Mesa Grande, el hilo conductor de la memoria colectiva de las comunidades exrefugiadas

Vilma Laínez | 27/02/2024

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El 13 y 14 de enero, 28 comunidades repobladas celebraron el 14 Encuentro Internacional de Comunidades de exrefugiados en Mesa Grande, un campamento hondureño que acogió a unas 11 mil personas de El Salvador en la década de los 80. Estas comunidades exhortaron al gobierno a evitar repetir errores pasados que las llevaron a ser perseguidas. Según el ACNUR, alrededor de 25 mil salvadoreñxs se exiliaron en Honduras durante el conflicto armado, con Mesa Grande como uno de los tres campamentos de refugiadxs. En marzo, se espera que las comunidades de Morazán y Usulután se reencuentren en el campamento de Colomoncagua.

En las ahora polvorientas tierras de Mesa Grande, San Marcos Ocotepeque, Honduras, se respira el espíritu comunitario. Entre risas, historias y pasos, quienes llegaron, nacieron y crecieron aquí entre 1980 y 1992 evocan una vida marcada por el recuerdo del exilio. Son las personas exrefugiadas de El Salvador que han retornado para recordar una vida marcada por el exilio, originado por el conflicto armado salvadoreño que dejó 75 mil personas muertas y desaparecidas. 

Es sábado 13 de enero de 2024. Dentro de tres días se conmemorarán 32 años de la firma de los Acuerdos de Paz, que pusieron fin a 12 años de guerra civil interna. Para llegar a Mesa Grande, más de tres mil personas viajaron desde Cabañas, Chalatenango, Cuscatlán y La Libertad, cruzando las fronteras de El Poy, en Chalatenango, y el puente de La Integración, en Cabañas, en buses, microbuses, pick ups y otros vehículos desde las 7:00 a.m.


Los buses provenientes de Chalatenango aguardan en la frontera El Poy. Foto: Kellys Portillo  

En 1987, la población exrefugiada inició su retorno desde Mesa Grande a El Salvador, cruzando la frontera en El Poy. A diferencia de aquellos años marcados por la huida de operativos militares, esta vez, el escenario rebosaba de alegría. Las familias celebraban, abrazándose después de años sin verse, mientras compartían comida y ropa en El Poy. Estas familias llevan 14 años conmemorando su supervivencia al exilio hondureño, reafirmando su compromiso con la defensa de sus territorios, su organización y su memoria histórica. 

Entre estas personas se encontraba la familia Navarrete Ramos de la comunidad Ignacio Ellacuría en Chalatenango: Fidelia, de 76 años, y su hijo Jesús Antonio, de 49. Ambos madrugaron para acompañar a sus vecinos. Jesús Antonio compartió: «Mesa Grande, para mí, significa un lugar donde nos abrieron los brazos, donde nos recibieron, donde prácticamente significó sentirnos en la gloria después de estar en El Salvador, donde era difícil por la guerra que se estaba viviendo. Pasábamos días sin comer y sin dormir».

Mientras el resto de la población hace fila en la frontera, Fidelia aprovecha para saludar a sus amistades del refugio. Esta familia, que vivía en el campamento 3 de Mesa Grande con otras familias de Cabañas, Cuscatlán y La Libertad, es fácilmente reconocible. Jesús Antonio, excombatiente del FMLN y parte de un grupo de música popular, junto con sus hermanos, fue también profesor popular. La niña Fide, conocida por su servicio en los centros de nutrición, cocinaba para personas desnutridas, incluyendo personas adultas, niños, niñas y mujeres embarazadas, así como para comitivas internacionales solidarias con las familias en el refugio. 

«Por eso me gusta ir allá (Mesa Grande) porque tenemos muchos recuerdos bonitos. Ahí nos fuimos superando poco a poco. Mis hijos llegaron bien pechitos (delgados). Si me hubiese quedado en El Salvador no tendría a Jesús, a Rigoberto, a Lorena y ni a Joel; los cuatro que me quedaron cuando mataron al papá de ellos. Para mi fue duro porque me quedé sin el amparo de él», explica Fide cuando le pregunto qué más recuerda de la vida en el campamento de refugiados. 


