones. «Soy una mujer trabajadora, con mis metas bien puestas, con mis sueños y mis luchas. Mi lucha por la defensa de la mujer, por hacer valer nuestros derechos, por hacer valer a la mujer rural de mi pueblo».

Carolina ha construido un espacio para todas

En El Salvador, Carolina era abogada. Ya desde ese rol apoyaba a mujeres en situaciones laborales precarias: impartía charlas sobre derechos laborales en maquilas y hasta acompañó a trabajadoras en un juicio por despidos injustificados de mujeres que bordaban a domicilio.
Llegó a España por primera vez en 2009, con una beca para una maestría en Género en la Universidad Complutense de Madrid. Cuando terminó, volvió a El Salvador a continuar su trabajo en organizaciones feministas, pero poco tiempo después decidió marcharse de nuevo a cursar un doctorado, esta vez, sin beca.
Para mantenerse mientras estudiaba, recurrió al trabajo remunerado del hogar. En diferentes roles, trabajó cinco años en este campo, y fue entretejiendo su trabajo con su investigación académica y su activismo. “Casi sin darme cuenta, comencé a militar”, recuerda. A través de una compañera de universidad, conoció la Red de Mujeres Latinoamericanas y del Caribe. Esto, junto a su tema de tesis doctoral sobre justicia laboral de las mujeres migrantes en España y, desde luego, sus experiencias diarias en el trabajo del hogar y los cuidados la llevaron a entrar de lleno en la lucha por sus derechos.
Ahora Carolina es presidenta de la asociación Servicio Doméstico Activo (Sedoac), “una asociación fundada por empleadas del hogar que lucha por los derechos de los hogares para las empleadas del hogar”, cuenta. Sedoac lleva 14 años visibilizando las violencias que enfrentan estas mujeres.
En 2015 presentaron durante un congreso de la Plataforma Grupo Turín un proyecto para algo que llevaban soñando hacía rato: un espacio de atención integral para las mujeres que trabajan en el sector. Se aliaron con otras organizaciones, y tiempo después, el proyecto llegó a oídos de Rommy Arce, una política de origen peruano que era en ese entonces concejala-presidenta del distrito de Usera, un barrio del sur madrileño. Ella las apoyó, presionando para conseguir fondos y un local para el proyecto de Carolina y sus colegas en su distrito.
Así nació el Centro de Empoderamiento de las Trabajadoras del Hogar y los Cuidados. El CETHYC ofrece asesoría sociolaboral, es decir, búsqueda de empleo y vivienda; asistencia psicológica; actividades informativas y talleres de habilidades. “Pero no todo es trabajo, no todo es pelear por nuestros derechos”, aclara. Cuenta que, antes de la pandemia contaban con más recursos para ofrecer talleres de danza y teatro, por ejemplo. Además, organizaban excursiones fuera de la ciudad. “Nos ha tocado frenar todo eso”, lamenta, “pero hemos retomado justamente en este mes de octubre las clases de taichí”.
Allí conversamos con Carolina un sábado por la mañana, pero ni el centro ni su coordinadora parecían tener un minuto de descanso. Y es que para muchas mujeres que trabajan como “internas” en las casas de sus jefes toda la semana, los sábados y domingos son los únicos días que tienen tiempo y permisos, y pueden acudir al CETHYC si necesitan asesorías o quieren participar en alguna actividad.
“Esta tarde tenemos informática básica, porque ese es un problema, hay una gran brecha digital”, explica que tener conocimientos básicos de navegación en internet es imprescindible para buscar trabajo en Madrid. “Y luego tenemos cocina española”, nos cuenta también que muchos empleadores españoles consideran a la cocina centroamericana “defectuosa”. Carolina y su equipo trabajan todos los fines de semana hasta que anochece.
Hasta ahora, no ha conseguido homologar su título de abogada en España para poder ejercer allí. Pero no le hace falta para defender a sus compañeras. Con o sin título, Carolina no se detiene: acompaña, asesora y acuerpa a mujeres trabajadoras del hogar y de los cuidados en Madrid, e impulsa el reconocimiento de sus derechos en toda España. “Esa lucha reivindicativa se ha convertido en una parte fundamental de mí”, afirma. 

Este reportaje fue realizado con el apoyo de la International Women’s Media Foundation (IWMF) como parte de su iniciativa de ¡Exprésate! en América Latina.

Reportajes: Lya Cuéllar y Andrea Burgos
Diseño: Andrea Burgos
Video: Andrea Burgos
Edición: Cecibel Romero y Suchit Chávez