Texto por Lya Cuéllar / Fotos por Kellys Portillo
Seis de la tarde. El sol está por desaparecer del todo y el tráfico de viernes por la tarde no permite un momento de calma. Del lado opuesto de la calle de «El Penalito», trece mujeres y dos hombres esperan, en sillas plásticas, parados en la acera, en las mesas de los comedores. Conversan, nerviosas.
—¿El suyo cuánto tiene? —pregunta una señora de unos sesenta años, recostada en una silla plástica.
—Diez meses lleva ya—le contesta otra, al lado, con la voz temblorosa.
—El mío, once meses. Desde la carta de libertad, vengo todos los días—, responde a su propia pregunta y se le quiebra la voz—. Once meses esperando un milagro.
Es una noche larga, aguardando, como todas las noches entre semana desde hace un año. Algunas de las personas se preparan para estar allí hasta la medianoche. No les molesta. En dos días se cumple el primer aniversario del régimen de excepción que, tras once prórrogas del Asamblea Legislativa salvadoreño, se ha convertido en rutina, en statu quo. En comparación con los diez, once meses, que han esperado para saber de sus seres queridos, por su liberación, una noche parece corta.
«El Penalito» es el nombre con el que se conoce popularmente a las bartolinas policiales de San Salvador, en la sede de la Sección de Servicios Extraordinarios. Se ha convertido en punto de encuentro de las familias que, por meses, no han sabido nada de sus seres queridos detenidos en el marco del régimen de excepción, y que esperan ver sus rostros y abrazarles.
Sus familiares detenidos son parte de las 65,795 personas capturadas desde que, el 27 de marzo de 2022, la Asamblea Legislativa, de mayoría oficialista, decretara por 30 días la suspensión de la libertad de asociación, el derecho de defensa, el plazo de detención administrativa y inviolabilidad de la correspondencia y telecomunicaciones. Desde entonces, mes con mes, el Legislativo ha votado por prorrogarla y extender la suspensión de derechos: convertirla en permanente.
Desde hace un año, las autoridades trasladan a personas de distintas cárceles del país —como el Centro Penal «La Esperanza», conocido como Mariona o el Centro Preventivo y de Cumplimiento de Penas para Mujeres de Ilopango, conocido como «Cárcel de Mujeres»— y las sueltan por las noches en el Penalito.
Las familias que están allí han recibido una notificación de sus abogados de que sus seres queridos tienen ya cartas de libertad, es decir, órdenes judiciales de liberación inmediata, pero que no se están cumpliendo como tales. De día, alguien al interior del sistema filtra de forma no oficial las listas de personas que serán liberadas esa noche, y las familias las comparten en Whatsapp y redes sociales para organizarse para ir a esperarlas.
Seis y media. El Licenciado no se sienta en toda la noche. Aguarda parado, con la vista fija en la puerta de las bartolinas. Él frecuenta las afueras del Penalito todas las semanas, turnándose con compañeras y compañeros de su organización de voluntarios, el Socorro Jurídico Humanitario. Todas las noches desde hace un año procuran que alguien de su pequeño equipo de ocho personas esté presente allí, lista en mano, para ver si alguna persona liberada ese día es uno de los más de 1 mil 300 casos que están acompañando jurídicamente.
El Licenciado solo quita la mirada del Penalito mientras conversa con las personas que esperan del otro lado de la calle de las bartolinas. El Cuñado, el único hombre entre una docena de mujeres que han ido a buscar a sus familiares, levanta la voz, exaltado, cuando la conversación se torna política: «El presidente dio la orden, estaba bueno, pero no se percató del daño al inocente, a las familias pobres».
Cuenta que está esperando al esposo de su hermana. Ella está a su lado, en otra silla plástica, viendo fijamente hacia la puerta de donde espera saldrá su esposo. Tienen «su carta», su orden de liberación, desde hace doce días. Pese a que una orden de liberación debería ser ejecutada inmediatamente, las liberaciones pueden tomar uno o dos meses más, explica El Licenciado. Hasta ahora, el nombre del familiar no ha aparecido en las listas filtradas que se publican en redes sociales día con día. Sin embargo, van cuando pueden para esperar. Su propio hermano también estuvo detenido por diez meses. El Cuñado explica que, la semana anterior, el hermano de ambos fue liberado y los tomó por sorpresa. Si una persona privada de libertad va a salir ese día, pero no hay nadie para recibirlo y firmar por él, no sale, lo llevan de vuelta al penal, violando la orden judicial.
