Por Natalia Herrera Durán
Ilustración: Silvana Perdomo
Hablar de aborto y hacerlo desde la decisión, la salud, el duelo y el cuerpo. Decir primero que en Colombia, desde el año 2006, la interrupción voluntaria del embarazo está despenalizada, en cualquier edad gestacional, cuando sea producto de una violación, esté en riesgo la salud física y mental de la madre o exista una grave malformación del feto que haga inviable su vida. Decir, también, que desde hace muy poco, desde el 22 de febrero de 2022, en este país latinoamericano se puede abortar, libremente, hasta la semana 24 de gestación. Bueno, al menos así lo ha ordenado la Corte Constitucional. Y aunque en el papel parece claro y sencillo, no suele ser así.
«Cuando me enteré de que estaba en embarazo, sentí que se me caía el mundo encima. No podía comer ni dormir. Yo dije, no, no puedo, no estoy en condiciones para ser madre. No me he graduado, apenas estoy creando mi empresa. No quería traer a una criatura a este mundo para llenarla de carencias, ¿sí me entiendes?», quien habla es Luisa Fernanda. Así decidió llamarse en este reportaje porque asegura que si da su identidad no volvería a ver a su familia. «Son muy conservadores y no entenderían mi decisión», comenta mientras camina hacia su casa en Cartagena. Tiene treinta años, termina su carrera de Derecho y asegura que esa fue la razón por la cual se enteró del fallo de la Corte Constitucional. La sentencia del pasado 22 de febrero que permite a las mujeres y personas gestantes interrumpir voluntaria y libremente su embarazo hasta la semana 24.
Era la primera vez que buscaba interrumpir un embarazo, pero sabía que no quería terminar en una clínica clandestina y arriesgar su vida. Tenía catorce semanas de gestación cuando se enteró de que estaba embarazada, porque su ciclo no es regular. Cada minuto que pasó desde que tomó la decisión de no ser madre se le hizo eterno y tortuoso. Por su tiempo de embarazo, Luisa Fernanda debía someterse a un procedimiento en una institución médica. Escogió Profamilia, una de las pocas entidades que entiende el aborto como un servicio de salud. Sin embargo, en Cartagena, solo le dieron cita de valoración para un mes después. Así que entró en un estado de desesperación que la llevó a buscar la cita más pronta en cualquier lugar del país. La encontró en Barranquilla.
«Llegué a la cita de valoración y la médica de Profamilia que me atendió me dijo que debía saber que dos días atrás había salido una sentencia de la Corte Constitucional que despenalizaba totalmente el aborto hasta las 24 semanas y que, por lo tanto, no era necesario llenar más requisitos en mi caso. Yo respiré profundo, como que una paz se me metió en el cuerpo, aunque tenía claro que podía probar que estaba en la causal de salud. Estaba devastada. Pasé sin salir de mi cuarto días y ya no quería vivir así». La fecha del procedimiento se agendó para el 9 de marzo.
El día programado llegó temprano. A su lado, cuatro mujeres más esperaban en silencio el procedimiento. «El proceso no es fácil, para mí fue horrible. El que crea que es sencillo está equivocado: te retuerce el dolor de los cólicos por las pastillas que te producen las contracciones. El frío de la sala del quirófano. Te sientes sola, sin nadie que te diga nada reconfortante. Las miradas juzgadoras de las enfermeras, el comentario de la psicóloga que te dice que si no quieres tener hijos te ligues de una vez las trompas», describe Luisa Fernanda el entorno. Pero también admite que, poco después, empezó a sentir un alivio que le devolvió de a poco su vida. Aunque pudo acceder sin tanto trámite al aborto que decidió, alcanzó a completar un mes y quince días corriendo de un lado a otro para que se lo practicaran, en un estado de profunda depresión y zozobra.
Desde entonces sigue asistiendo a terapia psicológica. Me confiesa que agradece que su amigo (con quien terminó, en una noche de tragos, teniendo sexo sin acordarse muy bien de los detalles) haya respetado su decisión de abortar, pero aún no es capaz de verlo a los ojos. El procedimiento, que costó $1.700.000 (un monto difícil de costear, que equivale a casi dos salarios mínimos legales en Colombia, cerca de US$450) lo pagaron por partes iguales, como particulares, porque Luisa Fernanda temía que, si lo hacía a través de su empresa prestadora de salud, el trámite se iba a demorar más tiempo y ninguna mujer que decide abortar quiere esperar por el impacto que esto tiene para su salud física y mental.
