Recorrido 2: Episodio 4 — El poema

27/06/2022

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Patricia Morales, una sobreviviente de la masacre ocurrida el 30 de marzo de 1980 durante el funeral de monseñor Óscar Arnulfo Romero, comparte un poema que escribió poco después de ese día. El poema lo entregó a una amiga que se iba del país porque era muy peligroso tenerlo consigo. Años después regresó a sus manos.


Escuchá el episodio 4



Este episodio es parte del proyecto «Ciudad Perdida: el funeral de monseño Romero«, que fue diseñado originalmente como un recorrido en audio geolocalizado. Es decir, son audios que están pensados para que los escuchés en lugares específicos que están conectados a los eventos que narran.

Para hacerlo lo más accesible posible también lo estamos publicando como mapa virtual, como un podcast, y sus respectivas transcripciones.

Por ello, a veces los audios te darán indicaciones hacia dónde debes dirigir tu mirada. En esos momentos, si no estás en el centro histórico de San Salvador, observa las fotografías en el mapa, recuerda visitas pasadas o imagínate el lugar. Te recomendamos utilizar audífonos y buscar un lugar con pocos ruidos.


Leé la transcripción del episodio



En este episodio compartimos un poema que Patricia Morales Tijerino escribió días después del funeral de monseñor Romero.

““Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la Ley de Dios que dice: NO MATAR” —Monseñor Óscar Arnulfo Romero, 23 de marzo de 1980.


Patricia Morales: Sucedió un Domingo de Ramos. Voy a contar una historia, algo que pasó de verdad. Todavía vive en mi memoria lo sucedido en Catedral. En Catedral comenzó su jornada en Catedral. Alzó su voz. Catedral es ahora su última morada.

A Catedral llega el pueblo con su dolor. El 24 de marzo lo asesinaron. El 30 era su funeral. Fue un domingo. Domingo de Ramos. Domingo de luto en Catedral. Era inevitable aquel mar de gente era inevitable. ¿Cómo contener a un pueblo herido por la pérdida de un hijo? ¿Cómo se controla un cuerpo cuando le amputan un miembro? El dolor era grande. Siempre duele que se derrame la sangre. Siempre que muere un hijo, llora la madre. Y ellos lo sabían.

Los cobardes no sabían y tenían miedo. Aquel mar de gente había venido desde lejos, desde Aguilares, desde ya late desde que Jute, desde San Pedro, desde todos los rincones de nuestro suelo. Llegaron hombres, mujeres y niños, jóvenes y viejos sacerdotes, religiosas, intelectuales y reporteros. Hermanos de otros países se unieron a nuestro duelo, acompañando el lamento de nuestro pueblo a que el mar de gente inundaba el centro, desbordaba las plazas, las aceras, las calles, el templo. Largas filas de manifestantes venían desfilando desde el parque. Su jornada era de luto, pero también de combate, denunciando y condenando las masacres.

Al frente de las filas iban los obreros y con el puño en alto y en silencio, rindieron homenaje a Monseñor Romero. Los aplausos rompieron el silencio al ver llegar tan dignamente aquella manifestación de dolor sincero. La gente, reunida solidariamente, compartía aquel día un riesgo evidente. La rabia de los perros, esa rabia de muerte no soportó nuestro gesto valiente. Su cobardía hizo estallar una bomba y surgir la ráfaga.

Y otra bomba y otra bomba. El horror se regó y comenzó la estampida. Y entre el humo y los gritos, la gente caía. La multitud corrió desesperadamente, gritando, temblando, llorando, rezando. Aquel mar de gente estaba en agonía. Nuevamente al pueblo le arrestaban una herida. Decenas de muertos. Fue la respuesta de los golpes, la asfixia y la balacera. Las calles quedaron vacías.

Sólo el dolor vagaba en las esquinas en medio de la plaza. Esta imagen se prendió en mis pupilas una montaña de pañuelos, zapatos, carteras y las palmas esperando su agua bendita. Mientras tanto, Monseñor Romero quedó en su ataúd.

Ya no hubo entierro y desde algún lugar fue mudo, testigo de la masacre de aquel domingo. Seguramente pidiéndole a Cristo que no fuera en vano su martirio. Los guardias y soldados no escucharon su llamado. Oyeron la voz de su amo cobardemente, ordenándole dar muerte la mañana de aquel Domingo de Ramos.

“En nombre de Dios, pues, y el nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios, cese la represión”


“En nombre de Dios, pues, y el nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios, cese la represión” —Monseñor Óscar Arnulfo Romero, 23 de marzo de 1980.


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