El retorno de los recuerdos  


Niña Fide también me recuerda cuando yo era una niña. Nací en el campamento 3, un mes después de su llegada a Mesa Grande en febrero de 1982, junto a sus cuatro hijos. Mi familia era una de las pocas del departamento de Cabañas que se había establecido en este sector; la mayoría era del departamento de Chalatenango. Mientras me abraza, no deja de repetirme que recuerda mi infancia. Me llama Vilmita y se ríe. «Me acuerdo de que usted tenía el pelo colocho y corto, no te gustaba peinarte», continúa riéndose. Aún no me gusta peinarme, solo lo hago cuando me lavo el cabello. 


Para llegar a cada campamento, las personas caminan por horas para visitar y recordar el lugar donde nacieron y crecieron. Foto: Kellys Portillo  


La familia de niña Fide es un vínculo significativo que conservo de los campamentos de refugiados. Recuerdo el pan artesanal que hacía en hornos de barro, así como las sopas de verduras y conejos que preparaba. Su hijo Rigoberto era uno de los mejores amigos de mi padre y compartían en el grupo de música «Los Emigrantes» en el refugio. Además, fui alumna de Jesús Antonio cuando tenía apenas 12 años. «Fui músico y profesor de las escuelas populares. Un cipote dándole clases a cipotes. Di clases a los 12 y a los 13 años. A los 14 me regresé a El Salvador», relata. 

Mientras la fila de personas avanza en la frontera El Poy para ingresar a Honduras, más familias continúan llegando con el mismo destino. Las conversaciones están impregnadas de anécdotas sobre la vida en los refugios. «No recuerdo dónde nací porque era un niño», comenta un joven de Chalatenango que viaja con su hermano. «Yo voy por primera vez», comparte Morena Rivera, quien reside en Cuscatlán. Repatriada a El Salvador en 1987, nunca antes había regresado a Mesa Grande. «Tenía ganas de ir a ver cómo es. Tengo recuerdos bonitos de la niñez», expresa. 


Familias de Chalatenango comparten el proceso de calentar la comida junto a amigos para disfrutar de la comunidad. Fotos: Vilma Laínez 


Para mí, esos momentos de espera en El Poy evocaron el tercer retorno de refugiados en octubre de 1989, el año en que llegué a El Salvador con mi familia. Con apenas siete años, aún tengo frescos los recuerdos de las columnas de buses estacionados y la multitud aguardando para cruzar a El Salvador. Pasamos varios días en la frontera porque, según supe después, el gobierno del entonces presidente, Alfredo Cristiani, se negaba a recibir a las familias que regresaban a sus lugares de origen. El país seguía en guerra, los operativos armados se habían intensificado en la capital y, días después, se desató lo que se conoció como la «Ofensiva Hasta el Tope». Las familias que regresábamos éramos de comunidades rurales y de base de la exguerrilla del FMLN, y aún éramos blanco de operativos militares. El Gobierno no quería asumir la responsabilidad del destino de quienes volvíamos a las tierras de las que años atrás habíamos huido, pero tampoco era opción seguir viviendo en los campamentos hondureños debido a las condiciones de desnutrición y el asedio militar en ese país. 

Ahora, regresar a esos campamentos hondureños cada año se ha convertido en un acto de resistencia por parte de estas comunidades campesinas frente a la negación de la memoria histórica por parte del Estado. Los momentos que  describo a continuación forman parte de los recuerdos revividos durante el 14.º Encuentro Internacional de Comunidades Repobladas. 


