El municipio de San Martín, al oriente de la capital salvadoreña, tiene una de las pocas Unidades de Salud Especializadas que existen en el país. Los especialistas médicos que aquí hay son solo un sueño para otras unidades: ginecología, psicología, pediatría, traumatología. Y a pesar de eso, muchos residentes de San Martín –entre ellos habitantes de la Comunidad Santa María, ubicada del otro lado de la calle de la unidad– optan por ir a clínicas fuera del municipio. Por ejemplo, al municipio vecino de Ilopango o incluso al Centro Histórico de San Salvador, a cuarenta minutos de San Martín en bus. Pese a tener números rojos en embarazos precoces y otros indicadores, en San Martín tener acceso a servicios de salud básicos –como una consulta prenatal, obtención de condones y parir– es una batalla diaria contra los altos índices de violencia.
Desde 2012, en El Salvador existe una Política Nacional de Salud Sexual y Reproductiva que, en papel, establece cómo garantizar el acceso a servicios de salud de esta naturaleza. En la práctica, es la dinámica entre pandillas la que determina el acceso a salud y no las necesidades de sus pobladores. En la unidad se documentaron 187 menores de edad embarazadas en 2017. De ellas, 16 tenían entre 10 y 14 años de edad. San Martín es uno de los municipios priorizados dentro de la Estrategia Nacional Intersectorial de Prevención del Embarazo en Niñas y Adolescentes, elaborada en conjunto por diferentes instituciones gubernamentales, entre ellas los ministerios de Salud y Educación y el Consejo Nacional de la Niñez y la Adolescencia. Una de las claves en la estrategia del gobierno salvadoreño es el fortalecimiento de los servicios ofrecidos en las unidades de salud. La estrategia propone mejorar la atención a poblaciones vulneradas; invertir en infraestructura y en capacitaciones técnicas; y prestar “servicios amigables” a adolescentes. Pero un prerrequisito para que esas líneas de acción surtan efecto es que los usuarios tengan acceso a los servicios de salud en las unidades.
El municipio es predominantemente urbano, densamente poblado y, sobre todo, muy violento. En 2017 se cometieron 94 homicidios por cada 100,000 habitantes, bastante por encima del promedio nacional de 60 homicidios por cada 100,000 habitantes y mucho más arriba aún de lo que parámetros internacionales consideran una epidemia de muertes violentas: 10 por cada 100,000 habitantes.
San Martín fue uno de los 25 municipios intervenidos por el Plan El Salvador Seguro (PESS), pero aún se mantiene entre los diez municipios más violentos del país en 2018, según la mesa tripartita integrada por la Fiscalía General de la República (FGR), el Instituto de Medicina Legal (IML) y la Policía Nacional Civil (PNC).
Reglas básicas de subsistencia
La carretera Panamericana –una de las principales vías terrestres del país– atraviesa el municipio de este a oeste y lo divide en dos grandes mitades. Los asentamientos urbanos se desparraman hacia ambos lados de la carretera. Aunque cantones rurales cubren casi todo el departamento, la mayor parte de la población se concentra en el casco urbano, las residenciales y las comunidades a lo largo de la carretera. Esa saturación se hace evidente en las calles congestionadas, en el mercado municipal desbordado y rodeado de puestos de ventas informales y en el hacinamiento dentro de los 13 asentamientos precarios del municipio.
El municipio está dividido oficialmente en ocho cantones y 37 caseríos. Pero, como en la mayoría de municipios salvadoreños, esa no es la división que les importa a los residentes de San Martín. La cartografía no oficial es la que traza las fronteras internas que delimitan zonas repartidas entre la Mara Salvatrucha y las dos facciones del Barrio 18. Son estas fronteras las que, en realidad, determinan cómo se mueve y organiza la rutina de los habitantes de San Martín.
La dinámica de sectorización por pandillas no es exclusiva de San Martín: existe en colonias populares de la mayoría de municipios del país. Si alguien vive en la zona de una pandilla –incluso sin estar relacionado directamente con ella– cuenta automáticamente como enemigo de la pandilla contraria. Cruzar a zonas “contrarias” puede significar la muerte.
