Opinión

Demasiado morena para estos feminismos

¿Qué pasa en los espacios feministas cuando las otredades son ignoradas? ¿Qué violencias atraviesa un cuerpo migrado dentro de los espacios de activismo? En esta columna, Valeria Guzmán comparte su experiencia en un 8M predominantemente blanco.

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Por Valeria Guzmán



Durante el último año comprendí lo que significa migrar. A El Salvador me amarraban mi familia, mi perro, mi jardín y los atardeceres rosados y nostálgicos. Pero a veces eso no es suficiente. Salí de un país en el que también sentía que ya no podía vivir ni respirar con paz. Llegué a España y me recibieron procesos burocráticos destinados a que yo permaneciera en «situación administrativa irregular» o, sin rodeos, indocumentada. 

Pero migré con un montón de privilegio. Con los ahorros de mi trabajo crucé el mar en avión. En el aeropuerto frío al que llegué había un par de brazos esperándome para construir un hogar para dos. Teníamos un plan. Lo que no esperaba era que migrar me hiciera cuestionar mi deseo de participar dentro de espacios feministas convencionales que siempre había considerado seguros.

Hasta hace un par de años no me había preocupado por buscar espacios feministas antirracistas. ¿Por qué? Porque mi privilegio de local en El Salvador me había protegido de  sentirme en los márgenes. Asistir a marchas y sentirme cómoda en espacios no mixtos era algo que daba por hecho. Un año después, soy ese cuerpo que algunas compañeras no quieren identificar ni tratar con respeto. 

En el 8M de Barcelona marchan varios colectivos de mujeres migradas, otras que hacen limpieza en los hoteles de la ciudad y también las que luchan para que las leyes de Extranjería dejen de asfixiarnos. Pero también marchan compañeras que, en la práctica, solo salen a la calle para expresar su deseo de mantener privilegios dentro de una sociedad predominantemente blanca. 

Después de cuestionarme si debía marchar o no, decidí asistir a la marcha con otras colegas españolas. Hacia el final del recorrido, una chica de labial morado y camiseta reivindicativa me pidió hacer una entrevista para un canal de Youtube. Cuando llegamos donde la entrevistadora le dijo: «Te traigo a una negra». Como quien habla de una cosa,  como quien transporta un objeto. Pensé que era ignorancia pura y la corregí: «¿Sabes que no soy negra?». La chica, sin pensarlo, me respondió: «Sí, tú eres marrón». ¿Tan difícil fue pensar en mí sin la necesidad de mencionar un color?  Me fui del sitio y no participé. Salí con la certeza de que un espacio feminista que no es antirracista es solo un escaparate de buenas intenciones blancas. 

Al siguiente día platiqué con una chica que no fue a la marcha porque el año pasado escuchó decir a otras compañeras que no había que mezclar la lucha antirracista con el feminismo, que son dos conceptos distintos. Hablé con una colombiana de cabello rizado y hermoso que dice que, en su grupo de amigas blancas, tiene miedo de discutir cosas del movimiento por miedo a ser vista como “la difícil” del grupo. No todas nos sentimos seguras de expresarnos en espacios que rápidamente se pueden convertir en sitios hostiles. 

El conflicto dentro de los espacios feministas no es algo nuevo, ni algo que haga saltar alarmas. Al contrario, el debate alimenta al movimiento, presenta perspectivas y puede ayudar a corregir rumbos. Pero no puede haber discusión si la discriminación es la invitada de honor a todos nuestros encuentros. 

Aunque ahora mi situación administrativa es regular y resido «legalmente» en esta esquina del mundo, sigo siendo morena, migrada y sigo siendo vista como la otredad en un país colonialista. Quiero seguir dentro de espacios de construcción y discusión sobre los derechos de todas las mujeres, pero ahora sé que debo buscar espacios que no repitan patrones supremacistas. Que sea un espacio de mujeres no basta. Un movimiento que no sepa luchar por las extranjeras que limpian sus casas, por las que bañan a sus abuelos y pasean a sus perros, no me interesa.

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