Desperté el 24 de agosto y el ruido molesto de los motores de los buses me hizo creer que el caos al fin había terminado. Podía escuchar tacones. Era mi vecina a quien había visto en más de una ocasión en su andar apresurado por la acera, —clac, clac, clac— yendo de prisa nuevamente a su trabajo. Escuchaba desde la pequeña entrada de mi casa los buenos días entre algunas personas en la calle, hablaban casi con un tácito alivio de ser (todavía) sobrevivientes del virus. Vigilaba cómo mi ciudad, que hasta el día anterior dormía, despertaba luego de 164 días llenos de incertidumbre.
Santa Ana, a quienes muchos conocen como la Ciudad Morena, tiene 270,413 habitantes. Estoy segura de que todos disfrutan comer panes chucos tanto como yo. De hecho, en 2019 hubo un festival en el Centro Histórico con los vendedores de los mejores panes de la ciudad para comer cuantos pudieran sin importar la aglomeración. Cosas que ahora con el Covid-19 son impensables. Desde hace más de 400 años, se celebraban en Santa Ana las fiestas julias en honor a la Señora Santa Ana. El año pasado, muchos santanecos recorrían las calles siguiendo el desfile del correo, otros veían desde sus ventanas y se les notaba impacientes por descifrar cuál de todas las carrozas era la más creativa. Niñas con sonrisas de oreja a oreja tiraban dulces mientras la gente se enfrentaba por atraparlos. Este año se festejó con misas y conciertos virtuales, como ya se nos hizo costumbre.
26 de agosto
El primer día que salí, después de meses encerrada en mi casa, casi olvido mi mascarilla. Regresé en busca de ella y me fui. Me sorprendí por todo. Por quienes no utilizaban tapabocas; quienes casi se bañaban rociando alcohol, por los grupos de amigos caminando por la calle, los señores limpiando las calles; las personas en las paradas de buses; por las cosas que parecían no haber cambiado.
Los vendedores con sus productos coloridos: las frutas, los lentes de sol y gorras. Los ancianos, obligados a salir a vender para poder generar ingresos, muchos de ellos sosteniendo una caja de mascarillas KN95.
Caminé sobre la Avenida Independencia Sur, una de las principales avenidas de Santa Ana, esa que sirve como referencia de ubicación para los santanecos y a quienes visitan la ciudad. A la mitad del camino está la parada de buses frente al Colegio Bautista, donde estudié durante 11 años. Es muy conocido por sus 101 años de funcionamiento. En temporada de clases, hay mucha gente caminando por la acera o esperando para tomar el bus. Este sábado 26 de agosto, no había una sola persona en la parada.
A unos diez metros más adelante, frente a la entrada del colegio, estaba la señora que vende tortas. La he visto ahí desde que tengo memoria. Ella, con su cabello oscuro recogido y su mascarilla mal puesta, parecía desanimada. Las aceras estaban muy vacías. Demasiado para alguien que cuenta con el flujo de estudiantes para ganar dinero. El colegio permanece cerrado y no se sabe cuándo iniciarán clases presenciales.
Caminé seis cuadras más hasta llegar al centro de la ciudad y me encontré con un escenario totalmente diferente. A mi lado izquierdo, frente al Pollo Campero, maniquíes posaban afuera de los establecimientos con camisas de colores, acompañados de vendedores. Escuchaba una mezcla de sonidos, entre el reggaetón, la salsa, la cumbia, el motor de los buses y el murmullo de la gente. Todo aquel ruido era engañoso. Le decía a mis oídos que el tono de la ciudad era el mismo de antes. Pero mis ojos me decían otra cosa: las mascarillas, muchas veces mal puestas, me recordaban que estamos en medio de una pandemia.
30 de agosto
El Centro Histórico de Santa Ana esta vez se veía distinto. El parque Libertad está rodeado de láminas que indican que lo están remodelando. Obstaculizan la vista al teatro y la catedral. Antes de la pandemia, antes de las láminas, ahí se encontraban vendedores informales. Al rodear el parque encontré a los comerciantes que venden pupusas, atol chuco, elotes locos, panes chucos y yuca. Estaban a un costado del teatro, bajo sus enormes sombrillas. La mayoría de ellos utilizando mascarilla, pero sin guardar distanciamiento social. Más adelante, estaba el señor de los sorbetes, con su carretón que lo acompaña por todas partes de la ciudad, cualquier santaneco seguro que lo ha visto y sabe a quién me refiero.