El reencuentro con Mesa Grande 


Después de más de seis horas de viaje, las personas llegan al sector 1 de Mesa Grande para reencontrarse con la entrada del campamento que fungió como refugio. En esta área residían personas de Chalatenango. Más abajo operaba un pequeño mercado, actuando como la parte urbana de los tres sectores que conformaban Mesa Grande. Para llegar aquí se tenía que caminar, ya que no había transporte. En ocasiones, con suerte, se contaba con transporte de organizaciones internacionales en el campamento. Actualmente, este espacio sirve como cancha de fútbol y recreación para los pocos residentes hondureños. Se trata de un terreno rústico con dos letrinas y una pila de agua. Este día, representantes de las comunidades han instalado una pequeña tarima improvisada y cables de alumbrado eléctrico para las actividade inación. 

De acuerdo con Alfredo Leiva, líder de Santa Marta, esta porción de terreno fue cedida a la municipalidad de San Marcos Ocotepeque por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Actualmente, se trabaja en la gestión con la alcaldía para que sea entregada al patronato de Mesa Grande. La intención es que este espacio esté disponible para el comité organizador del encuentro de comunidades, con la idea de desarrollar un centro social o casa comunal para diversas actividades. 

Al llegar al campamento, las familias y colectivos se acomodan alrededor de la cancha para instalar sus tiendas de campaña, carpas o hamacas. Encienden fogatas con leña y se preparan para calentar la comida del almuerzo. Rosa Camila Ortega, residente de la comunidad Las Minas en Chalatenango, comparte la tradición de colaboración: «Todo lo que traemos lo ponemos a disposición: si una trae pupusas, pan, café, agua, todo lo compartimos. Si usted quiere un café y tenemos aún, le damos, la conozcamos o no. Es bonita la convivencia». 

Después de instalarse en el sector 1, disfrutar de un almuerzo y tomar un breve descanso, el comité organizador utiliza un megáfono para convocar a la plaza designada para las actividades. En este espacio, llevan a cabo una conferencia de prensa para compartir el pronunciamiento oficial del Encuentro. Según Peter Nataren, líder de Santa Marta, un total de 28 comunidades, incluyendo lideresas y líderes hondureños, participaron activamente en la organización de esta actividad.

Nataren destaca que el evento es autogestionado, y cada participante financia individualmente su participación, cubriendo el costo del pasaje en autobús, que oscila entre 13 y 17 dólares por persona. 

Durante la conferencia, las y los líderes exhortan a rescatar la organización y la vida en colectivo que los identificó en los campamentos, y, sobre todo, a no olvidar la historia. 

«Nos reunimos con la convicción de que hoy, más que nunca, es necesario recuperar, mantener y promover nuestra memoria histórica, la cual enfrenta no solo los peligros del olvido, sino también una ofensiva negacionista que intenta reescribir nuestra historia», destaca Saúl Callejas, de la comunidad El Papaturro, Cuscatlán, al leer parte del posicionamiento de las comunidades exrefugiadas. «Esta narrativa oficial sostiene que la guerra no existió y que los Acuerdos de Paz son una farsa. Pretende hacer desaparecer experiencias como la nuestra, y como las de otras comunidades que sufrieron hambre, persecución, enfermedades y muertes durante el conflicto armado».

Según los organizadores, más de tres mil personas de diversas comunidades repobladas y otras regiones del país participaron en este encuentro. La multitud se congregó alrededor de la tarima donde representantes de las comunidades compartieron el posicionamiento. Alfredo Leiva expresó: «Rechazamos el grave deterioro institucional y antidemocrático que está tirando al traste los avances alcanzados con respecto a las libertades y los derechos conquistados con altos sacrificios humanos. Nuestro país no puede repetir la misma historia autoritaria y represiva». 

Entre aplausos, las personas aprovecharon para tomarse fotos en la tarima, que llevaba un rótulo que proclamaba: «Mesa Grande: patrimonio de hermandad y solidaridad entre los pueblos de El Salvador y Honduras». Este espacio también sirvió para saludos entre comunidades y compartir anécdotas. 