No tuvieron la misma suerte 52 mujeres que, entre el 22 de febrero y el 21 de abril, buscaron ayuda en La Mesa por la Vida y la Salud de las Mujeres para interrumpir sus embarazos no deseados a través del sistema público de salud, porque no tenían dinero para hacerlo en la ruta privada. Algunas de ellas ni siquiera tuvieron acceso al régimen subsidiado o contributivo de salud porque son venezolanas, con estatus migratorio irregular. Por eso, pidieron auxilio a La Mesa, una organización que desde 1998 defiende los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, en especial, la libre opción a la maternidad y la despenalización total del aborto.
«Nosotras realizamos asesoría y acompañamiento legal a las mujeres que quieren acceder a la interrupción voluntaria del embarazo y encuentran barreras de acceso en la ruta legal, que suelen ser, además, las más vulnerables. Es un servicio gratuito y especializado». Habla Carolina Triviño, abogada de La Mesa y encargada de las atenciones, y de entrada evidencia que, pese al fallo que despenalizó el aborto hasta la semana 24, en Colombia se siguen presentando trabas para que las mujeres puedan acceder al procedimiento. «Eso nos permite constatar que no hay una comunicación real de las Empresas Prestadoras de Salud (EPS), de las Instituciones Prestadoras de Salud y de todas las entidades que integran el Régimen de Seguridad Social en Salud sobre este derecho de las mujeres», recalca Carolina.
A dos meses de la sentencia, para esta organización, los obstáculos son similares a los que ya se presentaban cuando en el país solo era legal el aborto en las tres causales referidas. Además, sigue existiendo un desconocimiento general de la obligatoriedad de los fallos de la Corte Constitucional, tanto la sentencia C-355 de 2006 de las causales como la más reciente sobre el aborto libre hasta la semana 24 (la C-055 de 2022). Y esto se ve especialmente en los requisitos que médicos y profesionales de la salud imponen a las mujeres para acceder a un aborto seguro y legal, pues demoran injustificadamente el acceso a esta interrupción entre tres y cuatro semanas, cuando tiene carácter urgente y prioritario, según lo dicho por el Ministerio de Salud y la Corte Constitucional.
Los impactos emocionales y físicos que esto sigue trayendo para la vida de las mujeres son inconmensurables. «Son historias dolorosas. Una de ellas, por ejemplo, me contó que solicitó la interrupción voluntaria del embarazo por cita de medicina general en su EPS, pero el médico negó la activación del proceso y, en cambio, le dijo que empezara controles prenatales porque esa norma ‘se iba a caer’. Le indicó que debía tomar más bien una valoración psicológica. Entonces elaboramos una solicitud a la EPS para que autorizara el procedimiento en cinco días, que es el plazo que tienen por ley. La EPS respondió que era el médico tratante quien debía solicitar la interrupción y debía firmarla y sellarla, cuando basta con que active la ruta. Al final, ella pudo acceder a la interrupción con una dilación injustificada de cuatro semanas. Pusimos una queja ante la Superintendencia de Salud», expresa Carolina. Eso sucedió en Bolívar, lejos de las ciudades capitales, porque las barreras se acentúan en lugares apartados.
Algo similar le sucedió a otra mujer en Santander, un departamento al nororiente del país, donde, ante la violencia ejercida por el profesional de la salud que la atendió, terminó desistiendo del procedimiento. En el consultorio, a puerta cerrada, en un escenario donde debe primar el derecho a la intimidad y el secreto profesional, ella le pidió al médico que activara la ruta de interrupción y le confió sus argumentos para hacer la solicitud. El médico no la miró a los ojos y, al final, subió la voz para decirle con desprecio: «Pero si a usted su mamá no la abortó». Todos los que estaban afuera del consultorio se enteraron y la juzgaron. Para ella esto fue un trato indigno. Desistió por miedo a ser más discriminada, encontrar nuevas barreras de acceso y hoy atraviesa un embarazo no deseado y será obligada a una maternidad que nunca planeó, comenta Carolina.
Laura Castro, coordinadora de La Mesa por la Vida, revela otra barrera que sigue presente después del fallo de aborto libre hasta la semana 24: el uso abusivo o incorrecto de la objeción de consciencia por parte de profesionales de la salud, porque según la Corte Constitucional solo pueden negarse a realizar el procedimiento quienes lo realizan directamente y en el momento de vincularse a la institución de salud deben expresar estas razones por escrito. Todas las instituciones de salud, además, deben garantizar tener profesionales no objetores para este servicio médico, que evite que terminen remitiendo a las mujeres a otras entidades. «Tenemos el caso reciente de una mujer a quien, por ejemplo, la EPS le autorizó la interrupción, pero la institución local no se la quiso practicar y la remitió a otra ciudad. La EPS no le dio viáticos de transporte y ella no tenía el dinero para ir, además de que tenía cargas de cuidado, de hijos, que no podía dejar», detalla Laura.
