Por Paula Rosales
Mónica Linares se enfrentó por primera vez a las tragedias a las que están expuestas las mujeres trans cuando su entrañable amiga Bethzayda Navas desapareció, en 2009. Una semana después de su desaparición, tras una intensa búsqueda junto con la Policía, la encontraron, sin vida, en una zona semi rural de San Salvador.
El caso de Bethzayda nunca fue resuelto ni juzgado. Linares comenzó a exigir justicia y a involucrarse en el activismo y en la defensa de los derechos de las mujeres trans en un país conservador, que condena cualquier forma de diversidad sexual.
Desde el asesinato de su amiga, hace 12 años, la activista ha acompañado una cantidad indeterminada de reconocimientos de cadáveres, funerales, detenciones, búsquedas de mujeres trans desaparecidas, protección para personas desplazadas internamente por amenazas a su vida, y hasta la entrega de víveres a población LGBTIQ+ durante la pandemia del COVID-19.
«He enterrado a un montón de amigas. Hemos visto morir tanta gente cercana», comentó Mónica Linares, de 43 años.
La permanente denuncia de violencias y discriminación contra sus compañeras le han ocasionado amenazas de muerte, agresiones, discriminaciones de diferentes sectores, como la Policía, pandillas o el sistema de salud. Aún así, continúa trabajando por y con la población LGTBIQ+, en un medio violento y carente de garantías que se enfrenta en el país las obliga a buscar asilo fuera de las fronteras.
«Es lamentable la impunidad, si matan a una de nosotras lo que dicen es ‘un culero más que matan’ eso es lo que dice la Policía y el resto de instituciones», expresó Linares, quien tiene por referente en la denuncia de vulneración a los derechos a la activista trans argentina Marcela Romero.
El inicio de la transición
Mónica nació en 1979, en el fronterizo municipio de San Antonio Pajonal, en Metapán, 99 kilómetros al noreste de la capital. Creció junto a su madre y tres hermanos, sorteando la pobreza. Desde corta edad trabajó cortando y vendiendo fruta, haciendo diferentes mandados a sus vecinos, vendiendo carne de un destazadero aledaño o acarreando agua.
Después de graduarse de noveno grado, se mudó a la capital.
A los 14 años inició su proceso de transición. Esa decisión provocó la ruptura con su madre durante algún tiempo. Sola en una ciudad nueva, tuvo que trabajar en las calles para sobrevivir. Ejercer el trabajo sexual la hizo consciente de los peligros que enfrentan a diario cientos de mujeres en El Salvador.
Una trabajadora sexual en San Salvador puede cobrar a un cliente entre 15 y 20 dólares por su servicio. La pandilla le exige 10 dólares semanales por trabajar en su territorio. Si no pagan la cuota, los pandilleros les hacen «descuentos». Así llaman a las golpizas que infringen para que no vuelva a pasar. Cuando las mujeres siguen sin pagar, pueden ser asesinadas.
En 1996, un grupo de mujeres trans estableció la Asociación para la Libertad Sexual el Nombre de la Rosa. Al principio, centraron el trabajo en promover la prevención del VIH en mujeres trans y se constituyeron en un pequeño local frente a la plaza Morazán, en la capital.
Pero tiempo después, debieron cambiar el nombre porque el Ministerio de Gobernación se negó a reconocer su personería jurídica. La Asociación Solidaria Para Impulsar el Desarrollo Humano Arcoíris Trans ASPIDH fue reconocida hasta 2010.
A pesar de no haber estudiado Derecho, Linares conoce las leyes y los procedimientos en la búsqueda de justicia y reconocimiento de los derechos de la población LGBTIQ+. Lamenta que la mayoría de crímenes quedan en la impunidad. El Salvador no cuenta con marcos normativos adecuados, ni siquiera para el reconocimiento de la diversidad. En 2018 se presentó a la Asamblea Legislativa un anteproyecto de ley de identidad de género, pero a la fecha no se ha aprobado.
