Muerda con voracidad

Elena Salamanca | 08/05/2021

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Abuelita Rosa Elena:
Nunca he podido escribir cartas. Hago ensayos, artículos, poemas. Esta es
una especie de carta para usted y su tía Adriana, para contarles mis fracasos y victorias en el hogar. Para pedirles perdón y para perdonarme.

I

Mi Abuelita se quejaba siempre de que yo no sabía hacer nada del hogar:
—El problema de las estudiosas —decía— es que se mueren de hambre.
Y en efecto, Abuelita, morimos de hambre, pero por la flexibilidad del mercado laboral y la brecha salarial entre hombres y mujeres, para empezar.

Cuando partí al doctorado, mi Abuelita me dijo, con tristeza y decepción:
—¿No te basta tanto conocimiento?

Y rompí a llorar.
No, no me bastaba. Aún no me basta.

Desde niña, almacené conocimiento con gula. Era como los roperos de mi casa: llenos de cosas viejas, inútiles y preciosas. Demasiado antiguas para ser usadas, demasiado preciadas para ser tiradas.

Cada vez que mi Abuela o mi madre abrían su ropero, ocurría el éxtasis.
Todo lo que guardaban era nuevo para mí, aunque lo hubiera visto ya tantas veces. No todo podía tocarlo y no todo podía leerlo y por eso lo amaba más. Alguna vez, me dejaron probarme ropa de adulta y las joyas de mi mamá: caminaba por la casa con sus anillos de rubíes, esmeraldas y zafiros y los valoraba de la misma forma que las estampitas de santos que guardaba mi Abuelita desde 1940 y cuyos reversos ella me dejaba leer.

Y así me convertí en adulta y emigré y viví sola en una docena de casas y
luego viví en pareja y, de nuevo, sola y siempre que tuve hogar soñé con la cocina. Mis amigas intelectuales o del doctorado me criticaban porque al terminar las clases, corría a mi casa a cocinar, a preparar pasteles y a dejarlos por horas en las ventanas mientras se expandía su olor por el edificio. Yo nunca acepté sus críticas porque solo enfatizaban la división del trabajo que nos ha sometido, como mujeres y que evidenciaba el privilegio de clase: nosotras íbamos a ser doctoras mientras otras mujeres iban a romperse las manos por limpiar nuestra casa. Y me parecía el argumento de un feminismo frágil como el papel mojado. Ahora estoy lejos de mi país, de mi casa, de mi familia, de mi gato, de mis libros, ahora, como miles, como millones, de personas, estoy recluida en cuarentena, en una habitación, sola, mientras escribo.

Cada mañana, abro las ventanas y deseo ver el volcán. Y no lo veo. Lo que encuentro son techos rojos infinitos o las ventanas cerradas de los vecinos. El volcán de San Salvador es el paisaje de mi vida: ver mi volcán y temerle y amarle ha sido para mí vivir, porque todo lo bello es terrible como escribió Rilke.

Todos los días llamo a mi familia por Whastapp. Por horas. Cuando nos
llamamos, mi madre y mi hermana se sientan en el jardín de mi Abuela, quien murió hace dos años, pero sobreviven las plantas que sembró y florecen con intensa terquedad en estos días de angustia. Verlas por una videollamada es la única forma que tengo de estar en mi hogar. Esa y cocinar. Aunque fracase.

II

Cuando cocino, hago cosas que irritarían a mi Abuelita.
Nunca uso instrumentos para cortar las frutas o los vegetales, las aplasto
con las manos, las destripo, las siento, reconozco sus texturas.
Hacerlo me regresa a un ritual primigenio, a una ofrenda por la vida, ya
fuera con flores o con corazones aún latiendo.
Es el tiempo de volver a lo prístino.

III

Empecé a cocinar con epazote en México. Antes lo odiaba. Un día, en el supermercado, sentí su olor y recordé a mi Abuelita. Ella dejó de cocinar con epazote porque yo lo odiaba. Hacer que alguien abandone su sazón por amor es demasiado egoísta. Pedí perdón a mi Abuelita y volví a casa con un ramo de epazote.