A estos escenarios se suman dificultades que impactan la vida de las mujeres que deciden practicarse un aborto. Uno de los más complejos y del que poco se habla es del manejo del dolor: «A las mujeres que están en proceso de interrupción voluntaria del embarazo les administran menos medicamento, o no de forma tan efectiva, para controlar el dolor. Así como también es común que no les receten los medicamentos para inhibir la hormona que produce leche en el cuerpo y por esto muchas de ellas tienen que pasar por dolores terribles que tienen también fuertes implicaciones psicológicas», comenta Laura y reconoce que, por todo esto, las mujeres que han atendido para superar estos obstáculos quedan tan deprimidas tras el proceso que no quieren visibilizar sus historias. Solo quieren y demandan tiempo y silencio para sanar.
Las entiendo. Por años, hice lo mismo. En 2013 tuve que interrumpir un embarazo que deseábamos con mi pareja en una clínica privada y comprendí que el aborto es un procedimiento médico que cualquier mujer puede requerir, pero que por el estigma se convierte en un suplicio. Todo empezó durante una ecografía de desarrollo fetal que se hace sobre la semana doce de embarazo. Un tamizaje, dicen los médicos, para identificar los embriones sanos de los que tienen graves malformaciones. «No es apto para la vida», dijo la doctora cuando le insistí si todo andaba bien, mientras pasaba por mi panza el aparato de ultrasonido que proyectaba en la pantalla un embrión borroso. Luego vino un silencio largo en el que no sé de dónde saqué fuerzas para preguntar: «Dígame si es un caso para interrumpir legalmente el embarazo». Ella asintió y vi cómo Alfredo se escurrió por la pared, llorando sin entender. Entonces le pedí a la doctora que me ayudara a activar el proceso. No era capaz de volver a casa sin una cita.
La doctora, compasiva, alzó el teléfono y detalló mi historia médica. Esa mañana inicié un procedimiento que incluyó trámites tortuosos, como una valoración psicológica para saber si estaba suficientemente cuerda para entender lo que vendría y una revisión extra de otro médico para confirmar si mi caso clasificaba en la causal de malformación. Me hospitalizaron y un procedimiento que debía durar doce horas duró tres días. Dos médicos objetaron consciencia, y durante horas no hubo quien autorizara el medicamento abortivo. «El doctor objetó conciencia y no autorizó continuar con el misoprostol», fue lo que le explicó la enfermera a Alfredo cuando preguntó por qué nadie me atendía. Yo los miraba a todos acostada en la cama de un cuarto en el pabellón de partos, sin saber qué hacer, obnubilada. Las voces alrededor se perdían en el llanto de varios bebés recién nacidos. Alcancé a contar cinco antes de ratificar que nunca sería el mío.
Paradójicamente, pocos meses antes había escrito sobre la nociva campaña de Alejandro Ordóñez, por entonces procurador general, para prohibir el uso de misoprostol y promover que los médicos se negaran, por razones de conciencia, a practicar abortos legales. Pero esta vez se trataba de mi cuerpo y mi conciencia. El domingo en que expulsé el embrión, una enfermera se acercó a mi camilla y me preguntó: «Mamita, ¿quiere despedirse de él?». La miré y le dije con firmeza que no, atormentada por la pregunta. Pero cuando me levanté al baño, vi que no le importó, porque lo dejó intencionalmente sobre una repisa, medio envuelto en una gasa estéril, para que yo lo viera. Después vino el legrado uterino y la anestesia general, cuando hay formas mucho menos invasivas y sin riesgo. Nunca olvidaré esa madrugada ni las que siguieron después, buscando sanar los dolores del cuerpo y la mente que continuaron por meses.
A partir del más reciente fallo de la Corte Constitucional, lo que ya no debería pasar en ninguna institución prestadora de salud (aunque sigue pasando) es que las mujeres estén obligadas a justificar su decisión de abortar, hasta la semana 24 de gestación, porque esa situación las pone en permanente sospecha, como si fueran delincuentes. En Colombia, el personal de salud ha sido el principal denunciante de mujeres que acudieron al hospital, sintiéndose enfermas por un aborto, según una investigación de La Mesa por la Vida y la Salud de las Mujeres en 5.580 noticias criminales sobre el tema, registradas por la Fiscalía, entre 1998 y 2018.