Una inédita victoria
En febrero de 2019, Mónica llegó apresurada a una sede fiscal para reunirse con Virginia Flores, quien estaba decidida a denunciar el crimen de una de sus amigas, sin saber que ese hecho sería un parteaguas en la búsqueda de justicia por los asesinatos en contra de mujeres trans en El Salvador.
Dudosas de la versión oficial respecto a la muerte de su compañera, Linares y Flores presentaron el aviso a las autoridades.
Camila Aurora Díaz Córdova, de 29 años de edad, desapareció el último miércoles de enero de 2019 mientras trabajaba sobre la 27 avenida norte de la capital. Cerca de esa zona, tres policías la abordaron tras una denuncia por desórdenes públicos. Según los testigos, los agentes la hincaron sobre el pavimento, la subieron a la cama de la patrulla, donde fue golpeada durante el trayecto y finalmente fue lanzada sobre el kilómetro cinco y medio del bulevar Constitución, donde no había cámaras de seguridad.
Díaz Córdova fue llevada al Hospital Rosales en ambulancia y murió la madrugada del jueves 31 de enero de 2019, luego de tres intervenciones quirúrgicas. Fue reconocida por Virginia unos días después en Medicina Legal. La versión oficial indicaba que fue atropellada, pero Flores no lo creyó, así que buscó el apoyo de Linares y juntas pusieron la demanda.
Por este caso, en julio de 2020, los agentes Luis Alfredo Avelar, Carlos Valentín Rosales Carpio y Jaime Geovany Mendoza Rivas fueron condenados a 20 años de prisión. El juez no valoró que el asesinato fuera cometido por odio a la identidad de género. Es la primera sentencia dictada en un tribunal que castiga un crimen contra mujeres trans en el país.
De acuerdo con organizaciones defensoras de los derechos de las personas LGBTIQ+, desde 1992 hasta la fecha han asesinado a más de 600 mujeres trans. De estos crímenes, solamente se han judicializado cuatro.
Por la denuncia, Virginia Flores recibió amenazas y tuvo que ser protegida hasta que se completó su proceso de asilo en 2022. Mónica Linares gestionó para Flores el proceso de protección y reasentamiento fuera de El Salvador con la Agencia de la Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
Se estima que a finales de 2019 habían 136,292 solicitantes de asilo salvadoreños pendientes de una resolución a su petición.
ASPIDH cuenta con un pequeño albergue dispuesto para atender a unas seis personas que estén en peligro o hayan sufrido desplazamiento forzado por causa de su identidad y orientación de género. También brindan atención psicológica y legal.
La labor de Mónica, pese a todos los riesgos que le implica, es reconocida no solo por la comunidad LGTBIQ+, sino también por organizaciones internacionales que trabajan por los derechos humanos.
«Me parece que (Mónica Linares) es una activista muy importante en el país donde la violencia y discriminación en contra de las personas trans se experimenta todos los días y lo que hemos nosotros documentado en nuestros informes es que muchas personas LGBTIQ+, pero especialmente las personas trans, muchas no tienen redes de apoyo para poder vivir una vida digna en El Salvador y muchas veces las únicas redes que tienen son las redes de las organizaciones de la sociedad civil en el país como ASPIDH», expresó Cristian González, investigador de la organización Human Rights Watch (HRW).
Un Estado desatendido
Las mujeres trans en El Salvador son expuestas a la violencia de las pandillas y los cuerpos de seguridad del Estado en igual proporción. En los territorios son obligadas a dejar sus casas porque las maras no quieren a quien no esté dentro de la heteronorma.
«La vida de una mujer trans, de cualquier mujer trans, es como un viacrucis, a lo mejor las estaciones son diferentes, pero la verdad es que todas llevamos una cruz encima y quizá muchas si lograron llegar y sobrevivir y otras definitivamente no pudieron», lamentó Mónica.
De acuerdo a la organización Capacitando y Capacitando a Mujeres Trans – COMCAVIS Trans, en 2021 registraron el asesinato de siete personas LGBTIQ+: cuatro mujeres trans, dos hombres gay y un hombre trans. Entre las denuncias contra policías y soldados son señalados de estigmatizar y discriminarlas por su identidad de género.