El Cuñado cuenta cómo el régimen ha destrozado a su familia y a su comunidad, en Jiquilisco, un municipio costero al extremo oriente del país: en mayo se llevaron a su hermano y a su cuñado, ambos en el mismo día; unos días después, a sus dos sobrinos. En total son 22 personas capturadas en su comunidad. Son lancheros y han sido acusados de, desde sus lanchas, colaborar con las pandillas y con el narcotráfico. La mayoría de las personas sentadas cerca del Cuñado, también de esa misma zona, tienen historias similares. Y todas, incluyendo a algunas personas extranjeras de oenegés, niegan rotundamente que hubiera pandillas en ese lugar y defienden la inocencia de esos lancheros.
El día anterior, el Movimiento de Víctimas del Régimen (Movir) denunció en redes sociales la muerte de un hombre también proveniente de Jiquilisco, Orlando Claros. Afirman que murió de anemia severa a unas cuantas horas de ser liberado, tras once meses en detención. Logró ver a sus hijos por última vez, pero su esposa sigue detenida, afirma Movir.
Por estas injusticias#El28Marchamos
— Movimiento de Víctimas del Régimen, El Salvador (@MOVIRSV) March 24, 2023
Orlando Claros de Jiquilisco, Usulután, fue liberado ayer miércoles 22 de marzo de 2023, ese mismo día falleció por una anemia profunda pic.twitter.com/X4pm4mv06Z
En los primeros días del régimen de excepción, el presidente Nayib Bukele alardeaba de usar la subalimentación como castigo contra las personas detenidas.
Una persona que trabaja al interior de un penal salvadoreño, que prefiere mantener el anonimato por seguridad, lo confirma: «A los reos del régimen los alimentan mal, les dan solo macarrones, proteína quizá una vez a la semana. Antes les daban solo dos porciones (al día), a los meses tuvieron que cambiarlo», explica. «Como les daban muy poca agua, llegaban todos los días a las clínicas con hipotensión, taquicardia». Cuenta que no fue sino hasta que varios capturados murieron con la presión sanguínea muy baja por la deshidratación que les dieron acceso a un grifo.
Desde el domingo, la comida es racionada y los 16,000 pandilleros encarcelados no han salido de sus celdas, ni han visto el sol.
— Nayib Bukele (@nayibbukele) March 31, 2022
En estos días hemos arrestado 3,000 más (y seguimos).
Así que cada vez habrá menos espacio y tendremos que racionar aún más.#GuerraContraPandillas pic.twitter.com/03MbAEzMPY
Cuando piensa en ese caso, El Cuñado se llena de rabia. «Él (el presidente Nayib Bukele) dice que hace justicia, pero ¿quién hace justicia por los que mueren en la cárcel, por las madres que mueren por la aflicción de esperar a sus hijos?», reclama. Organizaciones de la sociedad civil reportan al menos 111 muertes de privados de libertad bajo custodia del Estado entre el desde el 27 de marzo de 2022.
Siete de la noche. Cada veinte minutos hay algún movimiento inusual en la calle. Un pick-up de la Policía aparca frente al portón y dos agentes sacan a un muchacho con camisa a rayas, esposado, contorsionándose para dar sorbos a una botella de agua que tiene entre las manos atadas. Más tarde, dos agentes salen de las bartolinas escoltando a un chico con pelo largo y rizado, agarrado en una cola, y lo meten a una patrulla. «Él va para el penal ya», explica El Licenciado.
De repente, entre el tráfico pesado de noche de viernes, un microbús de ruta frena frente al Penalito. Dos agentes de la Policía suben de prisa por la puerta trasera y, con precisión casi robótica, toman por el cuello de la camisa a un hombre al fondo del transporte, y lo lanzan a través de la puerta abierta al pavimento. El hombre se lamenta y gime mientras un agente lo jala del brazo y lo arrastra, todavía acostado, por la calle. «Mirá a toda esta gente», le dice un agente, a modo de humillación, refiriéndose a quienes estamos esperando en la acera y viendo la escena. «¡Levantate, pues!», ordenan. El hombre está visiblemente borracho y no consigue levantarse. En uno de sus intentos, cae hacia adelante y se golpea la cabeza contra el pavimento. Eventualmente, logra sentarse en la banqueta, a dos o tres metros de nosotros. Los policías lo observan con desdén mientras se recupera del golpe. Tras unos diez minutos, le dicen: «Vení, vamos a dormir un ratito». Lo escoltan al otro lado de la calle e ingresan al Penalito. Todas las personas de la acera guardamos silencio.