Las divisiones establecidas a fuego por la pandilla pueden ser por cantones, por colonias, por lotificaciones. También pueden ser aparentemente aleatorias. El casco urbano de San Martín, por ejemplo, está casi completamente controlado por el Barrio 18, pero zonas aledañas como el Proyecto Santa Teresa al norte y la Comunidad Santa María al oeste están dominadas por la MS13. La carretera de Oro delimita el casco urbano hacia el sur y, junto a la Escuela Jorge Lardé, sirve como frontera entre la comunidad Santa María y La Anémona, territorio del Barrio 18.
La Unidad de Salud Especializada de San Martín queda al sur de la carretera de Oro, zona bajo el yugo del Barrio 18. Los especialistas que trabajan en la unidad visitan además cada uno de los cinco ECOS (Equipos Comunitarios de Salud) básicos distribuidos en los cantones del municipio una vez al mes. En 2013, se inauguró una sede de Ciudad Mujer en las afueras de San Martín, una iniciativa del Gobierno que ofrece servicios de distintas instituciones del Estado exclusivamente a mujeres, entre ellos servicios de salud sexual y reproductiva.
El Dr. Orlando Rubio, director de la unidad de salud, se emociona al nombrar los servicios de salud sexual y reproductiva que se ofrecen en la clínica: «Se tienen métodos anticonceptivos: pastillas, inyecciones, el DIU y el implante de tres años. Todos los servicios que se prestan en establecimientos de salud son gratis. Condones masculinos, femeninos. También se ofrecen diversos servicios a los pacientes con enfermedades de transmisión sexual», dice Rubio, quien se enorgullece especialmente cuando habla de las pruebas de VIH que realizan en convenio con la Asociación Entre Amigos, una organización que promueve los derechos para personas LGBTI (Lesbianas, Gais, Bisexuales, Transexuales, Transgénero, Travesti e Intersexuales). “No se discrimina a nadie en este establecimiento”, nos dice. “Aquí se respeta la integridad y la privacidad”, añade.
La unidad parece ser ejemplar en materia de servicios de salud sexual y reproductiva. Sin embargo, los ánimos del director decaen cuando preguntamos si toda la gente en el municipio llega a la unidad. Lamenta que no todos los habitantes de San Martín tienen acceso a la clínica debido a la sectorización por pandillas. Mucha gente que vive en comunidades emeese, como la Monseñor Romero, la Milagro de Dios y la Santa María –esta última, ubicada al otro lado de la calle, apenas a 200 metros de la unidad– opta por ir a otras clínicas fuera de San Martín para acceder a servicios de salud, como, por ejemplo, en los municipios de Ilopango, Santa Lucía o incluso al Centro Histórico de San Salvador.
Arriesgar la vida
Es mitad de la semana, poco antes del mediodía, y San Martín ebulle. Las calles principales del municipio están repletas de carros, vendedores informales y transeúntes. Es marzo y el calor es insoportable. La clínica, un laberinto de pasillos y pequeños jardines, se mantiene fresca por dentro. Dos o tres pacientes por consultorio esperan por su cita. Vendedores de agua y comida deambulan por los pasillos casi vacíos. Pero detrás de la aparente tranquilidad hay tensión: según empleados de la unidad de salud, algunos vendedores –e incluso pacientes– sirven de “postes”. Es decir, fungen como vigilantes e informantes para la pandilla Barrio 18.
Dos jóvenes en uniforme escolar esperan en las bancas fuera de uno de los consultorios de la Unidad. Están en la clínica investigando para un trabajo de la escuela junto a sus compañeros. Uno de ellos se ríe cuando les pregunto si hacen uso de los servicios de salud sexual y reproductiva de la unidad, pero admite que usa los condones que el MINSAL pone a su disposición. Se los pide al promotor de salud que llega a su colonia. Esto ocurre, según dice, en parte porque le tiene confianza; y en parte porque la Unidad le queda demasiado lejos.
Su compañero de clases es tímido. Solo se anima después de ver a su amigo hablar con naturalidad. Cuenta que no es sexualmente activo, pero que si lo fuera, no iría a la unidad de salud a traer condones, porque vive en territorio emeese. Cuando pasa consulta médica, va al Fondo Solidario para la Salud (FOSALUD) en el municipio vecino de San Pedro Perulapán, a ocho kilómetros del casco de San Martín. “Si uno no puede ir a la más cercana, así toca. Yo solo por eso no iría a arriesgar mi vida”, opina.