El recorrido 


El recorrido por los ocho sectores que componen el campamento de Mesa Grande destaca como una de las principales actividades del reencuentro de personas exrefugiadas. Después de la conferencia de prensa, familias y amistades se dirigen a los sectores donde vivieron. El terreno, rústico y lleno de zacate y árboles de pino, está cercado, con algunas áreas utilizadas como potreros. De la vida tangible en los refugios, solo quedan pequeños vestigios, como los baños públicos, los pisos de cemento de las oficinas, las peceras, las letrinas y el cementerio. Cada rincón está impregnado de recuerdos que marcan la vida. 

Según el ACNUR, aproximadamente 25 mil personas salvadoreñas se exiliaron en Honduras durante la década de 1980 debido al conflicto armado. Hubo tres campamentos de refugiados: San Antonio, Colomoncagua y Mesa Grande. En este último lugar, según las lideresas y líderes comunitarios, se refugiaron alrededor de 11 mil personas de los departamentos de Chalatenango, Cabañas, Cuscatlán y La Libertad. Se espera que en marzo de este año, las comunidades de Morazán y Usulután también se reencuentren en el campamento de Colomoncagua donde estuvieron refugiadas. 

Mientras recorremos Mesa Grande con la familia Navarrete Ramos, Jesús Antonio señala los caminos por los que solía pasar cuando visitaba el mercado en el sector 1. «Hasta aquí no se llegaba», comenta sobre el terreno de acampada. «Este lugar solo era accesible para aquellos que trabajaban en los cultivos. En esa área donde está la tarima, solíamos mantener un tanque de agua». 


Parte de los tanques de agua comunitarios en el campamento dos. Foto: Kellys Portillo  

Manuel Navarrete de Santa Marta también tiene recuerdos de este camino. A los siete años, los militares hondureños lo detuvieron mientras se dirigía al «Mercadito del 1». «Un día mi papá me dijo: ‘Anda a vender este conejo al 1’, y como tenía que pasar un trayecto que estaba fuera de los límites para llegar al campamento 1 y 2, llegué al campo del 1 cuando me salieron los soldados. Me dijeron: ‘¿Para dónde vas?’, empecé a llorar y les dije: ‘A vender este conejo’. ‘¿Cuánto querés?’, ‘Cinco lempiras’. ‘Ok,  te vamos a dar tres, pero andate de acá’. Me regresaron. Tenía miedo de que me secuestraran», relata Manuel. 

Ahora sonríe. «Es que veníamos aquí a vender para poder tener un lempira, porque en los campamentos era difícil tener uno, ya sea de uno, cinco o diez. Así que veníamos a vender una sardina, a hacer un intercambio. Comernos un topollillo (charamusca) era algo grande para nosotros». 

En Mesa Grande, la supervivencia dependía de la ayuda proporcionada por organismos internacionales, como el ACNUR. Donaban granos básicos, ropa, artículos para el hogar y otros beneficios. Las familias participaban en talleres vocacionales, como el de hortalizas, donde cultivaban camote, pepino, güisquil, guineo y otros frutos. La producción se distribuía entre la población. En los talleres de sastrería y zapatería, se confeccionaba ropa para la comunidad. Dada la falta de empleo, los intercambios de productos donados eran comunes en el «Mercadito del 1», también conocido como mercado negro, donde personas de San Marcos, Honduras, vendían alimentos no proporcionados por el ACNUR. 


Campesinos de Guarjila, Chalatenango, visitan los sitios donde vivieron en el sector 1 de Mesa Grande. Foto Vilma Laínez 

Continuamos el recorrido hasta llegar al cementerio, ubicado en el sector 8, después del 2. Durante el trayecto, nos encontramos con más familias de Chalatenango y otros departamentos que exploraban la zona donde solían vivir. Los campamentos 1 y 2 estuvieron ocupados principalmente por familias de Chalatenango. Saúl Cisneros, de Guarjila, Chalatenango, señala a tres de sus amigos el lugar donde vivía. 