Siete y media. Una mujer llama la atención de los familiares en la acera y anuncia, con voz de coordinadora, que esa noche van a liberar a nueve. «Solo hay cinco familias; si viene el micro y todavía no llegan las otras, ustedes sacan a los demás, porque faltan cinco, ¿oyeron?». Quiere decir que, para que los privados de libertad sin familias que los reciban no sean recapturados, las familias de los demás deben firmar por ellos, aunque no los conozcan. Los familiares asienten. La mujer, la coordinadora, les pide sus documentos para sacarles copias.
Cuando preguntamos a la Coordinadora qué es lo que hace exactamente, contesta parca: «De todo». Y tiene razón. Ella no tiene familiares presos. Está allí, en teoría, solo porque tiene que vender los paquetes que los familiares llevan a sus seres queridos privados de libertad: toallas, papel higiénico, azúcar, avena y otros insumos básicos para sus rutinas. Es su negocio, que tiene desde hace años, mucho antes del régimen de excepción.
Pero hace un año, confrontada con el régimen de excepción, la Coordinadora le prometió a Dios ayudar a estas familias, «por humanidad», dice, pero también en agradecimiento porque considera que ha bendecido su negocio. Desde entonces, usando su local como base de operaciones, ella organiza a los familiares, saca copias de sus documentos, lleva la lista de quiénes serán liberados y la compara con las personas que están esperando, organiza la responsabilidad con las personas liberadas que no tienen quién firme por ellas. Todos los días desde las seis de la mañana hasta altas horas de la noche, cuando el último liberado ha encontrado dónde dormir.
«No podemos dejarlos adentro», explica la Coordinadora. Si realmente nadie puede hacerse cargo de las personas liberadas sin familiares allí, ella y sus compañeras les consiguen hospedaje cerca y, por la mañana, organizan su transporte hasta sus hogares. El dinero para eso son donaciones de las mismas familias que están presentes. «Antes dormían acá», recuerda, «pero ahora han puesto cámaras», dice, y señala con la cabeza hacia la izquierda y la derecha, hacia dos pequeñas cámaras escondidas entre las vigas de los techos de los comedores. «Ya no los dejan, por seguridad, por accidentes [viales] y porque hacían cosas indecentes (sus necesidades) en la acera».
Tiene cuatro cuadernos cerca en todo momento. Uno, con nombres y números de identificación de familiares; otro, con las listas de los paquetes que entrega a los privados de libertad; otro, con listas de refrigerios; el último, con las preguntas de las familias sobre sus seres queridos.
Es difícil conversar tendido con la Coordinadora, porque todo el tiempo hay alguien que necesita su atención. En diez minutos, recibe al menos tres llamadas y cuatro familiares se acercan a preguntarle algo o a dejarle un número de teléfono o un documento. Organiza, planea, explica, consuela. No se detiene ni un minuto.
Ocho de la noche. Una buseta blanca se estaciona frente al portón de las bartolinas. La puerta se abre y deja salir una cumbia estridente. Los familiares se levantan apresurados de las sillas y se apiñan del otro lado de la acera. Las madres lloran y se abrazan. La docena de personas que esperan ha crecido, ahora son casi cuarenta familiares. Son, como hace un par de horas, sobre todo mujeres, aunque en la última media hora se les sumaron también cinco hombres y unos cuantos niños pequeños.
De la buseta salen, uno por uno, ocho hombres esposados, en camiseta blanca, calzoneta del mismo color y sandalias o crocs. «Vienen bien pelones», comenta una señora, preocupada por no reconocer a su familiar, porque todos lucen igual: rapados, delgados y con la cara tapada por mascarillas quirúrgicas. Las familias examinan a lo lejos los rostros de los liberados, esperando encontrar el de su ser querido capturado. A una niña de 13 años que espera desde las seis de la tarde se le ilumina la mirada: ha reconocido a su papá. «Creo que él no me ve», lamenta. La Niña mira cómo lo escoltan al Penalito y regresa a sentarse en la silla plástica.
La Niña explica que ese hombre no es su papá biológico, que es su tío, pero que la crió como hija propia cuando su progenitor dejó a su familia hace una década. Así que es su papá.
Desde hace once meses, está bajo el cuidado de su abuela, como muchas infancias desamparadas por el régimen de excepción. Han atravesado este año juntas, yendo a dejar con regularidad el paquete a Mariona desde su cantón en Jiquilisco. Su madre emigró a Estados Unidos en febrero de 2022, un mes antes del régimen de excepción, con su hermanito menor. Espera poder mandar a traer a la Niña a finales del año, cuando junte suficiente dinero pintando casas en una ciudad del sur estadounidense.