«Ese doble estándar del aborto como delito y derecho enredaba todo y terminaba en la petición de explicaciones muy violentas a las mujeres. Especialmente, porque, de acuerdo con las estadísticas de Oriéntame, el 92 % de las interrupciones pasan antes de la semana doce; el 7 % pasan entre la semana trece y la veinte y solo 0,9 % pasa después de la semana veinte de gestación. Hoy vemos un auge de solicitudes de capacitación en la ruta de interrupción por parte de instituciones de salud. Nos alegra, pero demuestra que no se tomaron en serio la sentencia del año 2006 sobre las causales», aclara María Vivas, médica y directora de Oriéntame, una de las instituciones pioneras en Colombia en derechos sexuales y reproductivos.
Vivas comenta que las últimas han sido semanas intensas. El día siguiente del fallo de la Corte Constitucional, en Oriéntame madrugaron a ajustar la ruta de interrupción con el nuevo marco legal para hacer el primer aborto libre. Lo hicieron en medio del caos informativo en el que varios políticos, incluido el presidente Iván Duque, invitaron a desacatar la sentencia. «La primera traba era la desinformación y la estigmatización, alentada hasta por el presidente. De hecho, cinco semanas después de emitido el fallo, desmitificamos eso de que las mujeres acudirían en hordas a abortar. El número de interrupciones ha sido similar al de otros años. Entre el 22 de febrero y el 29 de marzo del 2021, Oriéntame realizó 1.013 interrupciones, por la sentencia C-355 de 2006, y entre el 22 de febrero y el 29 de marzo de 2022 ha realizado 1.045, por la nueva sentencia C-055», detalló Vivas.
El ambiente siguió enrarecido días después. A la Corte Constitucional llegaron amenazas contra los magistrados que despenalizaron el aborto hasta la semana 24, mediante un panfleto de las Águilas Negras, un grupo criminal que ha firmado amenazas por décadas en Colombia y del que poco o nada se sabe. Incluso, dos semanas después de la decisión, en las paredes de la sede de Oriéntame, en Bogotá, desconocidos grafitearon la palabra «asesinas». Lo mismo sucedió en las redes sociales de Causa Justa, el movimiento que agrupó a las organizaciones feministas que demandaron la despenalización total del aborto.
Un caos que evidenció la resistencia social que sigue existiendo sobre el aborto y que, de paso, negó el camino recorrido y el que falta por recorrer. «El triunfo total y absoluto, maravilloso, hubiera sido sacar el aborto como delito en el Código Penal, pero logramos mucho. Fue, además, un esfuerzo colectivo que contribuyó a su desestigmatización social», reconoce la doctora Vivas y las inéditas imágenes de decenas de jóvenes celebrando la decisión frente al edificio de la Corte Constitucional, saltando abrazadas y vistiendo sus pañuelos verdes, les dan crédito a sus palabras.
Por lo pronto, mientras el aborto legal y seguro siga enfrentando obstáculos en el sistema médico y no se aborde con seriedad una política nacional sobre la prevención del embarazo no deseado y la violencia sexual que enfrentan las niñas, el aborto clandestino seguirá siendo una realidad. En Colombia, solo durante el 2021, hubo 1.220 nacimientos en madres entre diez y catorce años, según las cifras del Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas (DANE), con un preocupante incremento del 22,2 % con relación al número de nacimientos en este grupo de edad en el 2020. Además, según los datos disponibles del instituto alemán Guttmacher, en el país se realizan alrededor de 400.000 abortos clandestinos al año. «Ese inframundo sigue generando año tras año alrededor de setenta muertes de mujeres y 100.000 atenciones urgentes registradas por complicaciones de procedimientos empíricos y uso inseguro de medicamentos abortivos», dice el médico Fidel Antonio Morales, uno de los primeros profesionales en practicar abortos legales, a partir de la sentencia de 2006.
Él, como otros profesionales de la salud física y mental, sabe que falta mucho antes de que las mujeres en Colombia puedan —podamos— vivir los duelos aplazados de los abortos que tuvimos, anulados por el silencio social, la estigmatización y los prejuicios. Abortos que la poeta estadounidense Sylvia Plath abordó con belleza en su poema «Tres mujeres»:
«Ahí está el vestido de una mujer gorda que no conozco.
Ahí está mi peine y mi cepillo. Ahí hay un vacío.
Soy tan vulnerable de repente.
Soy una herida saliendo del hospital.
Soy una herida a la que permiten marchar.
Dejo atrás mi salud. Dejo a alguien
que quería adherirse a mí: desahogo sus dedos como vendajes:
me voy».
*Este reportaje hace parte de #HablemosDelAborto, una una conversación digital sobre los efectos sociales de la criminalización del aborto en algunos países de Latinoamérica, así como la urgencia de despenalizar, no solo jurídica sino en entornos cotidianos. Es organizada por Mutante, en alianza con El Espectador en Colombia; GK, en Ecuador; Alharaca, en El Salvador; y Periodistas de a Pie, en México.