
Desde su implementación en marzo de 2022, miles de personas han sido detenidas sin debido proceso, lo que ha afectado a sus familias en lo económico, psicológico y emocional, y ha distorsionado el sentido de una verdadera política de seguridad.
Además, la criminalización y la persecución han obligado a muchas familias a desplazarse, debilitando los lazos comunitarios y rompiendo proyectos de vida.
¿Cómo ha impactado el régimen de excepción en la percepción de seguridad de las comunidades afectadas?
Primero, hay que abordar el régimen de excepción desde la perspectiva de las políticas públicas de seguridad. Es importante iniciar por ahí porque, si vamos a hablar de afectaciones, hay dos niveles: una afectación conceptual y otra en la percepción de la población respecto a lo que significa una política de seguridad pública.
El régimen de excepción representa, desde mi punto de vista, una distorsión de las políticas públicas. ¿Por qué hablo de distorsión? Porque una política pública, especialmente una orientada a lo social, debe garantizar la seguridad y el bienestar de las personas en el presente y en el futuro. Sin embargo, el régimen de excepción, que debería ser una medida transitoria, se ha convertido en la política permanente de seguridad en el país.
De acuerdo con su análisis, ¿cuáles son los elementos que debe incluir una política de seguridad pública efectiva y por qué considera que el régimen de excepción no los cumple?
Una política de seguridad pública debe cumplir varios requisitos. Primero, debe partir de un diagnóstico preciso del problema, es decir, identificar con claridad cuáles son los factores que lo generan. Luego, debe someterse a un debate amplio, que permita recoger propuestas de solución desde diversas perspectivas. La participación es clave en este proceso porque no es lo mismo la opinión de alguien que goza de privilegios y seguridad, que la de una madre de familia que vive con el temor constante de que su hijo o hija pueda verse afectada. Tampoco es igual la percepción de quienes viven en la ciudad a la de quienes están en zonas rurales.
Una vez recogidas estas voces, entra en el trabajo de un equipo técnico especializado, que debe analizar las soluciones propuestas y evaluar cuáles son viables desde el punto de vista técnico, presupuestario y político.
Todo este proceso, que debería ser la base de una política de seguridad pública efectiva, no se ha cumplido con el régimen de excepción. En lugar de ser una medida temporal, se ha convertido en la política de seguridad del país. La mejor evidencia de ello es que ya llevamos más de 30 renovaciones consecutivas del régimen. En la práctica, esto significa que hemos normalizado una medida extraordinaria como si fuera una política de largo plazo, sin construir una estrategia real de seguridad pública.
En muchas comunidades, el tejido social ya ha sido fracturado por la migración y la violencia. ¿Cómo agrava el desplazamiento forzado bajo el régimen de excepción esta ruptura?
Hay un aspecto clave al hablar de tejido social. Desde la sociología, entendemos el tejido social como un proceso de construcción de relaciones basado en la confianza, la cooperación y la ayuda mutua. Es un proceso largo, que se desarrolla con el tiempo a través de dinámicas de colaboración y construcción de confianza dentro de una comunidad.
Sin embargo, lo que ocurre actualmente es que, si bien las comunidades pueden experimentar una aparente reducción de la violencia o los actos delictivos, esto no se traduce en una mayor cohesión social. Lo que prevalece es el miedo. No hay más confianza entre las personas ni más cooperación, sino una sensación de vigilancia constante. Y un tejido social no se construye a partir del miedo, la coerción o el engaño, sino sobre la base de la confianza y la solidaridad. Por eso, lo que vemos en muchas comunidades no es una reconstrucción del tejido social, sino una especie de «falso tejido social», donde la estabilidad es frágil y sostenida por el temor a represalias.
Sobre el informe “El régimen de excepción y la ruptura del proyecto de vida”, que señala a mujeres y niñez como los grupos más vulnerables al desplazamiento forzado interno, ¿cuáles son las principales consecuencias sociales y familiares que identificaron en el país?
El régimen de excepción afecta los proyectos de vida no solo de las personas detenidas, sino también de sus familias, que cargan con las consecuencias. El informe identifica tres niveles de impacto: personal, familiar y comunitario. En el ámbito familiar, se evidencian altos niveles de incertidumbre, ya que los familiares desconocen el paradero y la situación legal de los detenidos, lo que genera un sufrimiento constante. En el nivel comunitario, se afecta la estabilidad social, ya que muchas familias pierden su sustento económico y se ven obligadas a desplazarse.
Desde el punto de vista laboral, la detención de personas sin debido proceso provoca una ruptura en sus medios de vida, afectando a sus familias y a la economía en general. Además, el miedo y la desconfianza impiden que muchas víctimas hablen, lo que limita la documentación del fenómeno.
A través de testimonios, el informe recoge experiencias de detención traumáticas, marcadas por la incertidumbre, el maltrato y condiciones de reclusión inhumanas. Se reportan noches sin descanso, alimentación deficiente y constantes agresiones psicológicas, lo que profundiza la crisis de derechos humanos en el país.