«Aún quedan muchas personas LGBT en el país que no pueden ni presentar una denuncia porque sufren discriminación en las estaciones de policías, por ejemplo. No se sienten protegidas por las instituciones y muchas como Virginia, en vez de acudir a las instituciones, tienen que huir de sus contextos para no sufrir aún más de violencia del Estado», dijo González, de HRW.
Muchas víctimas se atreven a denunciar, pero el Estado no las protege
El Salvador tiene desde 2006 una Ley Especial para la Protección de Víctimas y Testigos, pero en la práctica no es efectiva. «La normativa existente en El Salvador ha sido diseñada desde el interés y necesidades del Estado, enfocada en que las víctimas brinden información para llevar un caso a procesos judiciales. La actual ley brinda programas de albergue, por ejemplo, desde la lógica de casas de seguridad, únicamente a víctimas parte de procesos penales para conseguir condenas judiciales», dijo Celia Medrano, especialista en derechos humanos. Al concluir los procesos judiciales, las víctimas son «abandonadas a su suerte», y no se les provee protección integral posterior a la denuncia, agregó.
A pesar que la ley obliga a brindar atención a víctimas, testigos y cualquier otra persona que se encuentre en situación de riesgo o peligro, como consecuencia de su intervención en la investigación de un delito o un proceso judicial, Virginia Flores y Mónica Linares no recibieron protección del Estado.
«Mujeres que han sido clave para enjuiciar a integrantes de redes de trata, por ejemplo, no incorporan criterios de que estos integrantes pertenecen a estructuras mucho más complejas, desprotegiendo a las víctimas de sufrir represalias por los integrantes de estas redes que no han sido encarcelados», señaló Celia.
ACNUR registró que, a octubre de 2020, 71,500 personas fueron desplazadas internamente por causa de la violencia ejercida en los territorios por las pandillas.
El informe «Caracterización de la movilidad interna a causa de la violencia en El Salvador», presentado en 2018 por COMCAVIS Trans, indica que una de las causas del desplazamiento de las poblaciones LGBTI es por causas familiares, muchas mujeres trans buscan en las organizaciones la aceptación y apoyo que se les niega en sus hogares.
La madre
Mónica Linares se ha convertido en la figura materna de muchas de sus compañeras en ASPIDH. Ella reconoce que le dicen «madre», influenciadas por la serie Pose transmitida por Netflix, donde se desarrolla la complejidad de la construcción de núcleos familiares entre personas rechazadas por sus familias por su orientación e identidad de género.
Liderar el trabajo de ASPIDH es una dicotomía, desgastante por la dureza de los casos que debe atender a diario pero satisfactorio porque siempre ha podido ayudar a quien lo solicite.
Menciona que hay días que el agotamiento la sobrepasa y piensa en el retiro, pero respira, descansa y vuelve porque sabe que aún hay mucho trabajo por hacer en El Salvador.
«Ella fue mi inspiración porque cuando yo llegué a ASPIDH fue quien me recibió y me guió en el camino para ser defensora de derechos humanos. Cuando vi a una mujer trans hablando en la OEA por primera vez eso me impactó», dijo Stacy Aragón.
La voz de Mónica es contundente, resuena con fuerza cuando habla, su sarcasmo confunde a quienes la conocen por primera vez, ella considera que su carácter fuerte la ha convertido en una incansable defensora de los derechos de las mujeres trans en El Salvador, sus sueños de ser doctora están en pausa.
«No soñé jamás tener tanto, o quizás no tengo un sueño en específico, pero sí hay cosas como la aprobación de la Ley de identidad de género en el país. ¡Qué cosa más grande sería eso! Y que yo lo alcance a ver aunque no alcance a cambiarme el nombre porque el trámite es largo, pero que llegue ese momento será algo muy bonito. Todo lo he cumplido, hasta lo que no pensé», señaló Mónica.