Mas allá del punitivismo: violencia sexual y reparación

09/04/2021

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¿Es posible la justicia más allá de las cárceles? ¿Cómo imaginamos la reparación colectiva en una región con tanta violencia de género? Inés Fernández Ortega y Valentina Rosendo Cantú, dos jóvenes mujeres indígenas Me’phaa sobrevivientes de violencia sexual, son vivo ejemplo de otras posibilidades de justicia y reparación más allá de lo individual. Por Danielle Mackey.


Por Danielle Mackey


Inés Fernández Ortega y Valentina Rosendo Cantú, jóvenes mujeres indígenas Me’phaa sobrevivientes de violencia sexual. Foto cortesía del Centro de Derechos Humanos de la Montaña «Tlachinollan».

A mediados de 2015, millones de mujeres inundaron las calles en América Latina para marchar unidas en torno al hashtag #NiUnaMenos, clamor que establecieron como su consigna y también como su objetivo. Las manifestantes no estaban dispuestas a aceptar ni una sola muerta más por causa de asesinato, ni tampoco callarían ante casos de abuso o acoso sexual. A cada mujer se le debe permitir que viva, clamaron las multitudes. Este denuedo de ellas fue alimentado por el hecho de que, con excepción de las zonas de guerra, América Latina presenta la tasa más alta de homicidios en el mundo, y las mujeres son constantemente victimizadas. Las naciones latinoamericanas conforman casi la mitad de la lista de países donde más mujeres son asesinadas debido a la misoginia, crimen que se conoce como feminicidio. 

A primera vista, América Latina parece ser el caso límite para las feministas que no creen en el encarcelamiento. ¿De qué otra manera se pueden manejar semejantes niveles de violencia contra las mujeres, por cuyas agresiones jamás se castiga a los perpetradores o bien se les deja libres rápidamente? Es una violencia tan persistente que millones de mujeres huyen y, si tienen suerte, consiguen asilo en países como los Estados Unidos de América, donde la idea de una América Latina que es violenta intrínsecamente motiva la solidaridad, pero también encasilla a la región en un estereotipo.

En todo el hemisferio, el fracaso de los gobiernos nacionales de proteger a sus ciudadanas y ciudadanos más vulnerables es obvio, pero también es evidente la equivocación de las medidas punitivas. La mayor parte de países latinoamericanos vive bajo los sistemas de encarcelamiento masivo y de brutalidad policial también habituales en los Estados Unidos.  Mientras hay una creciente ola de comunidades en los Estados Unidos que exigen que se desfinancie la policía y que se propicie un nuevo significado a la justicia, algunas feministas en América Latina ofrecen ejemplos de cómo lidiar con un Estado indiferente o letal, transformar la ley para propósitos creativos y demandar reparaciones colectivas para casos individuales de violencia.    

Los feminismos «siempre se piensan al nivel hemisférico – como del Río Bravo para abajo y del Rio Bravo para arriba”, dijo Meztli Yoalli Rodríguez Aguilera, feministe decolonial mexicane y candidate a un doctorado en Estudios Latinoamericanos en los E.E.U.U. “Entonces esa frontera invisible puede marcar fracturas cuando en realidad hay bastante pensamiento similar”.

Un ejemplo emblemático son los casos de Inés Fernández Ortega y Valentina Rosendo Cantú, jóvenes mujeres indígenas Me’phaa sobrevivientes de violaciones sexuales cometidas por soldados en México.


Tuve que buscar justicia en otra parte 


Era el 22 de marzo de 2002 cuando 11 militares irrumpieron en el hogar de Fernández Ortega, en una zona rural del sur de México, en el estado de Guerrero. Los soldados gritaban y acusaban a su marido de haber robado carne. Mientras sus cuatro hijos observaban, un militar apuntó su arma contra ella y otro la forzó a tirarse al piso.

Dos días más tarde, Fernández Ortega reportó el ataque en la oficina más cercana de la Fiscalía. Los funcionarios pasaron el caso al sistema de justicia castrense, que lo archivó.

Rosendo Cantú había pasado por algo parecido justo un mes antes, y ambas sabían que no eran las únicas mujeres agredidas desde que los militares habían estado patrullando sus territorios, supuestamente para interceptar el narcotráfico. Cuando quedó claro que el sistema de justicia mexicano no planeaba hacer nada, las mujeres presentaron sus casos ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), el órgano supervisor regional de la legislación internacional en materia de derechos humanos en las Américas. La actuación de la corte es importante para la reputación de México y puede afectar su elegibilidad para la ayuda del exterior, pero sus decisiones también son vinculantes para el Estado, así que una sentencia en el caso de las mujeres Me’phaa no podía ser ignorada tan fácilmente.