Cuando era niña, mi Abuelita me explicaba cómo preparar el casamiento:
se usaban frijoles rojos cocidos el día anterior, el arroz podía ser sobrante o se preparaba para el plato. El nombre era sencillo, me decía, el frijol es el novio con frac, el arroz es la novia, pura, de blanco. En otros lugares, se llama moros con cristianos, un nombre más colonialista, por decirlo así. Mi Abuelita me explicaba que en su infancia en la casa de su tía Adriana, el casamiento se preparaba en cacerolas de cobre, que debían brillar para demostrar que habían sido bien lavadas. La tía Adriana era nieta de un presidente de la República y había enseñado a mi Abuelita todas las maneras del hogar, a formar un menaje de casa, a coser, a cocinar…

Yo amaba pasar los días con mi Abuelita, éramos las más felices observando flores y pájaros. Pero mi Abuelita sentía la misión inexorable de prepararme para la vida, de enseñarme a ser señorita y después ser una sabia y poderosa señora de la casa. Y yo no sabía cómo escapar de ese destino. Pero claramente no lo quería.

Yo pensaba que yo era el fracaso de la tía Adriana, que tenía que esconderme debajo de las sábanas que mi Abuelita colgaba al sol y que yo no sabía doblar. Mi Abuelita me enseñó a doblar sábanas, me contó del almidón en las sábanas y los puños y cuellos de las camisas, me enseñó a limpiar frijoles y arroces, espulgarlos de vainas, piedras y gorgojos, esos animalitos que invaden los granos básicos. Pero por alguna razón yo hacía todo mal. Era mi destino. Era muy pequeña para encontrar las esquinas de las enormes sábanas, mis brazos no podían medir las yardas, como era correcto, y los gorgojos me daban miedo y pensaba que podía recibir un castigo divino si los mataba, entonces los dejaba vivir e inundar los frijoles y echarlos a perder y entonces mi Abuelita tenía que tirarlos y qué pecado porque hay tantos niños con hambre en el mundo.

Estoy con mi Abuelita todos los días de mi vida. Ella ya murió, pero está
conmigo para siempre en todos los gestos de la vida: mientras fracaso en la cocina, mientras escribo libros, mientras veo por la ventana y los aviones pasan porque México no ha cerrado su aeropuerto. Aún.

Está conmigo como estuvo con ella su tía Adriana, todos los días de su vida,
mientras preparaba la comida, mientras olía las hierbas para sazonar, mientras doblaba las sábanas. Está conmigo como han permanecido las mujeres en el tiempo. Siempre en la memoria de otras mujeres. En el silencio de los libros y los documentos, en el gesto de doblar una camisa, de servir una comida, de partir un pan.

Por ellas, en estos días, yo me he sabido perdonar.

IV

Todos los días de mi vida estoy con mi Abuelita en mis fracasos del hogar. Si
doblo mal una sábana, la desdoblo y la vuelvo a doblar. Si trapeo mal y rayo el piso, vuelvo a la cubeta y al trapeador y empiezo de nuevo. Todos los días limpio la casa: aspiro, trapeo, desinfecto. Lavo platos interminablemente, escribo y espero el momento de volver a limpiar. Porque si no lo hago yo, nadie más lo hace por mí. Es el tiempo de los cuidados, es el tiempo de lavar a mano y sentir cómo te arde la piel por el detergente y el cloro y pensar cuántas veces no le diste guantes a las mujeres que limpiaron tu casa y lavaron tu ropa por años. Es el tiempo de mirar hacia la división social del trabajo, al trabajo dividido por el género y pensar cuán injustos hemos sido, cuán impunes y cotidianos, es el tiempo de entender la desigualdad y la crueldad, los fracasos…

Mis fracasos del hogar me preocupan porque mi Abuelita siempre tuvo
miedo de que yo no pudiera sobrevivir en una vida adulta e independiente. Lo mismo que temía por mí en un matrimonio. Yo no me casé, pero el fracaso del amor ha sido mi entretenimiento desde hace muchos años. Ha superado incluso a mis fracasos en la cocina. Llegar al amor verdadero ha sido para mí lo mismo que llegar al anarquismo, unos 200 años después, pero llegar finalmente.