«Cuando vinimos aquí, no había casas. Aquí era zacatera. Trajeron madera de pino, barras y piochas y nos pusieron a hacer champas de lonas. Pusimos un poste aquí y otro allá y estirábamos la lona. Ahí vivían varios en esa lona. Vivíamos como 20 en una sola carpa. Después de las carpas se hicieron casas de tabla». Afirma que, junto a sus dos hijos, fue una de las primeras familias en llegar a Mesa Grande en 1980, huyendo de la masacre en el río Sumpul. 


Cementerio de personas exrefugiadas en el campamento 8 de Mesa Grande. Foto: Kellys Portillo  

Debido al anochecer, limitamos nuestro recorrido a los campamentos 1, 2 y 8. Más allá del 8 se encuentran los sectores 7 y así sucesivamente, hasta llegar al 3, el último del campamento, seguido por un cerco. Cruzar este cerco implicaba un riesgo significativo para las personas exrefugiadas, quienes corrían el peligro de ser torturadas, desaparecidas o asesinadas por militares hondureños o personas hostiles que amenazaban la vida en este campamento. 

Explorar todo el campamento y sus espacios comunes requiere al menos dos días completos para comprender el significado que cada uno tiene para las personas. Uno de esos espacios cruciales es el cementerio comunitario. Algunas familias viajan hasta dos veces al año para decorar y renovar las tumbas de sus seres queridos que no pudieron regresar. Entre los testimonios destacan que aquellas personas sepultadas allí fallecieron por desnutrición, enfermedades contagiosas, asesinatos y suicidios. Este fue el caso de José Antonio Mejía, tío y compadre de Mercedes Mejía, residente de Chalatenango, quien compartió: «Él tomó veneno debido a la angustia de la situación de encierro que estábamos experimentando. Era nuestra única preocupación». 

Mercedes, en cada encuentro, se dirige al cementerio con la esperanza de localizar la tumba de su tío y compadre, Antonio. A pesar de sus continuos esfuerzos, no ha logrado dar con ella. «Siempre vengo a buscar, por si veo esa cruz del compadre Antonio, pero no he podido encontrarla. Antes las hacían de madera y solo las pintaban con plumones, y eso con los años se pierde», explica con pesar. 


La noche de fiesta 


Otra forma de fortalecer los lazos y continuar tejiendo resistencia es a través de actividades recreativas y bailes que tienen lugar durante la noche del reencuentro. El sábado 13, los hombres se transformaron en reinas para personificar a Miss Honduras y Miss Mesa El Salvador, formando parte de las actividades culturales. Las mujeres adultas cantaron música ranchera y cumbias en sus presentaciones artísticas. En la pista de baile, animada por una discomóvil, tanto las personas adultas mayores como sus nietos y nietas bailaron al ritmo de diferentes géneros musicales. Hondureños y salvadoreñas compartieron la alegría de bailar al compás de rancheras y música punta. La vida recuperó su esencia en Mesa Grande después de 30 años. 


Con el baile, una de los eventos más esperados del 14 encuentro de personas exrefugiadas, finalizaron las actividades culturales. Fotos: Kellys Portillo


Entre los participantes se encontraba Juana Laínez, residente de la comunidad Santa Marta. Para ella, los puntos artísticos son los eventos más esperados. «Vengo todos los años, mientras tenga vida, no dejaré de venir a recordar los tiempos que vivimos aquí y a disfrutar del baile. Es una forma de ser feliz, me siento bien». Su hijo, Ramiro Laínez, también la acompaña. «He venido con mis hijos y mi compañera para compartir con ellos esa vivencia que forma parte de mi vida y ha dado forma a mi proyecto de vida. Quiero que conozcan cuál ha sido nuestra base para seguir adelante». 