Está nerviosa, pero animada. Cuenta que estaba en la escuela, en Jiquilisco, cuando le avisaron que su papá estaba en la lista de ese día. Consiguieron transporte y, en tres horas, llegaron a la capital para esperarlo. «Sentí una gran alegría…», dice, pero se interrumpe y rompe a llorar, con la cabeza en el regazo. Son lágrimas de alivio.
Ocho y media. Un agente de la Policía cruza para sacar copia a las órdenes de liberación. Unos cuantos minutos más tarde, una de las compañeras de la Coordinadora llama en voz alta a una de las mujeres que esperan y pide a las demás formar una fila en la acera. Cada familiar responsable de una persona liberada deberá pasar a dar copias de sus documentos y firmar. Uno por uno.
El Licenciado sigue ahí, aunque ninguno de sus «clientes» será liberado esa noche. Trata de quedarse hasta el final, acompañando a las familias y a otras personas voluntarias en el lugar. Él entiende lo que están atravesando: él mismo fue preso político durante la guerra y pasó un año y medio detenido. Esa es su motivación. Aunque sufrió torturas mientras fue privado de libertad, dice que ha perdonado a quienes le hicieron daño: «No estoy haciendo esto por odio, sino por hacer justicia».
Nueve de la noche. Seis mujeres esperan en fila frente a la puerta, sosteniendo las copias de sus documentos. Del otro lado de la calle, la Coordinadora anuncia: “Vamos a recoger para los pasajes”. Los familiares sacan monedas de sus bolsillos.
Nueve y diez. Sale el primer hombre del Penalito. De inmediato ve a una mujer de camisa turquesa que está parada junto a la puerta. Se abalanza en un abrazo y casi la tumba, mientras ambos ríen.
Un minuto más tarde sale el segundo, un hombre pequeño y delgado, con una calzoneta que casi alcanza sus tobillos. Abraza a una de las mujeres que esperan y el abrazo se torna largo, no dura menos de un minuto.
El tercero sale y busca con la mirada a alguien conocido. Una mujer de rosado lo ve y cruza la calle corriendo, sin fijarse en un carro que casi la arrolla. Se encuentran en un abrazo profundo, todavía en la calle, sin lograr subir a la acera.
El cuarto cruza la calle para encontrar a una mujer joven con una bebé en brazos. Cuando termina de abrazar y besar a la mujer y a la pequeña, una señora mayor le toca el hombro y ambos rompen en llanto mientras se abrazan. «Venite, papa, venite, papito lindo», le dice su madre, llorosa e impaciente.
Hay siete grupos de personas abrazándose, todas llorando. De repente, la multitud del otro lado de la calle estalla en aplausos y todas las personas participan: las familias, los hombres liberados, las personas voluntarias, y aquellas que todavía tendrán que esperar varias noches más por sus seres queridos.
La Coordinadora les da unos minutos para reencontrarse, pero rápidamente avisa que tienen que despejar el lugar. «¿Alguien va para Suchitoto?», preguntan unas mujeres. Las familias buscan cómo compartir transporte entre ellas.
Un hombre canoso y de piel muy blanca, de unos sesenta años, está solo. Las mujeres le preguntan si nadie lo espera y el hombre contesta bajito: «No veo a nadie». Él no ha sido capturado en el régimen de excepción, sino que es «penado», es decir, ha salido después de una condena más larga. A la Coordinadora no le importa esa diferenciación y le avisa que ella le conseguirá hospedaje para esa noche y transporte para llevarlo a su ciudad, Apopa, a media hora de allí.
***
Son las diez de la noche. La acera frente al Penalito está vacía ya. Resulta difícil creer que hacía una hora, había un pequeño mundito bullicioso de familiares ansiosos, vendedores avispados y defensores comprometidos. El lunes por la mañana, el movimiento volverá. La Coordinadora empezará a preparar los víveres del día siguiente. El Licenciado buscará las listas filtradas para avisar a sus clientes y organizarse para acompañarlos. El Cuñado y tantas otras familias, que todavía esperan que liberen a los suyos, volverán por la noche, con la esperanza de que esta vez sí tengan suerte.
Diez, doce hombres y quizá mujeres bajarán de una buseta tras un año —con suerte menos— de encierro, hacinamiento, humillaciones y torturas. Sin ser realmente libres porque la amenaza de la recaptura penderá sobre sus cabezas mientras sus procesos continúen y el régimen de excepción siga vigente.