Amada Torruella es productora, cineasta y artista. Su vida transcurre entre El Salvador y San Diego, California. Su familia migró debido al conflicto armado salvadoreño en la década de 1980, por lo que las experiencias del desplazamiento se reflejan en su trabajo como artista.
En su obra, Amada explora el duelo, la disonancia y narrativas que conectan colectivamente con la exploración del medio ambiente y el cuerpo. Actualmente trabaja en el desarrollo de su proyecto documental Vena Aquatica, una obra profunda que retrata a El Salvador de manera íntima y a través de la mirada de las mujeres defensoras del agua y la naturaleza.
¿Qué te motivó a iniciar en este campo?
Yo siento que el cine me encontró a mí, y me encontró en un momento en mi vida en el que no me había dado cuenta lo mucho que necesitaba esa práctica artística. Siempre he sido escritora, pero nunca me imaginé que el cine era algo que yo podía hacer o que era un rubro en el que yo podía estar involucrada. Fue hasta 2014, cuando ya estaba radicada en Estados Unidos, que tuve la oportunidad de trabajar en una organización de cine independiente, en la que realicé todo tipo de trabajos, de ahí surgió mi interés por el cine.
Comencé como voluntaria creativa y luego fui pasante, estuve en programación de cine, en temas de educación. En ese momento, agarré mi primera cámara, me di cuenta de que era algo que me llenaba bastante y también de que el cine es una gran herramienta para celebrar diferentes realidades, pero también para poder sanar, para poder ganar algún sentido de justicia, porque no vivimos en un mundo equitativo. Entonces, el cine es algo que permite darle el peso que se merecen a narrativas que quizás están en los márgenes. Siento que es algo muy especial. Es un espacio bien colaborativo.
¿Cuál es tu mayor logro hasta ahora?
Creo que hasta ahora mi mayor logro ha sido comenzar mi propio negocio. Tengo una casa productora independiente, pequeña, que el sueño es que pueda operar en Centroamérica y también en Estados Unidos. Me interesa mucho cultivar el diálogo entre los residentes en El Salvador y la diáspora centroamericana y salvadoreña, porque yo siempre siento que me encuentro como en ese espacio, como en gris, y me interesa bastante cómo encontrar maneras de colaborar con las dos partes.
Para mí el mayor logro ha sido poder arrancar esa productora y apoyar largometrajes, documentales, largometrajes de ficción, producir cortos y trabajar con diferentes clientes que buscan crear material de video institucional o artístico. Se ha ido desarrollando poco a poco, y es difícil de mantener. Hacer cine es muy lindo y el arte está muy presente, pero también manejar una empresa, una pequeña empresa, es complicado. Pero sí creo que eso me ha llenado bastante de felicidad y un logro también bastante grande ha sido poder encontrar en el país con quien colaborar.
¿Con qué soñás en cuanto a este trabajo?
Mi sueño es poder tener una cineteca, que es donde tengo más experiencia porque así comencé yo, como programadora. El trabajo de programadora y curadora de cine es súper especial, lo valoro mucho porque uno ingiere una cantidad extensa de contenido de calidad.
¿Tenés algún mensaje para la niñez interesada en hacer cine?
Pues mi mayor deseo es que más niñes puedan hacer cine, porque todos somos increíblemente diferentes y únicos. Mi deseo es que puedan crear más. Lo que más le agrega valor a un proyecto cinematográfico es el punto de vista, la perspectiva, la persona detrás de la cámara o la equipa detrás de la cámara, creando su historia. Porque todos tenemos vivencias diferentes, y el cine permite expresar esas vivencias, procesar esas vivencias o esos traumas también, y sanar etapas de nosotros mismos. Eso es lo que más le agrega valor, el poder compartir tu manera de ver el mundo. Lo técnico vendrá después. Obviamente es importante, también eso se aprende. Pero el hecho de creer en tu voz y en tu manera de ver el mundo no se puede enseñar. Que ellos sepan que sus opiniones, su visión y sus experiencias cuentan.