Quienes también deben arriesgarse al moverse en ciertos territorios son los promotores de salud y el personal de enfermería. Ellos juegan un papel clave en el acceso a salud sexual y reproductiva en comunidades rurales: proporcionan información sobre educación sexual, reparten anticonceptivos y monitorean embarazos. Todos los días, para atender a su población asignada, tienen que moverse a pie fuera del resguardo de la clínica.
Francisco, promotor de la unidad de San Martín, explica que si un promotor proviene del municipio, su coordinador busca asignarlo a la zona en la que vive. Dice que en su trabajo, tener la confianza de la comunidad es importante y si ya lo conocen, es más fácil ganársela. Además, es más seguro no tener que salir de su propia zona.
Sean o no de la comunidad, los promotores en San Martín no inician su trabajo sin que su supervisor los presente oficialmente ante los usuarios en una asamblea comunal. Para los promotores que viven en la comunidad que les asignan, como Francisco, la presentación es poco más que una formalidad. Los vecinos ya lo conocían. Los pandilleros también. De hecho, algunos pandilleros lo conocen desde la escuela. Quizá por eso le tienen tanta confianza: han conseguido su número de teléfono celular y, cuando necesitan preservativos, lo contactan directamente. Además de tener que visitar ocho casas por día, Francisco trabaja a pedido de los pandilleros.
A pesar de esta dinámica, él insiste en que no se están aprovechando de él. Dice que dar servicios de salud sexual y reproductiva es su deber, y los pandilleros y sus parejas también son usuarios. Eso sí, tiene que hacerlo con cuidado: “Muchas veces piden que les ponga métodos de planificación familiar a sus mujeres, pero como tienen varias, ellos quieren que las vayamos a buscar”, explica. “Eso es un gran peso, porque depositan la confianza en uno”, explica. Confían en que Francisco no va a delatar a los pandilleros ante sus múltiples parejas. “Casi todas son menores de edad. Tienen de 12 a 19 años”, dice. Este promotor está consciente de que, debido a su edad, la mayoría de ellas no puede consentir a una relación. Sin embargo, dice que no se atrevería a denunciarlos.
A veces los coordinadores no consiguen asignar a los promotores a su misma zona de residencia. Luis, otro promotor, trabajaba en la colonia Santa Gertrudis. En 2016, un pandillero interceptó a Luis en un callejón de la colonia, donde llevaba tres años trabajando sin problema. Le dijo que ya no llegara más porque vivía en «zona contraria». “La colonia de enfrente”, puntualiza. Luis no se sintió apoyado por sus superiores, que querían que se mantuviera en la zona. Tras insistir a la Dirección de la Región Metropolitana del MINSAL, buscaron a un promotor de la misma zona para que cubriera las 17 comunidades que Luis tuvo que abandonar. Al hablar sobre esta situación, Luis lamenta que los coordinadores no viven lo que los promotores viven a diario. «Nos arriesgamos todos los días”, enfatiza.
El 20 de julio de ese año, la enfermera Marta Isabel Hernández fue asesinada cuando volvía a su casa en el cantón El Mojón. Todo el personal de la unidad y de los ECOS paró actividades el día después del homicidio en protesta por las condiciones de inseguridad bajo las que trabajan.
El doctor Orlando Rubio es el director de la Unidad de Salud de San Martín desde 2014. Él asegura que comprende los riesgos que corre el personal de salud que se mueve en el territorio: “Si hay lugar a los que no se puede acceder, tengo que cuidar a mi personal. Yo no obligo a nadie a salir”, explica Rubio, quien además afirma que monitorea personalmente a los empleados de la unidad que están en el terreno: “De aquí nadie sale sin que el director lo sepa. Yo sé dónde está cada recurso. Si veo que no ha venido, yo lo voy a buscar”, agrega.
En mayo de 2017, la ministra de Salud, Violeta Menjívar, sostuvo que garantizar la seguridad de los promotores es importante, pero que parar labores no es una opción. “Los delincuentes no nos pueden sacar de los territorios”, afirmó.