Las calles aledañas al parque son reflejo de que, aunque hay varias personas caminando y vendiendo, las dinámicas de la ciudad no son como antes. Delatan que la mayoría de quienes han tomado la decisión de salir son comerciantes. Ellos fueron los más afectados por las medidas sanitarias. La Organización Internacional del Trabajo (OIT), en su informe COVID-19 y el Mundo del Trabajo: Punto de partida, respuesta y desafíos en El Salvador, afirma que un 68.4% de las personas ocupadas en el país tienen un empleo informal. Cuando empezó la cuarentena, la mayoría perdieron sus vías para obtener ingresos. Ahora son quienes están obligados a salir.
Una imagen clásica de la catedral son niños jugando a alimentar con maicillo a los cientos de palomas que adornan su fachada. Ahora no había nadie afuera. Entré a la iglesia. Limpié mis tenis en unas alfombras verdes, coloqué alcohol gel sobre mis manos. Era la primera vez que no me tomaban la temperatura antes de entrar a un lugar. Entré. En los muros de la catedral estaban pegados muchos rótulos recordando que ahí también el coronavirus puede estar presente. Las bancas cafés y enormes estaban marcadas, indicando donde sí se permite sentarse y donde no.
6 de septiembre
En el Barrio San Juan está el parque Isidro Menéndez, reconocido porque muchos ancianos pasan su tiempo de ocio ahí, jugando ajedrez, platicando o solo tomando aire. Ese día estaba acordonado con una cinta amarilla que cerraba el paso. Ahí, apoyado sobre su pequeño carro de minutas mientras terminaba de almorzar, estaba Enrique Contreras, un hombre flaco, de piel morena y una estatura aproximadamente de un metro setenta. Tenía un tapabocas de tela azul que le colgaba de las orejas pero no le cubría la boca. Me acerqué a platicar con él y me contó que, en el tiempo de la cuarentena obligatoria, pasó días desesperado por no poder ganarse unos centavos para sus alimentos, y que, ahora, con la apertura económica, su situación continúa siendo compleja.
—Ahora vendo menos, antes tenía que preparar tres marquetas de hielo, pero hoy solo traigo dos— me contó mientras con sus manos simulaba el tamaño que tienen los bloques de hielo que utiliza.
Al otro extremo del parque, vi a dos mujeres sentadas, reposando junto a sus canastas llenas de dulces, hules y ganchos. Ana Mirian Rivera es una mujer de 65 años y de aproximadamente un metro cincuenta, tiene manos pequeñas y una voz dulce. No tiene a nadie que la apoye económicamente, pero asegura que su fe en Dios la hace sentirse acompañada. Con una sonrisa de oreja a oreja me contó que está feliz de tener la posibilidad de salir de nuevo.
—Yo me siento como que soy una pajarita que ha estado enjaulada, encerrada que no hallaba qué hacer— contó mientras observaba alrededor, emocionada de poder salir de su casa.
Junto a ella estaba María Salazar, de piel morena y a quien sus cabellos blancos le delatan sus 75 años. Me dijo que, en el tiempo de la cuarentena obligatoria, se le hacía imposible salir a ganarse sus centavos. Ahora que ya puede hacerlo, tiene temor.
—Ahora con la reapertura ha sido un problema porque no la han ido graduando, ha sido más el peligro de enfermarse con esta cosa tan repentina porque está más expuesto uno— me contó entre risas nerviosas porque no tenía puesto su tapabocas.
9 de septiembre
Sobre la Avenida Fray Felipe de Jesús Moraga Sur, solo una cuadra abajo del Estadio Oscar Quiteño, el Baltimore ya no estaba. Era un pequeño bar conocido en Santa Ana por la combinación de rock con las mejores empanadas de la ciudad. Tenía dos ventanales grandes y una puerta de vidrio que dejaban ver los colores cálidos en su interior . La perfecta combinación entre el verde y los ladrillos rojos de su fachada ya no estaban. La última vez que estuve ahí, amigos y desconocidos cantamos Gimme Tha Power de Molotov. Algunos saltaban, otros cantábamos como si fuéramos uno con la canción.
Contacté con Eduardo Castillo y Cecilia Gálvez, son pareja y su carisma refleja el buen ambiente que había en el bar. Me contaron que, por la incertidumbre de no saber cuándo iban a poder regresar al lugar y no generar ingresos por un mes, decidieron cerrar.
