Democracia

Lucía Cerna: «Yo los vi» 

Hace 35 años, el 16 de noviembre de 1989, militares del batallón Atlácatl asesinaron a seis sacerdotes jesuitas, a su colaboradora Elba y a su hija Celina en la UCA. Lucía Cerna, refugiada esa noche en una casa cercana, fue la única testiga ocular. Su relato desafió a dos gobiernos y marcó su vida para siempre. Este texto, basado en su libro y entrevistas realizadas por otros medios, describe el impacto de su testimonio.

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Ilustraciones por Alejandro Sol.

Esa madrugada, Lucía miró por la ventana de la habitación donde dormía con su esposo Jorge y su hija Geraldina, de cuatro años. Las explosiones y los disparos no cesaban. En San Salvador, la guerra civil se sentía más cerca que nunca. Esa noche, ella sería testiga de un crimen inolvidable.  

Al interior de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), los sacerdotes jesuitas, Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Ignacio Martín Baró, Amando López, Juan Ramón Moreno y Joaquín López y López descansaban en la residencia universitaria. Elba y su hija Celina Ramos, quienes habían llegado a prepararles la cena, se quedaron a dormir en otra habitación. El toque de queda que iniciaba a las 6 de la tarde, les impidió regresar a su hogar.  

Lucía narró cómo la despertaron los estruendos. “Desperté en la noche, escuchando un gran estruendo dentro de la casa de los padres; escuché disparos, disparos a las lámparas, a las paredes y a las ventanas; escuché cómo pateaban las puertas y cómo arrojaban y rompían cosas de la sala”, contó a Mary Jo Ignoffo, historiadora, quien escribió: “La Verdad: una testigo de los mártires salvadoreños”, a partir de las conversaciones que sostuvo con Lucía.

La casa donde se refugió estaba cerca de la residencia donde ocurrió la tragedia, detrás de la capilla. “Si hubieran sabido que solo una puerta nos separaba del campus, también nos habrían matado”.

El 15 de noviembre, Lucía llegó a la UCA buscando refugio. En su casa de Soyapango, las balas y la falta de comida hacían imposible quedarse. Soyapango fue uno de los principales escenarios del combate. El servicio de agua potable y de energía eléctrica fueron suspendidos. Sosteniendo una bandera blanca, ella y su familia cruzaron la ciudad en busca de ayuda. Ignacio Martín-Baró, “el padre Nachito”, la recibió con una sonrisa. 

“El martes 14 en la noche no teníamos ni velas, ni candiles, ni agua, ni leña y la refrigeradora ya estaba toda vacía, ya no había comida. No estaba de acuerdo con que la niña estuviera aguantando necesidades”, contó Lucía en 2014 a BBC Mundo. 

Desde el 11 de noviembre de 1989, los enfrentamientos entre el ejército y la entonces guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) se intensificaron en las principales ciudades de San Salvador. La guerrilla lanzó su ofensiva final, conocida como “Hasta el Tope”, también llamada “Ofensiva fuera los fascistas” o “Febe Elizabeth vive”. Este ataque llevó la guerra a la capital y dejó un saldo de víctimas incierto, con cifras discrepantes entre los informes de la Fuerza Armada y el FMLN. 

El nombre “Febe Elizabeth vive” se utilizó como homenaje a Febe Elizabeth Velásquez, dirigente de la Federación Nacional Sindical de Trabajadores Salvadoreños (FENASTRAS), quien murió el 31 de octubre de 1989 en un atentado contra la sede de la Federación. 

Testiga de una verdad incómoda 

Desde 1982, Lucía trabajaba en la UCA. Hacía limpieza en los edificios de rectoría y vicerrectoría. Conocía bien a los seis jesuitas, especialmente al «padre Nachito», quien siempre la trató con afecto.  

El 15 de noviembre, por la mañana, Lucía llamó por teléfono al «padre Nachito» para pedirle ayuda. Le contó su situación. Esa misma tarde, al llegar a la UCA, él les recibió.  Les ubicó en un cuarto detrás de la capilla, en la casa 15, donde ahora funciona la clínica de psicología. Esa noche, Lucía lo escuchó tocar la guitarra. Lo que sucedería después, no la dejaría dormir. 

«Mi sangre se enfrió como el hielo, deseé ir y detener la situación; sentí que no tenía manos ni brazos ni poder; no podía hacer nada para ayudar al padre Nachito mientras gritaba», relata Lucía en el libro firmado por ella y por Mary Jo Ignoffo. 

En la madrugada, los ruidos la despertaron. Desde la ventana, Lucía vio a los militares. En el jardín, llevaban a los sacerdotes. Ignacio Martín-Baró gritaba: “¡Esto es una injusticia!”. Luego, el silencio. 

Lucía quiso correr hacia el padre Nachito, detener a los soldados. Pero el miedo la paralizó. “Hasta ese momento, no pensaba que ellos también podían matarme. Estaría muerta de no ser que Jorge me dijo que no fuera”, recordaría años después. Esa noche, el padre Nacho y sus compañeros fueron asesinados. También Elba y su hija Celina, quienes dormían cerca. 

