Derechos de las mujeres

El toc, toc de una Navidad de los años ochenta

Rosalía Soley fue una de las participantes del taller “Yo crío", parte del proyecto del mismo nombre, con Lauri García Dueñas. Este texto personal y crudo es el producto de dicho taller.

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Por Rosalía Soley

Ilustraciones por Alejandro Sol


En aquellos años, los atardeceres consistían en que el sol se ponía el pijama y, paso a paso, era la hora de dormir para llegar a la muy aclamada noche. 

Esa era la señal para montar nuestro campamento en la montaña «planta baja», entre esos cerros de pared y sobre la tierra de adoquines compactados en formas de cuadros, que nos esperaban para tendernos sobre ellos. El cielo blanco amodorraba. 

En nuestro campamento, mami decía «Ya es hora de dormir» y Julia, la nana, nos hacía guardar silencio con esa tranquilidad que evoca ella. Mientras mis párpados luchaban para no cerrarse, los sonidos afloraban. No, no eran aves nocturnas como los búhos o geckos. Eran las sirenas de canto profundo entre azulado y rojo. También eran esos gritos que descubrían los escondites. 

Pero una noche, esa que aún tengo palpitante en mí, antes de Navidad, sentí a mami que se movió de manera sigilosa para no despertarnos. Yo medio levanté mi cabeza y, afuera de nuestra tienda, los árboles se convirtieron en hombres con fusil y las copas de estos en sus gorras. Hombres grises y es así como el «toc, toc» resonó. Mami dio la señal a la nana. Entre ellas, los códigos eran conversaciones. De reojo, tumbada aún, miré a Julia y sus brazos cubrieron a mi hermano y le susurró para que su respiración fuera sutil. 

El toc, toc continuó y mami se levantó y yo, detrás de ella. Esa noche es la única que no se me olvidó qué ropa llevé para acampar. Esa noche vestí por última vez el pijama camisón del oso dormilón sobre la luna. No lo usé otra vez, no lo metieron en una de esas maletas que abrimos en la casa de madera. 

Mami salió tranquila, creo que lo estaba en ese momento, mi memoria no grabó si su mano temblaba o sudaba, pero sí la forma en que me sujetó, en la que, todavía ahora, cuantiosas veces me ayuda a no achatarme y no esconder mi luz en el bolsillo izquierdo del pantalón. 

Los árboles que malamente se convirtieron en hombres grises con fusil no dejaron de preguntar, sus voces se clavaron como sonidos distorsionados: quién, cuándo, dónde, repetían una vez y otra más… 

No tengo idea de cuánto tiempo pasó. Mami seguía sujetando mi mano y respondía con cautela y con voz firme de una mujer que defiende su espacio vital y, en ese, nosotras y los secretos que nos acompañaban, uno de ellos era mi papá. 



Todavía el sol seguía con pijama porque ese recuerdo es oscuro, también claro, porque al entrar otra vez al campamento, Julia permanecía abrazada a mi hermano y mami me acostó. No hubo murmullos, no hubo códigos. 

A la mañana siguiente, el árbol de Navidad tenía sus luces de colores encendidas, una hilera de regalos alrededor de él y cuatro maletas, muchos secretos y un “hasta pronto” incierto de Julia. 

«Yo me quedo con tu abuelita. Nos vemos mañana. Pórtate bien. Salú». 

Y así fue como mami cargó cuatro maletas, a un niño y a una niña que perdió su pijama. Esa noche no acampamos, no sé cuántos días pasaron, pero sí fue la noche en la que aprendí a diferenciar los sonidos salvajes de los animales nocturnos. 

En coro, los grillos me dieron la bienvenida. En la casa de madera no estaban los regalos de Navidad para abrir, pero estaba mi papá. 

Los trayectos por las guerras son historias inconclusas, son historias que todavía se reservan en la memoria individual y que los días de conmemoración se trocean en la memoria. 

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