Oro rosa

Patricia Trigueros | 14/11/2020

Distópica, revista digital de Editorial Kalina, fue un punto de encuentro entre autores, editores y artistas visuales. Retomamos la publicación de «Oro Rosa», texto de Patricia Trigueros con fotografías de Lucy Tomasino, editado por Susana Reyes; un texto que no nombra, sino narra el impacto del machismo consuetudinario que la protagonista, Virginia, navega a diario.

«Pirueta», Lucy Tomasino (2017)

1

¿Cuándo se va a acabar?


Existen elásticos que alcanzan rincones fuera de una unidad de tiempo y espacio, ¿por qué diablos no se me pasa? No hay fórmula exacta para olvidar a alguien, pero habían pasado meses ya desde la ruptura y Virginia aún tenía atascado algo en la garganta. No lograba tragarse la decepción, ni los planes caídos.

Virginia no sabía si algún día iba a dejar de sentirse así. Se lavó el rostro con agua fría y se miró en el espejo. Se habían agotado las energías que tenía guardadas para sufrir y admitió en voz alta cuánto sufría por gusto. Era lo único que hacía tolerables a los impases amorosos: la indulgencia de entregarse a los altos y bajos. Esta confesión se guardada en un cajón, junto a todo lo demás, pues ni hablar de mezclar la vida privada con la vida pública. Allá, afuera de ese espejo del cuarto de baño, enfadaba más la exposición que la censura. Todo mundo ignoraba las tempestades internas y medía el tiempo en artefactos rosas o dorados.

Virginia salió del baño con un rostro sereno, sedado por la fría agua del chorro, casi sonriente, muda, frágil. No dudó en aceptar una copa de champán para iniciar la celebración de Antonieta, su amiga que la invitó a ese círculo que se alimentaba de fotos ajenas y preguntas imprudentes, ven, ¿quieres más champán? Virginia aceptó otra copa, sacudió su enojo y escondió su curiosidad por saber cuántas roturas estarían siendo escondidas. En eventos así solo se notaban las suturas de oro rosa, los delicados hilos, entretejidos adrede.

A penas recordaba las reglas de antes. Ese tono empezó a ponerse de moda cerca del 2011, y se extendió por todos los salones privados, llevándose los azules y morados interiores. La decoración en los eventos, la ropa en las tiendas y el brillo de las joyas fueron adquiriendo un tono particular de rosado, como para indicar pertenencia a la norma del buen gusto, propio de una clase conservadora. Dentro de la esfera rosa, con el brillo sutil pero permanente de accesorios de lujo, todos daban por sentado que las mujeres saben la diferencia entre el blanco crema y el blanco perla; pero ¿cómo se vive el oro rosa? Era un código que se podía aprender, no solo heredar.

La decoración y la invitación del compromiso de Antonieta combinaban con la vestimenta de todos los invitados, Virginia incluida, en pantalones color rosa. Logró atravesar el salón principal sin un rasguño, sin más que con sonrisas que escondían la malicia salvadoreña, y se acercó a la terraza para mirar el horizonte urbano. Los edificios se habían estirado en los últimos diez años y la mente de Virginia trató de alcanzarlos. San Salvador estaba cubierto con un barniz importado y, entre más capas de plástico y oro rosa, proyectaba ahora una mejor imagen; más limpia y correcta. Las estructuras de concreto disimulaban las grietas de los terremotos y no se veía el hollín que recubre ciertos barrios, no a la par de edificios nuevos, llenos de recámaras huecas. Quizá aún hay esquinas del país con mujeres que dicen malas palabras y hombres que lloran sin pena, pero nadie hablaba de otras posibilidades en este decimocuarto piso. Solo se alcanzaba a ver el panorama: brillo de edificios altos, oscuros; lo negro de la noche, atrás.


2

No me aguanto


Las mujeres trabajan, pero poquito, ¿no? A Virginia le tocaba esconder su amor por las artes plásticas y su dolor por amores perdidos en eventos como ese. Aun así, era apropiado usar ciertos pantalones y hablar de manualidades, pues esas se vendían. En el balcón había una paz que desaparecía en las salas rosadas.

Virginia quería quedarse más tiempo allí, viendo la amenaza de tormenta y soñando con el ruido de la lluvia errática, pero se le acercó un joven que quería fumar. Se hizo a un lado y lo dejó pasar.

Ella seguía distraída y necesitó un segundo o dos para recordar las palabras del guion de siempre. Él jaló un par de sillas altas para que se sentaran, mesas cocteleras no podían faltar; y ella aceptó. Con el intercambio de sonrisas logró regresar al clima templado del balcón. No, no fumo. Me llamo Virginia. Conozco a Antonieta desde que éramos pequeñas. ¿Yo? No, yo no trabajo en recursos humanos. Estudié Comunicación Digital y hago collages. Sí, son decorativos.

¿Se habrán visto antes? A lo mejor.

Era Ricardo, primo de Antonieta. Deben de haberse conocido antes, pues él sí recordaba haberse fijado en una amiga de Antonieta.

—Ah, ¿sí? —Virginia nunca sabía cómo reaccionar en estas situaciones.