Estoy diciendo la verdad 

Al amanecer, Lucía y Jorge caminaron hacia la residencia. En el jardín, los cuerpos de los jesuitas yacían en el pasto. Entre ellos, estaban Elba y Celina. Lucía corrió hasta la casa provincial de los jesuitas, ubicada a pocos metros de la UCA, para avisar a los padres José María Tojeira y Francisco Estrada de la masacre: “Los soldados mataron a los sacerdotes. Están ahí, en el jardín”. 

El 11 de noviembre, el día que inició la ofensiva Hasta el tope, Lucía había hecho limpieza en la oficina del padre Ellacuría. Estaba convencida de que él estaba en España.  

De acuerdo con el Informe de la Comisión de la Verdad, publicado en marzo de 1993, el Cnel. Guillermo Benavides recibió “órdenes (del Estado Mayor) de eliminar al padre Ignacio Ellacuría sin dejar testigos”, como medida extraordinaria para combatir la ofensiva “Hasta el tope”. Cinco días después de iniciada esta ofensiva, militares del batallón Atlácatl entraron a la UCA y asesinaron a los seis jesuitas, a Elba y Celina. En un inicio, se pretendió culpabilizar al FMLN de esta masacre. De ahí que el testimonio de Lucía fuera determinante para revertir el discurso oficial sobre los hechos. 

Ser la única testiga ocular de la masacre, le ponía en peligro a ella, a su esposo y su hija de cuatro años. Ese mismo 16 de noviembre, a petición del padre Estrada, huyeron a la casa de la mamá de Lucía, en Antiguo Cuscatlán. Ahí, permanecieron cuatro días, escondidos en el corredor, incapaces de llorar o hablar de lo que habían presenciado en la UCA. 

El lunes 20 de noviembre, Lucía decidió regresar a la casa provincial de los jesuitas para retomar su trabajo. Allí se encontró con María Julia Hernández, directora de Tutela Legal del Arzobispado, y le contó lo que había visto aquella madrugada. También le mostró el cuarto y la ventana desde donde observó todo. María Julia le advirtió que su vida corría peligro por su testimonio y que debían protegerla. 

Ese mismo día, Lucía, su esposo y su hija fueron llevados a la embajada de España para resguardar sus vidas. Ni la UCA, ni las casas de los sacerdotes, ni el país eran seguros para ella y su familia. El martes 21, en la embajada, fueron interrogados por un juez y fiscales. Tanto Lucía como Jorge reafirmaron lo que habían visto y escuchado la madrugada del 16. 

“Me preguntaron si había visto algo. Yo vi soldados; les dije la verdad”, relató Lucía, enfrentando los intentos de las autoridades por destruir su declaración. 

Sin embargo, la embajada de España tampoco era un lugar seguro. Temían un ataque militar esa misma noche, a las 6:00 p.m., al inicio del toque de queda. Por ello, ese martes 21, trasladaron a la familia de emergencia a la embajada de Francia. 

El 22 de noviembre, ante el peligro inminente, Lucía, Jorge y Geraldina salieron hacia Miami, Estados Unidos, en un avión del ejército francés, con la ayuda de los jesuitas y representantes de las embajadas de España y Francia. Pero el ambiente de tensión los siguió hasta allí. En Estados Unidos, el FBI y un coronel salvadoreño intentaron silenciar a Lucía. La acusaron de mentir, la hostigaron y buscaron quebrar su voluntad. 

El entonces arzobispo de San Salvador, Arturo Rivera y Damas, denunció públicamente que Lucía había sido secuestrada por el FBI y sometida a torturas psicológicas. El padre Tojeira también relató este hostigamiento en el libro La Verdad: una testigo de los mártires salvadoreños

Lucía no entendía por qué decir la verdad era peligroso. “Nunca pensé que viajaría a otro país; nunca estuvo en mi mente. Para mí, decir la verdad para encontrar a los criminales que lo hicieron era lo correcto. No pensaba que necesitaba dejar mi casa solo por decir la verdad”, reflexionó años después, en su conversación con Mary Jo Ignoffo. 

Un acto de paz que desafió al poder 

En noviembre de 2019, a 30 años de la masacre, se presentó el libro La Verdad: una testigo de los mártires salvadoreños. En sus páginas, el padre José María Tojeira describe a Lucía Cerna como una mujer valiente, guiada por su profundo amor hacia los padres jesuitas. Su testimonio, afirma Tojeira, fue un acto de paz que desafió al poder. 

“El testimonio de Lucía fue clave para ejercer presión y para llegar a un primer capítulo de la verdad. Desde su declaración hasta que el Gobierno de El Salvador reconoció la culpabilidad militar en el asesinato de los jesuitas y sus colaboradoras, pasaron prácticamente 40 días”.  

Lucía no solo desafió la impunidad, también se convirtió en víctima por decir la verdad. “Una mujer ejemplar convertida ella misma en víctima por tratar de hacer verdad en un caso que las armas, la prepotencia estatal y los intereses de quienes financiaban una guerra injusta querían encubrir”, añadió Tojeira.  

