Por Sofía Rivera García
La urbanización planetaria un término propuesto para explicar cómo, en la actualidad, es difícil encontrar regiones que no posean ningún vínculo con el fenómeno urbano, es decir, con las ciudades y su funcionamiento. Desde la extracción de recursos hasta la deposición de los mismos, las fronteras entre lo natural, lo rural y lo urbano se van desdibujando cada vez más. A este proceso se suma el crecimiento de las ciudades y, por lo tanto, de la población en áreas urbanas.
Es debido a este fenómeno que las ciudades se han puesto al centro de numerosos estudios, en la búsqueda de mejorar las condiciones de la vida urbana. Uno de los conceptos desde donde más se ha reflexionado es el derecho a la ciudad, definido por ONU Hábitat como el derecho de todos los habitantes a habitar, ocupar, transformar, producir, gobernar y disfrutar la ciudad, con la finalidad de construir asentamientos urbanos justos, inclusivos, seguros, sostenibles y democráticos. El escenario en el que como ciudadanos y ciudadanas ejercemos ese derecho es el espacio público.
Probablemente lo primero que pensamos cuando escuchamos hablar del espacio público son los parques y las plazas y, si hablamos de reivindicar derechos, usualmente pensamos en las marchas o en las protestas. Sin embargo, el espacio público es un concepto mucho más amplio y difuso, que incluye tanto la plaza como la opinión pública, la calle y los encuentros que en esta se posibilitan. De igual forma, reivindicar el derecho a la ciudad implica también reclamar el espacio público, caminar —que en países como El Salvador es un acto casi subversivo y de resistencia—, jugar, conversar, permanecer y disfrutar cualquier espacio considerado público, pintar, readecuar o intervenir espacios abandonados y degradados para el disfrute de la comunidad, incidir en la toma de decisiones con respecto a nuestros barrios, entre muchas otras acciones.
Cuando asumimos un papel activo en la transformación de la ciudad y del espacio público, comprendemos que es una tarea de todas y todos, para todas y todos. Todo lo mencionado hasta este momento nos parece lógico y casi evidente, pero en realidad existen muchos factores que restringen nuestro acceso al espacio público y, por lo tanto, a transformarlo, habitarlo y disfrutarlo. No es lo mismo que una mujer camine sola por las calles a que lo haga en grupo o acompañada de un hombre, no es lo mismo que un hombre joven circule por una zona considerada de alto riesgo a que lo haga en una zona residencial de clase media. En El Salvador existe todo un conjunto de leyes no escritas que reducen el uso de las áreas públicas al hombre adulto. Mujeres, adultos mayores, personas con algún tipo de discapacidad, niñas, niños, o personas de la comunidad LGTBI, entre otras minorías, hemos quedado históricamente excluidas del disfrute del espacio público y, por lo tanto, de ejercer nuestro derecho a la ciudad. Afortunadamente, eso ha empezado a cambiar.
Múltiples miradas reconocen la importancia de la participación ciudadana diversa e inclusiva para reivindicar nuestro derecho a transformar las ciudades. Desde intervenciones enfocadas en la memoria, el recuperar el sentido del lugar y revertir la degradación urbana, asegurar las condiciones de accesibilidad para reducir tiempos de viaje y mejorar la calidad de vida, o incorporar la perspectiva de género para prevenir la violencia y reducir la desigualdad, se ha empezado a abrir un camino para transformar, disfrutar y soñar una nueva San Salvador.
Si le preguntamos a cualquier persona cuál es la problemática más urgente en la ciudad de San Salvador, probablemente la mayoría de sus habitantes mencionaríamos algo sobre la violencia.
Sin embargo, la «violencia» de San Salvador no se reduce a una estadística de número de crímenes, sino que podríamos decir que está enquistada en la forma en cómo la ciudad se ha configurado, en cómo funciona, en cómo segrega y excluye. La cantidad de tiempo que debe invertir alguien que habita en la periferia en llegar a su trabajo, la dificultad que tiene una persona cuidadora (mujer, casi siempre), en desplazarse para realizar sus actividades durante el día, la cantidad de muros y portones que restringen el paso peatonal, la mala calidad de las aceras y pasos peatonales, el miedo constante que implica vivir en zonas de alto riesgo susceptibles a inundación y deslizamientos, la falta de iluminación adecuada, el bajo porcentaje de espacios públicos en las zonas más densamente pobladas, entre otras características de la ciudad, podría considerarse un tipo de violencia estructural, pues no es posible rastrear quién la ejerce, y cultural, pues está interiorizada y normalizada.
