No hay paz en un Estado de terror

Editorial | 27/03/2023

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Como las medidas de «mano dura», el régimen de excepción no es una solución a la violencia enquistada en nuestro país. La represión no soluciona las causas estructurales que provocaron el origen y sostenimiento de las pandillas y de otras violencias sociales en nuestro país. La medida no es solo insostenible: es criminal.  

Hace un año, el 27 de marzo de 2022, Nayib Bukele y la bancada de Nuevas Ideas modificaron la realidad salvadoreña por completo. La propuesta y aprobación del régimen de excepción consolidaron un Gobierno autoritario. 

Miles de salvadoreños, sobre todo hombres jóvenes de zonas empobrecidas han sido el blanco de capturas arbitrarias, detenciones prolongadas y tortura al interior de las prisiones salvadoreñas sin ningún recurso institucional para garantizar sus derechos. A la fecha, el Ministerio de Justicia y Seguridad Pública, reporta a 65,795 personas capturadas en el marco del régimen.  

Las imágenes del aparato de propaganda del Gobierno, proyectando humillación y control sobre los cuerpos de estos hombres, son dignas de comparación a campos de concentración. Y ese símil no se aleja de la realidad: el mismo presidente Nayib Bukele se jactó de asegurar condiciones de tortura en los centros penales del país. En los mismos, al menos 111 personas han sido entregadas a sus familias en ataúdes o enterradas en fosas comunes, según reporta la organización de derechos humanos Servicio Social Pasionista (SSP). 

A lo largo del año organizaciones de la sociedad civil, organizaciones internacionales y medios de comunicación independientes, han sistematizado graves violaciones a los derechos humanos. El 25 de noviembre pasado, el Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas emitió el Tercer Informe Periódico de El Salvador en el que registraba los casos de 90 personas que fueron privadas de libertad y que fallecieron mientras estaban bajo custodia sin que las autoridades competentes hayan explicado nada al respecto. En septiembre de 2022, Alharaca reconstruyó el caso de José Bonilla, un hombre que murió estando bajo custodia del Estado después de cinco meses de haber sido arrestado y sin que la Fiscalía haya presentado pruebas en su contra.

Las capturas arbitrarias también se reportan de manera masiva. Familiares de 66 personas detenidas en el marco del régimen de excepción, en el Bajo Lempa, al oriente del país, denunciaron al Estado salvadoreño ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por la violación sistemática de derechos humanos. De la mano de esta política, el Estado se ha liberado de leyes contraloras y actúa sin la más mínima rendición de cuentas, concentrado más y más poder y recursos alrededor de la familia Bukele y de quienes les sirven. 

En este período, además de las consecuencias directas a las personas adultas que han sido detenidas, la represión del Estado se ha ensañado en diferentes formas con la niñez, la juventud y las mujeres. Desde la entrada en vigencia del Régimen de Excepción, Alharaca ha documentado casos en los que la niñez sufre los efectos directos de esta realidad y cómo las mujeres abuelas, tías y hermandas están asumiendo el rol de cuido de esa niñez que ha quedado desamparada tras la captura de sus madres y padres. Algo que implica asumir dobles o triples cargas laborales y de cuido ante la ausencia del Estado. 

Todo este deterioro democrático —la cooptación de los poderes del estado, la pérdida de libertades y derechos, las violaciones a derechos humanos—, Nayib Bukele lo ha justificado como la única manera para frenar la violencia de las pandillas, como medida indispensable para garantizar la seguridad pública.  

Las medidas punitivas y los pactos con las pandillas no son nuevas en El Salvador. Desde la firma de los Acuerdos de Paz en 1992, los diferentes gobiernos vienen implementado políticas públicas de seguridad con enfoques represivos y, al menos desde el mandato de Mauricio Funes, negociaciones clandestinas con las pandillas. Como resultado, la violencia no mermó, sino que se complejizó y llevó a las mismas pandillas a mutar y a afianzar su control sobre el territorio.   

Como las medidas de «mano dura», el régimen de excepción no es una solución a la violencia enquistada en nuestro país. La represión no soluciona las causas estructurales que provocaron el origen y sostenimiento de las pandillas y de otras violencias sociales en nuestro país. La medida no es solo insostenible: es criminal.  

En diciembre de 2022, la organización internacional Human Rights Watch presentó su informe mundial y señaló la consolidación de proyectos políticos y de líderes con tendencias autocráticas como el salvadoreño. Un sistema político propicio para que, además, florezca la falta de transparencia, la corrupción y prosperen las iniciativas ultraconservadoras y antiderechos. 

Es un hecho incontrovertible que la violencia homicida de las pandillas salvadoreñas ha disminuido a su mínima expresión. Pero tampoco tiene discusión que el Gobierno ha capturado a miles de personas inocentes y ha cometido violaciones a los derechos humanos de forma sistemática y masiva.  

La calma y seguridad relativas que muchas personas perciben en El Salvador, y por las cuales todavía prestan su apoyo a Bukele, tienen por precio la tortura y el asesinato de personas inocentes al interior de las cárceles. Las capturas y detenciones por largos períodos indefinidos están rompiendo hogares, dejando a una generación entera de niños y niñas en desamparo, quienes crecerán viendo al Estado no como garante de derechos, sino como castigador y hasta asesino. Reparar el profundo daño del régimen de excepción sobre estas familias tomará décadas y, en miles de casos, será imposible. 

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