“Tuve que buscar en otro lado para que me hicieran justicia, porque aquí no me atendieron”, le dijo Fernández Ortega a los medios mexicanos. Pasaron dos años hasta que la Corte IDH, con trabajo acumulado, llegó a estos casos.


Valentina Rosendo Cantú en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en Washington D.C., EE. UU. Foto cortesía del Centro de Derechos Humanos de la Montaña «Tlachinollan».

Las mujeres no contaron con el apoyo de toda su comunidad. Sus vecinos se dividieron en dos bandos: quienes les creían a las mujeres y quienes no les creían, bajo el argumento de que ellas estaban dañando la reputación de soldados honorables. Un tercer grupo valoró que la verdad era menos urgente que la seguridad: dada la probable venganza de los militares, le suplicaron a Fernández Ortega y a Rosendo Cantú que sencillamente dejaran pasar el ataque. 

“El miedo al Ejército mexicano es histórico”, dijo Sandra Alarcón, del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, una organización que acompañaba procesos legales de mujeres. “Saben las comunidades que los militares son los que desaparecen, los que torturan, y que Inés y Vale les pusieran en el ojo público se vio como poner en riesgo a las comunidades».  

Lo que la gente temía sí se materializó, pero Alarcón dijo que nadie se enfrentó a una “persecución más tremenda” que las dos mujeres. El hermano de Fernández Ortega fue asesinado junto con dos trabajadores de una organización indígena que apoyaba su caso. Sus hijos apenas lograron sobrevivir a intentos de secuestro. Rosendo Cantú terminó huyendo y permanece oculta como mujer indígena exiliada de su comunidad. “Lo que se le quitó a Vale era parte de ella”, dijo Alarcón. Mientras tanto, el Ejército todavía patrullaba libremente la zona. 

La enconada división entre los vecinos representó una pérdida irreparable para los Me’phaa. “El daño no finalizó con la tortura sexual que las mujeres sufrieron. Estaba también el problema de cómo fomentar de nuevo en esa colectividad lo que les fue arrancado”, dijo Alarcón. “Es súper complejo repararlo y no puedes volver al estado de antes”.

Sin embargo, el hecho de que el daño fuera tan profundo “abre esta posibilidad de reparaciones comunitarias” de parte de la Corte IDH, agregó Alarcón.

Efectivamente, la justicia que las mujeres buscaron tuvo efectos amplios. Rosalva Aída Hernández Castillo, antropóloga y feminista decolonial que trabajó con el pueblo Me’phaa y perito experta del caso de Fernández Ortega, recuerda que la posición de ella fue firme: “Que metan a los tres militares que me violaron a la cárcel no es justicia».

“Para mí, justicia es que lo que me pasó a mí no vuelva a pasar”, dijo Fernández Ortega a Hernández Castillo. “Para mí, justicia es que los militares no se metan a nuestros territorios sin permiso”.

Ella vio su historia «solo como una parte de la historia más amplia de su pueblo”, agregó Hernández Castillo, “en donde les han ido matando, violentando”.


Sistemas de rendición de cuentas reales 


La insistencia de Fernández Ortega de que la cárcel no era la respuesta tiene eco más allá de las fronteras mexicanas, en la región y en los Estados Unidos. “Quienes hemos hecho un compromiso para poner fin al sistema de criminalización masiva tenemos que comenzar a hablar más sobre la violencia”, dijo al New York Times en 2019 Michelle Alexander, la autora de “The New Jim Crow”, un libro que examina el encarcelamiento como la forma moderna y racializada de control social. “No solo es el daño que causa, sino que el hecho de construir más cárceles nunca lo va a resolver”.

En México y más de una docena de naciones en la región se han aprobado castigos más serios para el feminicidio, gracias a la lucha feminista. Sin embargo, la violencia contra las mujeres sigue incontrolable. A la vez, la región se enfrenta con otra epidemia: el encarcelamiento masivo. Desde 2000, la población tras las rejas en América Latina se ha duplicado, según el tanque de pensamiento brasileño Instituto Igarapé. Las personas recluidas se consumen en encierros que son auténticas pesadillasno es raro morir de una enfermedad prevenible o sufrir a manos de las autoridades u otros en la prisión. 