Ramiro nació en otro campamento de exrefugiados, La Virtud, uno de los primeros lugares al que llegó la gente antes de establecerse en Mesa Grande. 

Las personas que vivieron en los refugios extrañan principalmente los principios de vida comunitaria y colectiva. Jesús Antonio expresa: «Cuando regresé a El Salvador, una de las cosas que más extrañé fue la convivencia con las familias y las amistades. En esos refugios, practicábamos la unidad, la solidaridad, la hermandad». 


Fidelia Ramos y Jesús Antonio, madre e hijo, recorren una loma del campamento 1. Foto: Kellys Portillo  

El refugio 


La vida en los refugios fue sumamente difícil. El campamento se asemejaba a una cárcel sin paredes, rodeado por la presencia constante de militares hondureños que patrullaban el área día y noche, incluso con aviones de guerra como los A37 sobrevolando la zona. A pesar de la ausencia de un conflicto armado directo en ese lugar, el temor a ser víctima de situaciones peligrosas era una constante. Sin embargo, la resistencia y el trabajo organizado y colectivo de la población refugiada fueron fundamentales para sobrevivir durante el exilio. 


Personas exrefugiadas, que asistieron al 14 Encuentro Internacional de Comunidades de exrefugiados en Mesa Grande, colocan sus tiendas para acampar durante el encuentro. Foto: Kellys Portillo 


Al caer la noche del sábado 13 de enero, Jesús Antonio Ramos y su madre, Fidelia, concluyen su recorrido y regresan al sector 1, donde el resto de la población está acampando. Jesús comparte que no pudo continuar sus estudios para dedicarse a la docencia en su comunidad Ignacio Ellacuría, anteriormente conocida como Guancora, ya que se integró a la exguerrilla durante la adolescencia. La guerra le arrebató a su padre y a su hermano mayor. Tras la firma de los Acuerdos de Paz, Jesús se dedicó a labores agrícolas y al cuidado de su madre, pero nunca dejó de creer ni de participar en la organización comunitaria de su pueblo. 

A sus 49 años, Jesús cuestiona a las nuevas generaciones por acomodarse. Sostiene que la organización que caracterizó a la comunidad en las décadas de los 80 y 90 ha perdido fuerza, al menos en su localidad. Expresa su preocupación por la falta de apoyo a jóvenes y madres que enfrentan situaciones difíciles, como las detenciones arbitrarias vía régimen de excepción1, señalando que en lugar de respaldarlos, la comunidad los está condenando antes de tiempo, sin verificar la veracidad de las acusaciones. Jesús reflexiona sobre el cambio en las dinámicas comunitarias y la pérdida de la denuncia a nivel nacional e internacional que solían tener ante situaciones de captura en el pasado. 

Jesús destaca que las convocatorias a reuniones o asambleas comunitarias ya no reciben la misma participación que en el pasado para abordar las necesidades colectivas. En Ignacio Ellacuría, al igual que en otras comunidades, hay una demanda urgente de mejorar los caminos vecinales y poner fin al régimen de excepción que está afectando el tejido social en estas localidades. La comunidad también busca oportunidades de empleo, apoyo a programas de educación universitaria y actividades recreativas para disuadir la migración de juventudes a Estados Unidos o a la capital, así como para evitar que utilicen la tecnología como distracción de la realidad. 

De vuelta en el sector 1 de Mesa Grande, Jesús se detiene frente a un cerco, coloca las manos en su cintura y, observando a la población reunida en colectivo, compartiendo y disfrutando de la música, comenta: «La lucha valió la pena hacerla». Luego, se une a su comunidad Ignacio Ellacuría y a su madre para participar en los eventos culturales. 


1 El régimen de excepción fue aprobado en marzo de 2022. A la fecha, las cifras oficiales indican que han privado de libertad a más de 75 mil personas. El Socorro Jurídico Humanitario ha documentado 235 muertes al interior de las cárceles como producto del régimen de excepción. 

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