En el informe se menciona que agentes estatales, como los de la PNC y la FAES, son los principales responsables de estos desplazamientos. ¿Qué patrones de persecución o violencia pudieron documentar?
Antes de responder, no sé si llamarlos «principales responsables». Más bien, los consideraría un factor detonante del desplazamiento forzado. Es decir, sus acciones—como las detenciones arbitrarias, la vigilancia constante y el acoso en las comunidades—terminan forzando a las personas a desplazarse.
No es que la gente quiera irse, sino que no encuentra otra forma de seguir viviendo sin el temor permanente a ser detenida por cualquier motivo. La vigilancia se vuelve asfixiante, casi acosadora, y la amenaza de detención siempre está presente. En ese sentido, más que una causa directa, diría que estas prácticas funcionan como un detonante. Por supuesto, hay responsabilidad en ello. No creo que sea un efecto no intencionado; al contrario, parece haber una conciencia clara de que estas acciones están generando desplazamientos forzados.
En relación con las detenciones durante el régimen de excepción, ¿identificaron algún patrón específico en su investigación?
No sé si «patrón» sea el término más adecuado, pero hay ciertos elementos recurrentes. Cuando hablamos con las personas detenidas o sus familiares y les preguntamos si sabían la razón de la detención, muchas veces la respuesta era: «No lo sabemos», «Nunca nos explicaron» o «No entendimos por qué lo detuvieron». Por eso hablamos de detenciones arbitrarias. No hay una explicación clara de por qué alguien está detenido. Sin embargo, sí encontramos dos situaciones que se repiten con frecuencia:
Acusaciones anónimas: en algunos casos, la detención ocurrió porque alguien—de manera anónima o sin identificarse—acusó a la persona de pertenecer a pandillas o grupos delictivos. Esa simple denuncia fue suficiente para que la policía procediera con la detención, supuestamente para «investigar». Pero esa investigación terminó convirtiéndose en una privación de libertad indefinida.
Intervenciones al azar: otras detenciones ocurrieron mientras la persona se trasladaba de un lugar a otro—de su trabajo o centro de estudios a casa, e incluso de la tienda a su hogar. En estos casos, la policía o el ejército realizaban patrullajes y detenían a personas de manera arbitraria. Al interrogarlos, cualquier gesto o respuesta podría interpretarse como sospechoso.
Por ejemplo, hubo casos en los que la detención se justificó porque la persona tenía un tatuaje, se ponía nerviosa o simplemente caminaba en un horario determinado. La decisión de detenerlos dependía completamente del criterio del agente en el momento. Dado que estas detenciones no siguen un procedimiento claro ni tienen fundamentos sólidos, hemos utilizado el término «jueces de la calle». En la práctica, el agente de policía o militar se convierte en la autoridad que decide quién es culpable y quién debe ser detenido. En un sistema normal, esa es una decisión que tomaría un juez con base en pruebas, pero en el contexto del régimen de excepción, este poder se trasladó a los cuerpos de seguridad.
¿Qué dificultades han identificado para que se aplique la Ley de Atención a Víctimas en Condición de Desplazamiento Forzado?
En un estudio que realizamos hace un par de años detectamos un problema grave: existe la ley, pero quienes deben implementarla no la comprenden o no la aplican correctamente. Una ley puede estar bien diseñada, pero si no se ejecuta correctamente, su impacto será mínimo. Esto ocurre porque quienes diseñan la ley no son las mismas personas que la implementan. Y si en el proceso no hay capacitación ni recursos adecuados, la aplicación de la ley termina siendo deficiente.
¿Cree que esto se debe a la falta de presupuesto?
Seguramente sí. La implementación de una ley requiere presupuesto, personal capacitado y recursos técnicos. Si falta alguno de estos elementos, la aplicación será deficiente. Muchas veces, el problema es que no se asignan los fondos suficientes, lo que impide contratar personal o servicios esenciales. La verdadera política pública no es la que se diseña, sino la que se implementa.
¿Qué recomendaciones plantea para abordar el impacto social y familiar del desplazamiento forzado en El Salvador?
Lo primero sería poner fin al régimen de excepción. Pero para hacerlo, es imprescindible contar con una verdadera política pública de seguridad que garantice el bienestar de las personas tanto en el presente como en el futuro. Esta política debe diseñarse con la participación de todos los sectores involucrados e interesados en la seguridad pública. Además, debe basarse en el respeto a los derechos humanos, porque no se puede hablar de seguridad negando derechos fundamentales.
También es crucial recordar que detrás de las cifras hay personas. No podemos evaluar una política sólo en términos de estadísticas, sino en función de cómo impacta la vida cotidiana de la población. Las personas que han sido desplazadas han visto sus proyectos de vida afectados, y tienen derecho a recuperar su estabilidad.