Yo me he perdido en el monte, abuela.
Ya no sé cómo llegar.
(Luna de Anatolia)
Cuando era pequeña, en las reuniones familiares, mis tías y mi mamá solían sentarse juntas a recordar. Entre recuerdos de travesuras infantiles y nombres de personas que ya no están, a veces salía a relucir un recuerdo que contaban como anécdota cuasi divertida, amena: que mi bisabuelo se había robado a mi bisabuela, mamá Clara, mientras ella sacaba la basura afuera de la casa donde trabajaba haciendo limpieza. Siempre usan la misma frase: se la robó.
Un día de 1916, en el barrio Candelaria de San Salvador, cuando mi bisabuela tenía diecisiete años, papá Toño (como le llaman de cariño), de 26 años, «se la pasó llevando en la calle, y se la llevó para su casa». A plena luz del día. Para ese entonces, esto no era un delito. Era, más bien, una costumbre.
Hombres mayores raptaban mujeres en la calle y las convertían contra su voluntad en sus parejas. Y en las madres de su descendencia.
«El Salvador nace de una madre violada«. Y ha sido el largo alumbramiento de un país parido por niñas rehenes del patriarcado, al que ellas han tenido que enfrentarse una y otra vez, hasta la muerte, resistiendo de generación en generación. Los esfuerzos de cientos y miles de mujeres salvadoreñas a lo largo de la historia han logrado conquistar diferentes luchas, y siguen haciendo frente a otras. Pero el campo de batalla parece seguir siendo el mismo.
Todavía hay hombres en este país que se sienten con la autoridad y propiedad de ver a una mujer en cualquier lugar y tomar la decisión de raptarla, violarla e incluso asesinarla. Esto pasa hoy. Con certeza, también pasó ayer —hace cien años, como pasó con mi bisabuela—, y con gran probabilidad también mañana. Así lo muestran las terroríficas descripciones en las sentencias de privaciones de libertad de mujeres de los últimos años. Al menos el 13 % tiene como móvil la violencia sexual.
La cultura machista salvadoreña concede una licencia para que casi cualquier hombre haga lo que le dé la gana con una mujer, cuando quiera y como quiera. Tienen la garantía social, en su red de «aleros», de que serán encubiertos.
El cuerpo y la vida de las mujeres son utilizados y desechados de las formas más variadas para que los hombres conserven su poder y el statu quo, porque tienen a su disposición un sistema patriarcal y capitalista bien articulado. Este valida su poder a partir dede la explotación del cuerpo de las mujeres convertidas en propiedad privada, en territorio de conquista, como diría Rita Segato.
Los casos en El Salvador sobran. Extrabajadoras de una maquila cuyo dueño pudo irse del país burlando la ley, debiéndoles el dinero por el que ellas trabajaron y sacrificaron su salud y vida por más de 20 años. Policías que pueden crear redes de feminicidio con toda tranquilidad. Actrices que deben abandonar sus proyectos artísticos porque sus directores acosadores les hacen imposible su aprendizaje y su trabajo. “Amigos» que abusan sexualmente de mujeres cuando están en estado de ebriedad.
Pero la territorialidad que los hombres ejercen en los cuerpos de las mujeres bien puede extenderse más allá de lo estrictamente físico. Mujeres a quienes sus novios o amigos roban sus nudes de sus teléfonos y las difunden, para luego ser ellas quienes deben de desaparecer del mapa social: migrar, enfrentar el bullying virtual, la culpa, el odio de sus familias, la depresión, desaparecer.
También se puede desaparecer a las mujeres de otras formas, como en el plano simbólico, en los ámbitos profesionales o académicos, donde las ideas de las mujeres son vistas de menos o desechadas del todo. Periodistas en las salas de redacción que creen que el enfoque de género es alharaca de feministas «histéricas». Mujeres intelectuales en círculos académicos que deben comportarse “como hombres” para que sus ideas sean escuchadas —o resignarse a largas sesiones de insoportable mansplaining y que desaparezcan sus valiosos aportes—.
No solo la intelectualidad de las mujeres puede lanzarse al vacío, sino también su propia verdad, su integridad psicológica, su autoestima. Hombres que minan la frágil salud mental de las mujeres con las que salen haciéndoles gaslighting*, haciéndolas dudar de su propio juicio de realidad y autonomía psíquica. O bien las convierten en pañuelos emocionales, juguetes sexuales, figuras de crianza y de cuido, terapeutas, musas pasivas e idealizadas, y toda una amplia gama de torturas psicológicas.
El cuerpo y la vida de las mujeres son vistos como meras herramientas al servicio del dominio masculino.
Todo eso lo vivimos las mujeres, todos los días, a todas horas. Es nuestra normalidad. Muchas no hablamos porque da miedo. Nos da miedo que nos tachen de locas y nos manden a medicarnos por cuestionar esa normalidad. Nos da miedo quedarnos solas: perder al novio, al amigo, al hermano, al padre, al profesor… Porque, simple y sencillamente, no podemos. Y este Gobierno no ha protegido a las mujeres, sino que desacredita a quienes buscan a sus familiares desaparecidas, y expulsa a mujeres del país. Pero esa realidad va cambiando poco a poco. De seguro cualquier salvadoreña o salvadoreño que pregunte por su árbol genealógico descubrirá una historia muy parecida a la de mi bisabuela, mamá Clara. Pero también puede mirar a cualquier parte y encontrará en quien comparte nudes sin consentimientos, en quien demerita el trabajo de las mujeres por ser mujeres, en quienes sobreexplotan el trabajo de cuido que las mujeres hacen en sus hogares o en quienes callan a sus novias en dinámicas de grupo… a mi bisabuelo.
*Según la psicoterapeuta y autora estadounidense Madeline Tormoen, gaslight (en español: luz de gas) es «una forma consciente o inconsciente de abuso psicológico que ocurre cuando un perpetrador distorsiona la información para confundir a la víctima, provocando la víctima a dudar de su memoria y cordura». Un caso frecuentemente citado para ejemplificar este tipo de abuso es cuando una víctima le señala a su agresor o agresora el daño que le hizo pero la persona victimaria responde cuestionando: «¿Cuál daño? No existe ningún daño, es producto de tu exageración, no existe ningún problema». La luz de gas suele tener graves repercusiones en la salud mental y emocional de la víctima, llevándola a estados psicológicos de disociación, paranoia, baja autoestima e incluso ideación suicida.