Sin embargo, ya hay comunidades a las que los promotores no pueden entrar. Entre ellas se encuentra la Lotificación Santa Teresa, controlada por la Mara Salvatrucha. Desde la unidad se intenta acceder a esa zona varias veces al año, pero con menor regularidad que al resto del territorio. Los promotores van en grupos grandes como campañas de salud. Para entrar buscan a alguna figura de autoridad dentro de la comunidad: líderes comunitarios, promotores sociales, integrantes de las Asociaciones de Desarrollo Social Comunitario (ADESCO). Ellos coordinan la entrada y les explican cómo entrar. Si el ambiente en la comunidad no es apropiado, les avisan que no lleguen.
La situación es compleja para todos: los coordinadores no pueden arriesgar la vida del personal de salud, pero tampoco pueden dejar a la población sin atención, en especial a las embarazadas que necesitan seguimiento constante. Luis trabaja con siete embarazadas de las que se mantiene pendiente en su zona. Cuatro de ellas son menores de edad; una de apenas diez años de edad.
El doctor Roberto Rodríguez, ginecólogo de la Unidad de Salud de San Martín, también trata a muchas niñas y adolescentes. “El principal problema de salud que tenemos en ginecología es el embarazo adolescente. De cada diez embarazadas que me vienen, cinco o seis son menores de 19 años”. Es decir: el cincuenta por ciento o más.
En El Salvador, tener relaciones sexuales con una menor de 15 años es un delito –violación– bajo cualquier circunstancia. Cuando un médico o promotor se encuentra con una embarazada menor de 15 está obligado a reportar el caso a las autoridades y tiene dos opciones: puede reportarlo directamente al sistema penal, a la Fiscalía General de la República o a la Policía Nacional Civil. O puede alertar a las Juntas de Protección del Consejo Nacional de la Niñez y Adolescencia (CONNA). En el segundo caso, el CONNA investiga y se encarga de pasar la información a la Fiscalía.
El doctor Rodríguez elige informar al CONNA, en parte por la misma razón por la cual Francisco no se atreve a denunciar: “Ellas ni siquiera saben que hacemos ese reporte. Imaginate es la pareja de un pandillero y lo van a meter preso por violación, [él] va a decir que el médico que le hizo la inscripción fue el que ‘le puso el dedo’”, explica Rodríguez.
Según Ana Madaly Sánchez, jefa del Departamento de Políticas y Planes Nacionales y Locales del CONNA, la opción de alertar a las Juntas de Protección existe para casos en los cuales el agresor es un miembro de la familia nuclear. Si la víctima se encuentra en peligro inmediato dentro de su hogar, las Juntas pueden actuar rápidamente y sacarla de la casa donde está siendo abusada.
En municipios controlados por pandillas, como San Martín, el protocolo provee un beneficio inesperado: no solo protege a la víctima; protege también a los médicos. “Aquí entran dos cosas: la parte legal que es el proceso y la parte no legal que es el riesgo social donde vivimos”, explica Rodríguez. “Porque van a saber que vos hiciste la denuncia y si quien violó a la menor fue alguien de muy mala vida, te estás jugando el pellejo”, añade.
La Estrategia Nacional Intersectorial de Prevención apenas menciona explícitamente la violencia por pandillas. Al hablar de violencia sexual, no se distingue entre victimarios. Sánchez explica que independientemente de quién la genera, toda violencia proviene de los mismos patrones culturales sexistas que cosifican a las mujeres, niñas y adolescentes. Aclara también que la mayoría de violaciones a niñas y adolescentes es perpetrada por familiares o personas cercanas a la familia.
Las barreras del componente educativo
Aunque El Salvador todavía no cuenta con una política de educación sexual, tanto la Política de Salud Sexual y Reproductiva como la Estrategia Nacional Intersectorial de Prevención de Embarazos tienen un componente educativo. Todo el personal de la unidad de salud de San Martín entrevistado coincidió en que la falta de información y educación sexual adecuada es una de las principales barreras para la erradicación del fenómeno.
En 2015 había en San Martín 18 mil 204 alumnos. Más del 80% de ellos estudia en los 28 centros escolares públicos del municipio. La Unidad de Salud de San Martín cuenta con una educadora para la salud para todo el municipio. Ella imparte talleres de prevención de embarazo y de violencia en los institutos públicos urbanos y el personal de los ECOS. Una sola educadora para uno de los municipios más densamente poblados del país.