Las leyes feministas, desde luego, no son la causa del encarcelamiento masivo en América Latina. De hecho, las activistas dicen, por ejemplo, que las leyes contra el feminicidio no se aplican con la debida regularidad. Aun así, en este contexto, existe un peso enfermizo en cualquier apelación feminista ante la ley.

“Sabemos que son una mierda las prisiones, y son súper injustas, y son racistas”, dijo Rodríguez Aguilera, quien ha realizado investigaciones en las cárceles mexicanas. “Están llenas de indígenas y pobres. Las prisiones son parte de un sistema muy podrido”.

Académicas juristas a lo largo de las Americas han llegado a la conclusión de que las leyes punitivas tienen poco impacto en el comportamiento, “sin embargo, cuando se piden reformas, esa es la creencia que orienta la mayoría de las acciones”, dijo Mariana Prandini Assis, una abogada brasileña y académica feminista. “Solo por el simple hecho de promulgar nuevas leyes, no creo que vayamos a resolver los problemas.”

El concepto actual de feminicidio, creado por feministas estadounidenses y latinoamericanas, se usó por primera vez en un fallo de la Corte IDH en un caso de tres mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, México. En la decisión de 2009, la corte determinó que el Estado mexicano fue responsable de permitir los asesinatos y de no castigar a los perpetradores. La sentencia explicó las raíces sociológicas de la violencia: por ejemplo, la proliferación del narcotráfico y la llegada de maquilas corporativas a Ciudad Juárez, que arrastraron a miles de mujeres a trabajar fuera de casa por primera vez. La corte descubrió que muchos hombres interpretaron estos cambios como una amenaza debido a “una desigualdad de género arraigada en la sociedad». En otras palabras, la corte culpó al patriarcado.

Casos como este muestran la importancia de la tipificación del feminicidio, argumentó Rodríguez Aguilera, a pesar de lo problemático que es el sistema legal. El concepto transformó los asesinatos individuales en la manifestación de un problema estructural que los Estados negligentes posibilitan. Con esa claridad en mente, una comunidad que ha perdido una mujer puede dolerse junta, sentir cólera e impotencia, y “una chispa o una semilla para movilizarse”, dijo Rodríguez Aguilera. “El proceso jurídico contra el feminicidio de una mujer en papel es individual, pero a nivel de experiencia y lo que hay detrás de eso, en muchos casos es colectivo», dijo elle.

Ampliar el concepto de justicia más allá del plano individual también anima el trabajo de las feministas negras a través del continente americano, incluyendo las estadounidenses que defienden políticas anti-carcelarias. La escritora y abolicionista adrienne maree brown dijo que ella usa el término “justicia transformadora” para algo mucho más profundo que lo que un mero veredicto legal puede ofrecer.

“Ahora mismo señalo el trabajo y pensamiento de Mariame Kaba, Andrea Ritchie, Shira Hassan, Ruth Wilson Gilmore y otras que nos encaminan hacia las reparaciones y a una redistribución radical de fondos que crearía sistemas de vida, sistemas de rendición de cuentas reales”, dijo brown.  


Agentes de cambio social 


En 2010, la Corte IDH halló al Gobierno mexicano culpable de las violaciones de Fernández Ortega y Rosendo Cantú. La corte reconoció que se trataba de un caso de «violencia institucional castrense», y el Estado fue obligado a realizar una investigación exhaustiva de los ataques y de la consiguiente impunidad. La corte también ordenó que el Ejército cambiara su código militar: jamás podría investigarse a sí mismo en los casos futuros de violaciones de derechos humanos cometidas por sus elementos.

Fernández Ortega y Rosendo Cantú también exigieron algo que nunca había pasado en la historia de la Corte IDH: una reparación colectiva para responder a un agravio individual. La corte estuvo de acuerdo con ellas, y le ordenó al Estado a construir y mantener un albergue que también ofreciera educación sobre los derechos humanos a las mujeres y la juventud Me’phaa.


Reconocimiento público de la responsabilidad del Estado en el caso de Fernández Ortega y Rosendo Cantú. Foto cortesía del Centro de Derechos Humanos de la Montaña «Tlachinollan».

Para prepararse para la implementación de la sentencia, para pensar en cómo diseñar un centro comunitario así, Fernández Ortega buscó la ayuda de otra comunidad de mujeres indígenas en México.  