Su nombre es un eco en la memoria y un faro para quienes buscan justicia. Para Fabiola Kitchel, sobreviviente de la masacre de Las Hojas, Lucía es un símbolo de lucha contra la impunidad. “Ella estaba ahí, vio y escuchó quién cometió los crímenes. Parecía destinada a contar lo sucedido y evitar que el crimen de los jesuitas quedara impune”. 

La madre María Luz Rivas, del Comité de Madres Monseñor Romero, ve en Lucía el reflejo de las miles de mujeres que buscan justicia por las más de 75 mil personas muertas y desaparecidas de la guerra. “Su figura es simbólica; representa la convicción de las mujeres que luchan y no se rinden”, afirma. 

Para Sol Yáñez, experta en psicología social, la historia de Lucía resalta el valor de las mujeres que denuncian a pesar del riesgo. “En un tiempo donde las mujeres eran invisibles, ella alzó la voz contra la impunidad y la injusticia. Su valentía es un recordatorio de la fuerza que tienen las mujeres para enfrentar sistemas que las oprimen”. 

Sembrando esperanza para cosechar la libertad 

La UCA conmemoró los 35 años del martirio de los padres jesuitas, su colaboradora Elba y su hija Celina bajo el lema “Sembrando esperanza para cosechar la libertad”. Desde el 1 de noviembre se han realizado diversas actividades para honrar su memoria en el campus universitario. 

En paralelo, en el Juzgado Segundo de Instrucción de San Salvador, se llevó a cabo la audiencia preliminar contra los 11 acusados de la autoría intelectual de esta masacre: el expresidente Alfredo Cristiani, el exdiputado Rodolfo Parker y los militares retirados Juan Rafael Bustillo, Juan Orlando Zepeda, Rafael Humberto Larios, Carlos Camilo Hernández, Nelson Iván López, Joaquín Arnoldo Cerna, Inocente Orlando Montano, Óscar Alberto León Linares y Manuel Antonio Ermenegildo Rivas Mejía. 

La audiencia comenzó el miércoles 13 de noviembre. En su segundo día, tanto la Fiscalía como la querella solicitaron arresto domiciliario para cinco exmilitares acusados de participar en los asesinatos. El 18 de noviembre, el Juzgado Segundo de Instrucción de San Salvador envió a juicio a los 11 acusados por los delitos de asesinato, fraude procesal y encubrimiento. La decisión incluye órdenes de captura y solicitudes de difusión roja contra Cristiani, Parker y tres de los militares implicados: Cerna, Zepeda y Bustillo.

El vicerrector de la UCA, Omar Serrano, expresó su esperanza de que, tras décadas de impunidad, finalmente se haga justicia. Según Serrano, esclarecer este caso no solo reivindica a las víctimas, sino que sienta un precedente para otros crímenes ocurridos durante el conflicto armado. “Eso es lo que la UCA aspira, para este y para todos los crímenes que se dieron durante el conflicto armado. En un ambiente de crispación política como el que vive El Salvador, es raro que cada vez que celebramos a los mártires se haga ruido del caso, pero históricamente no ha avanzado nunca”. 

En 2021, el fiscal general Rodolfo Delgado, impuesto en ese momento, presentó un amparo ante la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia para reabrir el caso. Sin embargo, en un sistema judicial sin independencia, Serrano instó a evitar la politización y pidió que los responsables sean juzgados con rigor. 

“Que se respete el debido proceso, que se juzgue conforme a ley y que se determine responsabilidades. Lo que la UCA deja claro es que no pide ninguna indemnización patrimonial. Exigimos una reparación moral, que se les ponga en el lugar que merecen los mártires y que se desdiga todo lo que se dijo de ellos antes de matarlos”, agregó. 

En 2020, la Audiencia Nacional de España condenó al excoronel y exviceministro de seguridad pública, Inocente Orlando Montano, a 133 años de prisión como coautor intelectual del asesinato de los cinco sacerdotes españoles. Montano fue extraditado desde Estados Unidos a España en 2017 para enfrentar estas acusaciones. 

En contraste, en El Salvador, el coronel Alfredo Benavides y el teniente René Yusshy Mendoza fueron condenados en 1991 a 30 años de prisión por la masacre. Sin embargo, la Ley de Amnistía, aprobada tras los Acuerdos de Paz de 1993, absolvió a militares, exfuncionarios y exguerrilleros acusados de crímenes de guerra, permitiendo su liberación. 

En 2016, la Sala de lo Constitucional declaró inconstitucional la Ley de Amnistía, reconociendo que violaba los derechos de las víctimas al acceso a la justicia y a la protección judicial. A pesar de ello, la impunidad persiste, pero la UCA mantiene vivo el caso a través de la memoria. 

En el Centro Cultural Monseñor Romero, un altar con los rostros de los mártires de la UCA recuerda su legado. Estos altares, junto a otros que conmemoran víctimas de la guerra, son una respuesta al olvido promovido por el oficialismo. 

“Si nos quitan la memoria, no sabes dónde estás, y si no sabes dónde estás, no sabes a dónde quieres ir”, reflexiona el padre Rodolfo Cardenal. Preservar la memoria, asegura, es esencial para la justicia y la defensa de los derechos humanos. 

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