C tuvo dos hijos con R. R le prometió a C que construirían una familia juntos, pero desde antes de nacer la primera criatura, R violentaba a C verbal, psicológica y económicamente. Su relación armoniosa inicial se convirtió en una tomada por la espiral de la violencia.
C decidió dejar a R el día en que él le torció el dedo anular de la mano derecha, porque pensó que de la violencia física no hay retorno. Ella huyó de la casa de R con su segundo hijo de entonces cuatro meses en brazos, el otro de la mano y tres maletas y pensó, ilusamente, que ahí se acabarían la mayoría de sus problemas porque habría dejado a un marido abusador, pero sus peores problemas apenas empezaban.
C pidó apoyo de su familia sanguínea pero volvió a vivir la espiral de violencia durante dos meses donde recordó los abusos a los que fue sometida en la infancia, los que la habrían llevado, en parte, a vivir una relación de abusos con R, luego encontró un lugar donde vivir y empezó su vida de «eterna cuidadora», como define a las mujeres la feminista Marcela Lagarde.
Cuando sopesaba la posibilidad de dejar a su exmarido por violento por no querer vivir en un tormento de por vida; C, a veces, se detenía porque R brindaba ciertos cuidados a los hijos y ella sabía que, de separarse, los cuidados recaerían únicamente en ella.
Ahora que no están juntos; ella se salvó del abuso presencial, pero tiene que cubrir el 80 % de los gastos, pues R cubre el otro 20 % y, como no viven en la misma ciudad, el genitor no provee ningún cuidado. Han pasado casi dos años desde la separación y el progenitor no ha visitado a sus hijos. C no posee una vivienda propia, como R, y tiene que hacer malabares todos los días para hacer trabajo del hogar no remunerado; trabajo de cuidados y trabajo remunerado.
Días antes de la separación; R no acompañó a C al pediatra, se fue desentendiendo hasta convertirse en «mi papá es una videollamada», como lo define la criatura mayor.
En los momentos cúspides de su conflicto, él repetía una y otra vez que su vida era una m**rd*, sobre todo cuando la urgencia de proveer cuidados o cubrir las necesidades de sus hijos se hacía impostergable y lo colocaba en estrés. Pero insistía en culpar a C de todo.
También la acusaba de ser el peor error de su vida y C cree que hizo todo eso para desafanarse de los cuidados y lo logró. Cuando C le propuso compartir la crianza y mudarse a unos apartamentos enfrente de su casa, R dijo que mejor no porque ella mucho lo «molestaría». Él conserva su casa propia, un trabajo con prestaciones sociales, su lugar familiar y social y nadie lo ha juzgado o castigado por ser un padre ausente. Ahora él no cuida. Como más del 50% de los genitores a nivel global. Y cada vez que puede, aún de lejos, busca cómo violentar a C.
Pero ¿qué implica que un padre no esté, que no sea responsable de los hijxs que engendró? Nos hacemos pocas veces esas preguntas en forma de denuncia porque en Latinoamérica hemos normalizado de una manera tan insconciente y violenta que, ante la ausencia del padre, supuestamente, la madre «todo lo puede y todo lo deberá poder», y no es así. El premio de consuelo que no lo es: el lugar de la mamá luchona y sacrificada.
El costo de las paternidades ausentes o negligentes lo pagan el cuerpo, la mente y las vidas de millones de mujeres que muchas veces ven truncados sus proyectos de vidas por dedicar, al menos, tres veces más de su tiempo a las labores de cuidado que los hombres. Y hasta hace poco, todavía era (y es) mal visto quejarse de la inequidad en la distribución de las labores de cuidado de las infancias.
La ausencia de los padres lo pagan, sobre todo, las criaturas que, definitivamente, tienen menos oportunidades económicas y emocionales por ser cuidados solo por la madre.
Si un genitor no está o es negligente aunque presente, la madre tiene que hacer malabares para conseguir el sustento, casi siempre en trabajos de cuidados o precarizados; si la mujer es de clase alta, media o baja puede ver truncada su carrera profesional o caer en la brecha de género.
La mayoría de madres que tienen que asumir la parte que le tocaba al genitor ven truncados sus planes de superación en el campo educativo; no logran costear una vivienda digna ni invertir lo suficiente en una educación de calidad para sus hijos, sin contar que, por la ausencia o negligencia de los genitores, las criaturas y la madre ven mermadas su salud mental y física por un loop de burnout de crianza sempiterno.
Todos tenemos derechos a ser cuidados con calidad, pero las madres que crían casi solas están sobrepasadas, tienen menos paciencia y pueden caer en una crianza autoritaria y no respetuosa. El abandono social a las madres tiene sumido al continente en la pobreza y en la violencia. Los Estados y la sociedad se hacen de la vista gorda y reifican el problema.
R llama a sus dos hijos una vez cada semana durante unos quince minutos, y casi siempre lo hace desde su hamaca. Cuando C ha evidenciado socialmente sus abusos o ausencias, R amenaza con suspender la pírrica pensión. «Tendrás que chingarle (trabajar) más», la amenazó y se burló de ella una vez.
El genitor ausente llamando por teléfono desde la hamaca y dedicando 15 minutos a la semana a sus hijxs, sin planes de ver presencialmente a sus hijos, estrenando auto nuevo, es la metáfora perfecta de la desigualdad que el filósofo Michel Foucault señalaba cuando dijo que uno ve montarse en un taxi a una mujer y a un hombre pero no ve las estructuras de opresión entre ellos.
Ante todo esto, mi propuesta es doble. Que dejemos de excusar, disculpar y normalizar a las paternidades ausentes y/o negligentes y que los hombres asuman su parte del cuidado de las infancias de manera realmente equitativa no decorativa. La responsabiliadad de cuidar infancias plenas es de ambos.
Tampoco, mujeres, se vale el «yo no le pido nada». No más. No pedirle «nada» a los genitores de los hijos por «orgullo» es ayudarles a hacer lo que buscan bajo la complicidad social: desentenderse de su responsabilidad. Les sugeriría que, aunque cueste, acudan a las instancias legales a exigir los derechos de las y los niños y que también exijamos, juntas, políticas públicas que no sólo otorguen una pensión pírrica sino lo que realmente corresponde. Son demasiadas generaciones las afectadas por la irresponsabilidad, semiausencia o ausencia de los genitores.
Y lo que se les «pide» y exige no es para una, es para lxs hijxs en común que merecen tener una mejor calidad de vida y no un padre ausente y negligente meciéndose en una hamaca.