Despertar sin una sola gota de motivación a diario para realizar cada una de las actividades que la vida adulta exige ha sido una de las cosas más frustrantes para mí. Desde los 15 años he cargado con mis emociones como si pesaran diez veces más que yo. He tenido una larga y tortuosa relación con la tristeza.
Desde entonces ese sentimiento me incomodaba mucho porque sentía que no lograba disfrutar el tiempo con mi familia, amigos, mis actividades diarias; tampoco sabía llevarme bien conmigo misma. No me gustaba pensar en la posibilidad de sentirme así toda mi vida, especialmente en mi juventud, que es la época donde todas las personas con muchos años más de vida, se coordinan para decir que no existen preocupaciones, aunque las haya en abundancia.
Aunque una no quiera encontrarse en ese estado emocional, la misma mente hace sentir que va a ser imposible escapar de ese hoyo profundo del que “nadie más” puede ayudarnos a salir. Intentar encontrar sentido todos los días a la vida es una de las cosas más agotadoras, si no es que la más agotadora de todas. Pero ¿qué pasa cuando el cuerpo comienza a gritarte que tus emociones le pesan y duelen? Esta oscuridad se presentó en mi vida cuando tenía 22 años.
Una madrugada me desperté con mi corazón acelerado, como cuando una ha hecho mucho esfuerzo físico. Mi corazón latía 138 veces por minuto, eso me dificultaba mucho respirar, tenía las manos heladas, y una adrenalina extraña que recorría mi cuerpo de arriba hacia abajo. Sentía que de tanto latir mi corazón se iba a detener. Luego venía el miedo, el miedo a morir.
Aunque ya había tenido otros episodios de ansiedad, nunca fueron tan intensos como esos que marcaron un antes y un después en mi vida. En largas conversaciones con mi mamá recuerdo haberle dicho reiteradas veces que yo no iba a aguantar más de dos años en la misma situación, que no quería seguir viviendo así. Ella y yo llorábamos juntas; supongo que para una madre es muy difícil ayudar a sanar algo que no comprende, y que su hija tampoco sabe muy bien cómo explicar.
Pasé exactamente 7 días con esos episodios de ansiedad, hasta que mis padres se preocuparon mucho y me llevaron a realizarme todo tipo de exámenes. Los resultados de estos fueron normales. Entonces fue más frustrante sentirme mal físicamente y que el diagnóstico del doctor haya sido que estaba “estresada”, nada más.
Tuve el privilegio de que mis papás me financiaran ayuda psicológica y psiquiátrica. Ahora estoy sanando y curando con 50 mg de serotonina por las mañanas y cuatro gotas de rivotril por las noches. Mucho apoyo de mi familia, amigos y compañeros.
Mis padres entendieron a través de mi padecimiento que educar sobre salud mental desde muy pequeños es tan importante como enseñar a lavarse las manos. A mí me tocó aprender sobre el cuidado de la salud mental hundiéndome en un dolor que solo quienes hemos tenido depresión entendemos. Un tema que puede ser muy difícil de dialogar porque se sienten tantas cosas en las que el único denominador es la tristeza y desmotivación.
A mis 23 años he logrado pensar en mi vida en incontables años más, se me cruzó en más de alguna ocasión terminar con mi vida (que no es nada normal), pero decidí ponerle punto y coma y continuar.
Hoy tengo muchas ganas de seguir construyendo mi futuro, viendo a los míos lograr sus sueños y encontrando más momentos felices. Antes quería morirme, porque pensaba que al menos eso de ser una persona alegre no era para mí, y que hay personas a las que simplemente eso no se nos da.
Me equivoqué, a veces las situaciones duras que hemos enfrentado desde pequeños nos hacen tanto daño que nos hacen perder el sentido de las cosas más valiosas. El proceso sigue sin ser lineal, hay días que tienen mucho sabor a no querer seguir aquí, pero en esos momentos me recuerdo de los buenos momentos que he logrado conseguir a pesar de todo.
Nadie que no haya enfrentado la depresión puede decir que la comprende. Una persona que la padece necesita mucho apoyo, cariño y empatía por parte de quienes le rodean. Quizá sea una persona muy insegura y con muchos miedos, y lo peor que puede hacer otra persona es abonar a esos sentimientos que duelen tanto. Todos debemos aprender a ser de esa gente que ayuda a otros a poner un punto y coma y decidir seguir.