Antes, estuve horneando pasteles y llorando por las noches, la cara contra
las almohadas para que el hombre no me escuchara. Un día, hace varios años, sufrí un accidente brutal, casi muero, estaba “casi degollada”, dijeron los médicos. No podía moverme, no podía valerme por mí misma. Una amiga llegaba a casa a ayudar a mi pareja a cuidarme: él me colocaba las vendas y las medicinas y se iba a trabajar, ella lo relevaba y me hacía de comer y lavaba los platos. Un día decidimos, mi amiga y yo, mandar la ropa a la lavandería. Yo abrí el cesto de la ropa sucia de mi novio y saqué sus pantalones, y como siempre retiré la basura de los bolsillos. En uno de ellos, encontré algo, una prueba de que me era infiel.

Yo había estado a punto de morir, pocos días atrás. Y empecé a llorar. Mi amiga corrió a la cocina y volvió con durazno en la mano y me lo entregó:

Mordé, Elena, mordé fuerte.

Yo mordí, con toda mi fuerza, mientras lloraba. El durazno estaba muy maduro y se deshacía entre y mi mano y mi boca. Su jugo me escurría de los labios y yo lloraba tanto que mi cara era un solo líquido: néctar y lágrimas.

Morder el dolor me salvó.

Lo que el viento se llevó era la película favorita de mi Abuelita. No sé cuántas veces la vimos, no sé cuantas veces me senté con ella a admirar los vestidos de Scarlett O’Hara. Mi Abuelita solía peinarme como la heroína, con rizos victorianos como privilegiada blanca del Sur. Lo que recuerdo de esa película sobre todo es el final, me estremecía demasiado, aunque yo, tan niña, no comprendía qué era el estremecimiento. Scarlett O’Hara había perdido todo. Pero le quedaba la tierra, y en la tierra había nacido un rábano, que arrancaba con las manos. Y mordía:

—God is my witness, I’ll never be hungry again.

Así estoy yo en este encierro, Abuelita, mordiendo con voracidad la vida.





Elena Salamanca (San Salvador, 1982). Escritora e historiadora. Ha publicado La familia o el olvido (El Salvador, 2017 y 2018), Peces en la boca (México, 2013 y El Salvador, 2011), Landsmoder (El Salvador, 2012) y Último viernes (El Salvador, 2008 y Suecia, 2010).

Su obra ha sido traducida al inglés, francés, alemán y sueco y ha publicada en antologías en Hispanoamérica, las más recientes: Todo lo que nos queda es (el) ahora. Textos con corazón y dignidad sobre la pandemia de nuestro
tiempo (La Reci, México, 2020); 4M3R1C4 2.0. Novísima poesía latinoamericana 1980-1990 (Ediciones Liliputienses, España, 2017) y Transfronterizas. 38 poetas latinoamericanas (UNAM, México, 2016).

Es candidata al Doctorado en Historia en el Colegio de México y en sus tesis investiga las relaciones entre unionismo centroamericano, ciudadanía y exilio en México en las décadas de 1930 y 1940. Es Maestra en Historia por El Colegio de México (2016) y Máster en Historia Iberoamericana Comparada por la Universidad de Huelva, España (2013). Su obra vincula literatura, performance, memoria y política en el espacio público. Entre sus obras están Solo los que olvidan tienen recuerdos (México 2009; El Salvador 2012 y 2018); Landsmoder (2011); El descanso del guerrero. Un duelo amoroso para Roque Dalton (2017); Hiato (2017) y Letanías para Mélida Anaya Montes (2018).

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