El Ministerio de Educación (MINED) incluye la educación integral de la sexualidad en su currículo en las materias de Ciencias desde cuarto grado; y la materia Orientación a la Vida a partir de Primer año de Bachillerato. Qué material se imparte y cómo se imparte depende en buena medida de los docentes.
El doctor Rodríguez considera que la educación sexual en las escuelas públicas se centra demasiado en lo anatómico y deja de lado la prevención del embarazo y de infecciones de transmisión sexual (ITS). O sea: les enseñan cómo funciona su cuerpo, pero no qué le puede ocurrir al tener relaciones sexuales. La directora de un instituto nacional –que pidió no ser identificada– coincide con Rodríguez. Ella sostiene que los maestros explican el sistema reproductor, pero deciden personalmente si profundizan en otros temas. Que los adolescentes tengan una información más integral depende, entonces, de si el profesor quiere hacerlo.
Actualmente, no existe una política de educación sexual que garantice información más allá de lo anatómico. La Ley de Protección Integral de la Niñez y Adolescencia (LEPINA) exige “educación sexual integral para la niñez y adolescencia”, pero no describe en qué consiste esta educación.
“Si quiero dar una clase sobre infecciones de transmisión sexual o anticonceptivos en un sexto grado, me matan en la escuela. Me satanizan”, lamenta el ginecólogo. “Me dicen que cómo le voy a hablar a unas niñas de 12, 13 años de edad [acerca] de ITS, cuando ellas no deberían saber esas cosas. Desde ahí tenés un problema”, explica.
Para la directora, 12 o 13 años de edad es demasiado pronto para aprender de métodos de protección: “A nivel de octavo grado sí se les puede hablar de los métodos anticonceptivos. Pero a los más chiquitos solamente quizás las consecuencias que tendrían si estuvieran en esas situaciones”, afirma. En esa escuela hubo en 2017 tres niñas menores de 13 años que quedaron embarazadas. Habrían aprendido cómo protegerse y evitar embarazos años después de dar a luz. Sin embargo, la directora se justifica: “Los papás no están preparados para eso”, explica y además afirma que ya le han reclamado por “ensuciar la mente” de sus hijos antes de tiempo, de “orientarlos” a tener relaciones sexuales.
Un estudio del MINSAL y del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) de 2016 sobre las consecuencias de la maternidad en niñas y adolescentes reportó que el 80 % de las madres adolescentes encuestadas dejó la escuela antes de dar a luz y que menos de un cuarto de ellas volvió. La mayoría consiguió apenas terminar educación básica.
Es algo que parece obvio: si una alumna se embaraza, deja la escuela. El embarazo y las uniones tempranas son las principales causas de deserción escolar en niñas y adolescentes. Lo que no parece obvio es que la dinámica también funciona al revés: las alumnas que desertan se embarazan con mayor frecuencia que las que estudian. El 60 % de las adolescentes mayores de 15 años que tuvieron hijos ya habían dejado de estudiar antes de embarazarse. El CONNA plantea, a partir de estos resultados, que permanecer en la escuela puede ser un factor protector para las niñas y adolescentes ante el embarazo.
La directora no sabe si hubo otras adolescentes embarazadas entre los 250 alumnos que abandonaron la escuela entre 2016 y 2017. Muchos de los alumnos que dejaron el instituto vivían en una comunidad cercana a la escuela y fueron amenazados por pandilleros. «Les dijeron que si se atrevían a seguir yendo, los iban a matar», cuenta un maestro de la escuela. Otras razones predominantes de deserción escolar, según el MINED, son la falta de valoración de la educación y las situaciones económicas precarias dentro de la familia. Independientemente del motivo, las niñas y adolescentes dentro de los 250 alumnos y alumnas que dejaron de estudiar se volvieron más vulnerables al embarazo, según los análisis que ha efectuado el CONNA.
Las tres niñas madres del instituto sí estaban inscritas y asistían a clases cuando quedaron embarazadas y dejaron la escuela antes de dar a luz. Dos de ellas fueron abusadas por hombres adultos. La tercera joven madre quedó embarazada al tener relaciones con su novio. Ninguna de ellas había decidido ser madre. Ninguna superó el séptimo grado.