—Cerramos porque ya se nos hacía muy difícil seguir pagando, no podíamos ni llegar a abrir y estar ahí registrados como bar—dijo Eduardo, recordando los meses del confinamiento obligatorio.
Cecilia interrumpió —Se tomó la decisión porque era el tiempo en el que comenzaban a aplazar las fases, la fase 1 sigue, la fase 1 sigue —repetía—, entonces no sabíamos hasta cuando nos iba a tocar pagar alquiler sin usarlo, lo más factible en ese momento, que fue duro, fue cerrar el local— dijo con una sonrisa casi rectilínea.
El Baltimore fue reemplazado con una clínica dental. En su fachada aún estaban las marcas del letrero de aquel bar. Lo rescatable de la pérdida es que no cayeron del todo debido a la crisis económica y continúan vendiendo a domicilio las deliciosas empanadas.
En el departamento de Santa Ana, según la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples publicada en 2019 por la Digestyc, el nivel de pobreza es de 23.1 %, de estos el 18.1 % de hogares vive en condiciones de pobreza relativa y el 5 % de hogares vive en condiciones de pobreza extrema.
El Liceo San Luis, otro de los centros educativos insignia de la ciudad, se encuentra dos cuadras al Sur de donde era el Baltimore. Es un colegio privado y por tanto ya es necesario cierto poder adquisitivo para que tus hijos estudien ahí. Una señora de cabello blanco estaba sentada sobre un pequeño muro de piedras que adorna la entrada principal del colegio. Veía encorvada. A su lado, tenía una bolsa negra y pequeña y en sus manos sostenía una tela blanca que casi rozaba el suelo. Ese símbolo de auxilio, de hambre sigue todavía vigente después de la reapertura.
12 de septiembre
La nueva normalidad trajo consigo no solo salir a la calle libremente, poder ir a trabajar, sino que también la posibilidad de algo que muchos ansiaban después de meses de no ver a nadie más que a tu núcleo familiar, si tenías suerte: salir de paseo.
El restaurante al que fui con mi familia tomaba medidas. El muchacho de la entrada me tomó la temperatura. Me dejó pasar sin revisar cuánto marcaba la pistola. No era la primera vez que me pasaba, en el supermercado tampoco se aseguran, ahora la gente la toma de forma sistemática, como si fueran robots. Sin embargo, en la mayoría de los lugares donde he ido, es requisito para entrar. Estábamos en el segundo piso de un muelle abierto, desde ahí se veían las personas del muelle aledaño. Había tanta gente, que me daba intranquilidad quitarme el tapabocas. A pesar de la vista espectacular pensaba que quizá habría sido mejor quedarme en casa. El menú no se escaneaba en las mesas con la cámara del celular, como en otros restaurantes de la ciudad. Las mascarillas solo se podían quitar mientras comíamos y para ir al baño había que volverlas a poner. Los que no utilizaban mascarillas me parecían extraños, sentía indignación pero, ¿quien me mandaba a andar saliendo en medio de una pandemia?
18 de septiembre
El viernes 18 de septiembre por la noche fui a Inna Jammin, un restaurante reconocido en Santa Ana por su pizza artesanal. Ahí estaban Luis Martínez y Michelle Urbina, unos artistas de la ciudad. Estaban tocando por primera vez luego de casi seis meses en confinamiento. Pero en el lugar había sólo alrededor de 25 personas comiendo y escuchándolos cantar. Antes de la pandemia tocaban en lugares con hasta 100 personas.
—Una desventaja es el temor que siempre existe a infectarnos, no saber si el lugar cumple con las medidas respectivas, muchas veces la gente no usa las mascarillas, el alcohol gel, las mesas a veces no están en el esparcimiento que deberían de estar.— contó Luis sobre su experiencia en este primer mes de reactivación económica como artista.
Antes de la pandemia el lugar cerraba a las 10, pero ese día cerraron a las 8. Santa Ana a esa hora se veía desierta; nunca se habían visto demasiadas personas en la noche, pero esta vez parecía que los santanecos estaban escondidos. Las luces de Metrocentro que le dan color a la ciudad de noche, también estaban apagadas. Como si todo el mundo hubiera desaparecido. La ciudad despertó, aunque ya no es como antes.