Cuando la casa te cuida

12/07/2023

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Esta serie de microrrelatos de Alba Elizabeth Marroquín fue producida en el taller «Yo crío», parte del proyecto del mismo nombre, con Lauri García Dueñas. En ella comparte su experiencia como hija y, luego, maternando.

Por Alba Elizabeth Marroquín

Ilustración por Alejandro Sol


Soy Alba Elizabeth Marroquín Castañeda, tengo 38 años. Fui criada en San Salvador, en una comunidad donde el logro más destacado fue el de no quedar embarazada después de mis 15 años; no obstante, la disciplina «extrema» dio como resultado que mi vida fuera esta. 

A mí me cuidó una casa, una llave, una puerta con balcón, una ventana reforzada; a veces, la vecina; a veces, la televisión; un libro, las tareas de la escuela… esto en el día; en la noche estaban mis papás, en lo que considero fue mi resguardo en la niñez. 

Crecí y ahora soy mamá, soltera por cierto. Cuido de mi hijo y ahora también de mis papás; pero a mi hijo lo cuido más tiempo que la misma casa o que esa llave tan respetuosa y honrosa. Quiero estar más presente, quiero hacer la diferencia. 

Porque para cuidar debemos comprender que tenemos diferentes necesidades, formas de ver la vida, formas de crianza, formas hasta de querer y de amar. Al entender este proceso, podemos comprender que cuidamos desde una casa, con unas llaves, la vecina, Diosito; pero podemos tener también el tiempo para estar. 

La vida exige, pues debemos organizar y entender de responsabilidades, entre ellas el cuidado y el autocuidado; cuidar esas cuatro paredes, sumarle a nuestros seres amados, nuestros animales de compañía, pero más que nada cuidarme a mí como estrategia fundamental. 


Genealogía de mis cuidados 


Los primeros cuidados no sé si realmente lo fueron. Lo primero que recuerdo fue un cumpleaños mío, en el que mi tío le dijo a mi tía «Cuidá a la niña» y, obviamente, mi tía no me cuidó y caí en el pastel. Creo que fue mi primer cumpleaños. 

Ahora bien, se me enseñó que cuidar era tener ropa, comida, una televisión, educación, castigos (que a veces no entendía por qué los recibía), una casa, una cama, es decir, «lo suficiente». 

Asimismo, mis papás fueron enfáticos en que yo no era la responsable de cuidar a mi único hermano menor. Además debía tener una casa en orden, limpia, tareas al día y asegurarme que mi hermano cumpliera con lo suyo. A la fecha, no logro entender qué tenía que hacer con mi hermano si no era mi responsabilidad. 

Entonces, lo primero que cuidé fue una casa. La primera vez que me cuidaron fue mi tía (de quien proviene mi segundo nombre) y quienes me enseñaron a cuidar, definitivamente, fueron mis papás. ¿Que haya sido la mejor experiencia de aprendizaje? No lo creo, pero esto es lo que aprendí: a perdonar. 



Una tarde amarilla 


Decir que recuerdo con exactitud la hora en la que sucedió lo que a continuación he de narrar sería mentir, lo que sí puedo contar es que ese día sentí tanta frustración y, a la vez, gratitud de tener a alguien tan experimentada en lo que es la crianza. No solo me cuidó a mí, lo hizo con sus hermanas y hermanos, sobrinos, hasta un hijastro por ahí y, por supuesto, de sus hijos y nietos. 

Vámonos a ese día. Era la tarde, de esas en las que solo queremos tomar un pan con café, una tarde llena de silencio, de esas tan tranquilas en las que únicamente queremos dormir, pero interrumpida por el «grato» evento que sucedió dos meses atrás: fui mamá. 

Mientras, los vecinos probablemente miraban una película después del almuerzo tardío del fin de semana, yo batallaba arduamente con un recién nacido y me preguntaba: «¿Cómo algo tan pequeño me genera tanto conflicto?» Puesto que estaba en el proceso de colocarle su ropa después de un baño, que tampoco recuerdo por qué se lo di tan tarde, supongo que la excusa era que estaba cansada, pues le cuidaba sola, brindando lactancia a libre demanda y su reloj estomacal solicitaba día y noche, cada dos horas su respectivo «refill». 

Volviendo a la trama, estábamos los dos solos, en mi cuarto, pintado en ese color amarillo elegido por mi mamá. A esas alturas, ya ni le prestaba atención a lo incómodo del color, porque había un distractor más importante: mi hijo, a quien esa tarde lo tenía sin nada de ropa, a la orilla de la cama, precisamente, en la esquina. Pensaba que era un lugar estratégico para ponerle desde el pañal hasta el último calcetín, pero ese día empecé sin un orden, aunque 12 años después tampoco sé si hay un orden. 

Mientras tanto, comenzamos la jornada de ser mamá e hijo: le puse la camisa, recibí una sonrisa, puse calcetines, recibí una queja, entre que lo volvía a acomodar porque ese niño se torcía queriendo salir corriendo, quizás porque creo que ese color del cuarto tampoco le gustaba… 

Entre tanto, llegó el momento de colocar el pañal, listo al final, lista yo también y logré levantarlo de sus dos piernas con una mano para, con la otra, colocar un pañal de esos que salvan en todas las ocasiones y te resguardan de momentos incómodos… Pero el sistema digestivo de mi hijo no me dio tiempo. Fue aterrador escuchar un crujido, no me dio tiempo de pensar, menos de actuar y solo pude ver que todo mi trabajo se había embadurnado en un instante. 

Vi mis manos y mi ropa con salpicaduras que contrastaban con el color de las paredes. Pensé mil cosas entre la frustración y el enojo. ¡Hasta en devolverlo! 

Cuando, detrás de mí, en el marco de la puerta del cuarto, estaba mi mamá, la niña Alva, muerta de risa. Sus carcajadas rompieron el momento tenso. Estaba ahí, viéndome. No sé cuánto tiempo llevaba ahí porque en mi mente yo llevaba horas, supongo que solo fueron minutos. 

Entonces, ella se acercó a mí mientras yo lloraba. Únicamente me dijo «Andate» y me sentí libre. No dudé en salir corriendo de ahí. Nunca me sentí tan libre, aunque iba destrozada físicamente. Mi ego se sintió peor porque ella arregló todo lo que yo no pude hacer tan rápido. Todo estuvo bajo control en lo que me pareció un instante. Cabe mencionar que nunca he vuelto a sentir tanta gratitud como esa tarde. 

En mi recuerdo quedó esa sensación de alivio, el color de mi cuarto, ese momento, las carcajadas, mi ego roto, la frustración, esa gratitud y la vuelta a la calma en esa tarde amarilla de domingo. 

Etiquetas:Yo crío

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