16 de enero de 1992: El día amaneció esplendoroso. Un cielo azul cobalto cubría la ciudad de San Salvador y soplaba una fresca brisa del este, que hacía ondear con energía las banderas desplegadas en la Plaza Barrios, en el Palacio Nacional y en catedral.
Las mantas desplegadas nos inundaban con sus mensajes:
El Frente: Presente.
Vivan los mártires de la revolución.
A 11 años del esfuerzo político militar,
hemos cumplido.
END – FMLN
Gracias ONU por tu contribución a la paz: FEDECOPADES.
El pueblo y COPAZ:
Garantía para la paz.
CPDN: ganamos la paz.
UCA: presente por la paz.
Poco a poco, la plaza se fue llenando de gente y el espacio resultó insuficiente para contener todo el sentimiento y la emoción que nos embargaba.
Cuando se firmaron los Acuerdos, muchos salvadoreños comprendimos la importancia de este primer paso, pero enfrentamos con escepticismo su completo y cabal cumplimiento. Doce años de guerra declarada y cincuenta años de represión nos han moldeado de tal manera que “hasta no ver no creer”, como dice el dicho popular. Pero al llegar a la plaza, y ver en el Palacio Nacional, a la derecha, la bandera azul y blanco de El Salvador y, a la izquierda, la roja y blanca del FMLN; como también en la fachada de la catedral, una manta gigantesca con el retrato de Farabundo Martí, entonces empezamos a creer que ahora, tal vez, es posible que los Acuerdos se cumplan. El pueblo necesita ver “sacramentos”, signos visibles de los cambios, pues estamos cansados de las palabras, emitidas por los grupos de poder y de dinero, vacías de contenido y que nunca antes se habían hecho realidad.
En la tarima, frente al Palacio, actuaban grupos musicales y artísticos. Las canciones se sucedían a las consignas coreadas con entusiasmo por toda la gente.
Ganamos la paz,
defendamos los Acuerdos.
La conquista de la paz
es tarea de todos.
Terminó la guerra,
construyamos la paz.
El pueblo unido
jamás será vencido.
Mezclados con los asistentes, se veía muchachos y muchachas con pañuelos rojos y banderas del FMLN. Me parecía increíble y emocionante lo que pasaba a mi alrededor. Mis recuerdos se hicieron presentes y escuché una canción que yo cantaba en el exilio, cuando me parecía que el regreso a mi patria era algo imposible:
“Recorreré las calles nuevamente
de lo que fue mi pueblo ensangrentado,
y en una hermosa plaza liberada,
me detendré a llorar por los ausentes”.
Y lloré por los ausentes y recordé a mi hijo. Lo vi tan joven y tan entusiasta irse a luchar para que otros pudieran tener las oportunidades que él tuvo. Lo vi sonriente y alegre cantando al amor con su guitarra. Lo vi con los ojos llenos de lágrimas, conmovido, cuando se le acercaban los niños de la calle a pedirle un cinquito para poder comer. Escuché su voz cuando me dijo: “Valor, mamá, que llegará el día del triunfo y nos abrazaremos y cantaremos en la Plaza Barrios”. Yo acudí puntual a la cita, pero él no pudo llegar. Murió en algún lugar perdido de esta tierra, defendiendo sus ideales por medio de la radio. Y así como él, tantos que no pudieron estar presentes. Sus rostros pasaron rápidamente en el pensamiento y vi a monseñor Romero, al padre Ellacuría, a Nacho, a Amando, a Pardito, a Montes, a Quique, a Michel, a Tolo, a Ethel, a Pedro… Los vi pasar a todos: jóvenes idealistas, guerrilleros y soldados, obreros y campesinos, niños y viejos quienes dieron su vida para hacer realidad este día.
Realmente, el milagro se estaba dando y, poco a poco, fuimos creyendo en la fundación de una nueva patria. “Un cielo nuevo en una tierra nueva”. Simbólicamente, una paloma se posó en la mano de la estatua del general Gerardo Barrios. Y es que en esta nueva sociedad seremos los civiles quienes decidiremos cómo queremos vivir y bajo qué leyes organizaremos nuestra sociedad. No más dinero para armas, sino para comida, medicinas, escuelas, viviendas y cultura.
Mis recuerdos me llevaron a otro tiempo y a otra realidad: cateos, presos, torturados, desaparecidos, balaceras, bombas… Mi casa dinamitada. Me vi en el aeropuerto con un niño en los brazos y una valija. Salí de mi tierra con el corazón destrozado y en el pensamiento todas las palabras de amor que quise decir y no dije, todos los abrazos que quise dar y no di, todos los amigos que quise ver y no pude…
Pero estoy aquí, en esta plaza, cumpliendo una promesa que me hice a mí misma, a mis hijos, a mis amigos.
Eran las doce del mediodía, las campanas sonaban alegres en esta histórica mañana. Las lágrimas se asomaban a todos los ojos. Todos teníamos por quien llorar y todos teníamos por quienes reconstruir este país. Nos abrazamos con amigos y desconocidos; todos unidos en el dolor, en la alegría y en el firme propósito de hacer de El Salvador una nueva patria construida sobre la verdad, la justicia y el perdón.
La ilustración que acompaña este texto es de Natalia Franco.