Frente a este difícil panorama, la Política Metropolitana de Espacios Públicos (2020), desarrollada por el COAMSS/OPAMSS con el acompañamiento de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) y Glasswing International, plantea la necesidad de caminar hacia una «metrópolis cuidadora». ¿A qué nos referimos con este término? El concepto de «ciudad cuidadora» es definido como «ciudades que nos cuiden, que cuiden de nuestro entorno, que nos dejen cuidarnos y nos permitan cuidar a otras personas». La idea de la ciudad cuidadora se alejaría, sin duda, de las múltiples violencias mencionadas anteriormente, sin embargo, los desafíos para hacer de San Salvador una metrópolis cuidadora son casi tan grandes como las problemáticas que le aquejan.
Es en el espacio público donde se configuran tanto la ciudad violenta como la ciudad cuidadora; es en el día a día que se dan pequeñas acciones de resistencia, muchas veces autogestionadas, que transforman la ciudad para el disfrute y el cuidado. Es necesario que pongamos atención a estas intervenciones para replicarlas, amplificarlas, y descubrir nuevas formas de poner al centro la vida.
Transitar de ciudades violentas a ciudades cuidadoras puede parecer una tarea imposible. Sin embargo, al analizar una a una las características de esa ciudad a la que aspiramos, es posible identificar intervenciones puntuales que han contribuido a este fin.
La primera característica que debe cumplir una ciudad cuidadora es que nos cuide, que nos brinde las condiciones necesarias no sólo para sobrevivir, sino para desarrollarnos dentro de la compleja red de la vida. Esto implica poder realizar nuestras actividades cotidianas de forma segura, accesible y sostenible. Cuando hablamos de cuidado y espacio público, la niñez y la juventud son dos de los grupos que merecen más atención, tanto por las condiciones de inseguridad como por falta de infraestructura física adecuada. La mayoría de comunidades cuentan con una cancha deportiva, la cual termina siendo monopolizada por ciertos grupos, es por esto que los juegos para niños, la iluminación y el mobiliario urbano, se han vuelto elementos esenciales en las intervenciones llevadas a cabo por USAID y Glasswing en comunidades aledañas al parque Cuscatlán como Papini o Santa Lucía.
La segunda característica es que nos permita cuidar a otras personas. En Latinoamérica las labores de cuidado son realizadas principalmente por mujeres. Este trabajo no se reduce a las tareas domésticas ni al espacio privado, se va trasladando junto a quien lo ejerce por el mercado, el parque, la escuela, la clínica o el transporte público. Si bien es necesario establecer una Política Nacional de Cuidados y trabajar en aspectos como la corresponsabilidad, intervenciones de pequeña escala a través del Urbanismo Táctico pueden contribuir a transformarlos recorridos por la ciudad en un trayecto más seguro y más amigable para personas cuidadoras, adultos mayores o personas con discapacidad, tal es el caso del proyecto llevado a cabo por USAID y Glasswing en conjunto con la Oficina de Planificación del Área Metropolitana de San Salvador (OPAMSS) y la Municipalidad en Ciudad Delgado, en el cual se priorizó la seguridad peatonal.
La tercera característica es que cuide de nuestro entorno. En este sentido, es necesario reducir los procesos acelerados de urbanización, así como mejorar la gestión de los recursos y reducir los desechos, proteger las zonas de recarga acuífera, entre otros factores. En la actualidad, San Salvador se encuentra en una situación crítica, a tal punto que cada invierno las quebradas se desbordan y los asentamientos que se encuentran en zonas vulnerables sufren las mayores consecuencias. Aunque es necesario adoptar una estrategia a gran escala, intervenciones como el parque Cuscatlán nos demuestran que la gestión ambiental adecuada también va de la mano con los aspectos sociales, culturales y urbanos.
Esta misma intervención puede servir como referente para la cuarta y última característica, una ciudad cuidadora es la que también nos deje cuidarnos. Esta característica es la más compleja de analizar, y a la vez la más importante, pues quienes cuidan también tienen derecho a cuidarse y a ser cuidados/as. Proyectos como la Nave Cine Metro de la Asociación Cultural el Azoro, en el cual ha sido posible dar un espacio para el autocuidado y la sanación a las madres, vendedoras y cuidadoras, deberían ser replicados en otras áreas de la ciudad.
A partir de lo anterior podemos comprender que la ciudad cuidadora a la que aspiramos no se limita a la infraestructura física, a las calles, edificios, tuberías, puentes y parques, se compone de todas las redes de acciones, historias, capacidades y cuerpos, que a través de sus conexiones y colaboraciones sostienen diariamente la vida. Es por esto que, en la travesía de transformar nuestras ciudades, es indispensable intervenir no solo la infraestructura física, sino fortalecer las redes humanas de cuidado y sanación.
Sofía Rivera García. Arquitecta, Magíster en Arquitectura y candidata a Doctora en Desarrollo Urbano y Regional. Actualmente colabora con Glasswing International.