En los años noventa, en las montañas del estado de Puebla, las mujeres del pueblo Nahua, de la cooperativa de artesanas Masehual Sihuamej, fundaron la Casa de la Mujer Indígena, un albergue y centro comunitario. Ante el problema de la violencia doméstica, que muchas de ellas sufrían en sus propias casas, decidieron usar los ingresos de la cooperativa para construir la Casa. Luego hicieron un préstamo para construir un eco-hotel, con cuyos ingresos también financiaron los otros espacios.

Unos años más tarde, como respuesta a las demandas del levantamiento zapatista, el Gobierno mexicano creó una red de juzgados indígenas en todo el país que funcionara de forma paralela a la legislación estatal. Cuando el pueblo Nahua estableció su propio Juzgado Indígena, las mujeres, ahora más poderosas luego de dirigir sus iniciativas, influyeron en la manera en que el derecho indígena manejaba la violencia doméstica.

Por tradición, los pueblos nahuas promovían la reconciliación entre los hombres abusadores y sus parejas, en vez de enviar a los hombres a la cárcel, con el objetivo de no deteriorar el tejido comunitario. “Pero muchas veces implicaba que el señor pidiera perdón y que la señora se comprometiera a no volver a desobedecer», dijo Hernández Castillo. Las mujeres nahuas cambiaron esto. Ahora el abusador tenía que admitir ante la comunidad que él tenía un problema de violencia. Tenía que comprometerse con un grupo de apoyo de hombres para aprender a reconocer cómo se le había enseñado a ser violento. Su transformación era lo que le debía a su pareja y a toda la comunidad para rectificar el abuso cometido. “Es un proceso de sanación espiritual para los hombres violentos”, dijo Hernández Castillo.


Inés Fernández Ortega y Valentina Rosendo Cantú. Foto cortesía del Centro de Derechos Humanos de la Montaña «Tlachinollan».

Inspiradas en ejemplos como el de las mujeres Nahuas, Fernández Ortega y Rosendo Cantú querían que los ataques sirvieran para construir un tejido social más fuerte. “La dimensión de la reparación permite que estas mujeres sean agentes de cambio social, y no solo reciban de manera pasiva las sentencias”, dijo Marcela Martino, una abogada del Centro por la Justicia y el Derecho Internacional, que fue parte del equipo legal de las mujeres.

Pero los casos de Fernández Ortega y Rosendo Cantú muestran que aún si algunos jueces logran superar la lógica carcelaria, eso no garantiza que el Estado lo implemente. Después de casi una década de haberse emitido la sentencia, el centro comunitario no se ha podido echar a andar por falta de presupuesto, a pesar de que la construcción ya está hecha. El equipo legal de las mujeres también señala que el Estado solo ha llevado a cabo cinco de las más de veinticuatro recomendaciones de sentencia de la corte.  

“La autoridad mexicana no ha cambiado el chip en su mente”, dijo Alarcón. No reconoce “que cualquier violación de los derechos humanos debe investigarse, que las víctimas merecen el mejor tratamiento posible”. Estas deficiencias impulsan al movimiento feminista del país a continuar con la demanda de #NiUnaMenos.  

En septiembre pasado, encolerizadas por el creciente número de feminicidios y la impunidad, las mujeres se tomaron un edificio federal en Ciudad de México, expulsaron a los trabajadores federales y destrozaron algunos retratos de los próceres antes de declarar el lugar como un refugio para las mujeres. (En octubre, el grupo recibió críticas después de que expulsara a las mujeres trans de la toma del edificio).

En los casos de Fernández Ortega y Rosendo Cantú, la resolución de la Corte IDH no pudo forzar al gobierno mexicano a comportarse de buena fé. Pero al ser escuchadas y lograr que el Estado aceptara sus exigencias, las mujeres fueron capaces de utilizar una maquinaria antigua para efectuar cambios transformadores. Las mujeres “por mucho tiempo, fueron señaladas como mentirosas, que estaban buscando deslegitimar al Ejército”, dijo Alarcón. Pero insistían en que estaban diciendo la verdad — y que querían una justicia que sirviera a toda su comunidad. La sentencia de la Corte IDH no solo validó sus historias, sino que también se tomó en serio su visión. “Como mujer, el hecho que haya una sentencia es que te creyeron”, dijo Alarcón.




Este reportaje recibió el apoyo de una subvención de periodismo investigativo del Fund for Constitutional Government y fue publicado originalmente en inglés en la primera edición impresa de LUX , revista feminista de Estados Unidos.

Danielle Mackey trabaja en la revista The New Yorker. Previamente era periodista independiente de investigación y vivió en El Salvador por 12 años.

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