La directora no recuerda si las niñas tenían 13 o 12 años al momento del embarazo. De cualquier manera, no podían consentir a una relación sexual porque eran menores de 15 años de edad. La directora considera que ante casos como esos, de violencia sexual, se necesita más que educación sexual, para reconocer las situaciones de violencia y aprender cómo denunciarlas, cómo generar atención psicológica para las víctimas de violencia sexual. La Estrategia Nacional de Prevención de Embarazos en Niñas y Adolescentes contempla el acompañamiento psicológico de jóvenes embarazadas o víctimas de violencia sexual, aunque no especifica desde qué instituciones se debe proveer la atención.
Siete años atrás, estudiantes de Psicología de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) llegaban regularmente a San Martín y atendían a los niños del instituto. Dejaron de llegar en el año 2011, cuando la zona comenzó a ponerse cada vez más peligrosa. Ahora, si los niños necesitan hablar con un adulto de confianza, se dirigen a los profesores, incluso a la directora. Los padres hacen lo mismo. Los casos de embarazo en las tres estudiantes de séptimo grado los manejó ella personalmente, hablando con las alumnas y las madres.
La Estrategia Nacional y la Política de Salud Sexual y Reproductiva plantean a los padres de familia como los mejores proveedores de información sobre sexualidad. Sin embargo, los padres se ven abrumados porque se enfrentan a problemas que ellos mismos no comprenden, y acuden al personal del centro escolar para dar sentido a las situaciones en las que se encuentran sus hijos. Una madre de familia, por ejemplo, no sabía cómo reaccionar cuando su hijo comenzó a ponerse sus vestidos, y pidió consejo a la directora. El problema es que la directora tampoco sabía qué podía significar eso y optó por decirle que aquello no era normal y que debía parar. Ella enfrenta grandes dificultades para responder esas preguntas y, al igual que los padres, también se siente abrumada.
Las oficinas administrativas del instituto podrían confundirse fácilmente con una bodega. El escritorio de la directora se esconde detrás de archiveros y pilas de documentos. Ahí apenas hay espacio para que otra persona se siente. El pequeño cuarto no está bien ventilado, hace calor y la directora debe limpiarse las gotas de sudor de la frente varias veces durante la conversación. Cuenta que se preocupa por varios alumnos que se encuentran en situaciones difíciles o de riesgo. Cuando puede, cita a padres de familia para hablar en días sábados. Pero no puede trabajar todos los sábados, ya que está agotada. “Tengo dos años de no tomarme vacaciones. Estoy trabajando Semana Santa, en agosto, la navidad, el 27 de diciembre hay que estar trayendo materiales…”, se queja. Su rutina es un símil de su oficina: sobrecargada, asfixiante.
Y ella no es la única exhausta entre el personal docente del instituto. Sostiene que la salud de varios de sus colegas ha decaído por el estrés y la carga laboral. “El anterior director murió de un infarto, saliendo de una reunión”, cuenta. Siente que el MINED no escucha sus reclamos. Dice que están conscientes de los problemas en el centro escolar, pero que alegan falta de presupuesto y no los resuelven.
Los funcionarios de salud y educación –como la directora y los promotores– entienden la gravedad de la falta de acceso a servicios en salud sexual y reproductiva, en especial cuando se traduce en embarazos en niñas y adolescentes. Desearían poder examinar los casos con detenimiento, pero la cantidad de usuarios a quienes ofrecen servicios no se los permite. Además, encima de los retos habituales a los que se enfrentan a la hora de cumplir con los lineamientos de las políticas y estrategias, el control y la violencia por pandillas dificulta su trabajo y el acceso a servicios para los usuarios mismos. Para los funcionarios, los pandilleros son victimarios y limitan su movimiento, pero también son estudiantes y usuarios de servicios de salud sexual y reproductiva. Los médicos y maestros tienen que ajustar todo lo que han aprendido al contexto de un municipio densamente poblado y violento, un municipio que no vive un fenómeno único en El Salvador. Y lo hacen como pueden. Francisco suspira y resume: “Así es el trabajo que uno tiene. Es un deber dar los servicios que podamos dar”.
Este artículo fue publicado originalmente en Revista Factum el 10 de octubre de 2018 como parte un proyecto ejecutado en coproducción entre Alharaca y Revista Factum y financiado por los Premios IDEA.