Ricardo trabajaba mucho, pero siempre hacía tiempo y espacio para ver a su familia. Su profesión era de las más viejas de la historia. En el fondo, a ninguno le importaba lo que el otro hacía, pero encontraron pretextos para platicar y ella se dejó llevar; a ver, te traigo más champán con fresas, para acompañar la fluida conversación sobre películas de superhéroes y todas aquellas cosas con las que ambos crecieron. Él sabía suficiente de diseño digital y nunca se quedó sin preguntas por hacer. Se veía entre líneas aquel grado de ignorancia y falta de interés en artes plásticas, pero a Virginia no le importó, lograba tragar con facilidad cuando se le humedecían los labios. Su cuerpo se aflojó su cuerpo y despertaron en ella movimientos más suaves, más lentos.

Había que volver a llenar a llenar las copas. Ricardo tomó la mano de Virginia, y atravesaron las risas dentro de los grupitos que reunían a mujeres con mujeres, y a hombres con hombres.


3

No sé qué estoy haciendo, pero me gusta


Ricardo y Virginia se siguieron viendo. Cada vez que podían —cada vez que no había una cena, cada vez que no había un compromiso familiar, ni un trabajo por terminar, ni episodios nuevos de alguna serie, ni una salida en grupo (porque a veces hay que cenar con las chicas), ni un “me tengo que acostar temprano”—, Ricardo y Virginia se veían. Latía el corazón frenético cada vez que ella le abría la puerta, le besaba el cachete y lo dejaba entrar. Con un gesto sencillo, ella le permitía acercarse hasta en medio de sus piernas temblorosas. Con piel eriza, Virginia tambaleaba hacia donde fuera a llevarla esto que sucedía entre ellos.

—Creo que te quiero— le dijo, atrevido, con cosquillas. Ella reaccionó, siguiendo el ritmo que marca el deseo de estar fuera de sí misma.

Sentada en sus piernas, Virginia respondió con un beso, siguiendo cada uno de sus lunares con su índice. Estos lunares son míos.

         La comunicación, irrigada por atención y afecto, era constante. No cesaban las ganas de verse. Las manos de Ricardo habían recorrido a Virginia en su totalidad, pero había una sensación exploratoria que seguía; déjame seguir, espera. Por su parte, Virginia había encontrado la fórmula perfecta para abrazar a Ricardo con todo su cuerpo. Caderas entreabiertas, piernas envolventes, pecho abierto y brazos extendidos. Cada secuencia de movimientos enlazadores parecía prolongar el placer, y la separación causaba un estruendo contra las sábanas en las que envolvían su secreto. Nadie nunca tocaría esta intimidad, así como nadie podía percibir los cambios sutiles que traía el nuevo rol, el papel de la novia de Ricardo.

***

Virginia nunca antes había sido la Vicky de nadie, ni era conocida por ser la mejor novia del mundo. Cuando la empezaron a llamar Vicky, era disonante. Las amigas cercanas siempre eran las primeras en apuntarse a hablar mal y a no perdonar los pecados sociales, esos faux pas, esos…

Las amigas cercanas eran también la razón detrás de la frase “yo nunca me he llevado muy bien con mujeres”, partícipes de la desigualdad interiorizada. Pensar primero en uno y valorar a los amigos no funciona en este mundillo absorbente. Virginia nunca debió haber expresado sus miedos en voz alta, y se arrepentía de haber cuestionado públicamente el modo de operar de las parejas. Y es que hablaba de más, por Dios: siempre habló de su bulimia y de su relación complicada con la comida… Pero ya no había señales de esa Virginia que daba mucho de qué hablar, renuente al maquillaje que oculta ojeras. Vicky era discreta, entregada, casi quieta.

Virginia ya no iba a perder el tiempo haciéndose preguntas. Botó los pantalones que se ponía y gozaba al ver la reacción de su novio cuando usaba menos ropa, cuando ella caminaba hacia él, se sentaba en él, le permitía besarla, le obedecía. “Te vas a enamorar de mí”, le susurró Ricardo.  El cielo siguió cerrándose y ellos, besándose.


«Pirueta», Lucy Tomasino (2017)

4

No puedo dejar de verlo


Los amigos de Virginia estaban sorprendidos de ver cuán rápido se había vuelto formal este asunto. Virginia estaba cada vez más seria, arreglada, y todo en ella combinaba con la paleta de oro rosa. Nunca la habían visto así, aunque él la trataba bien. Pero había algo en Ricardo que no cuajaba, no del todo… como si el espacio cerrado del oficinista fuera muy angosto para que la creatividad de Virginia se estirara. No cuadra, Virginia.

—Sí, su carrera es muy anticuada, pero aprendo mucho de él —dijo Virginia, complaciente pero defensiva. Aprendía tanto de él que se olvidaba de sus propias ideas.

El cigarrillo la estaba mareando y sintió hormigueo en los brazos. Siempre eran dosis limitadas cuando fumaba a escondidas. Con la mirada abajo y su bebida de fresa en mano, Virginia no entendía de dónde venía la distancia que sentía entre ella y sus amigos. Amigos, conocidos… ¿Importa la diferencia?

No creía que en poco tiempo haya cambiado tanto y, además, el tema de su relación era entre Ricardo y Virginia. No importaba si quienes estaban fuera no entendían, no importaba nada mientras existía ese sentimiento de pertenecer. Se despidió del grupo sin saber cuándo volvería a juntarse con los solteros. Siempre tenían, ella y su novio, algo que hacer con otras parejas, de todas formas.

El tiempo que le dedicaba Vicky a Ricardo obedecía a una lógica aparente que los años de oro rosa le habían enseñado a la joven: todas las invitaciones son compartidas y todo se conjuga en “nosotros”. ¿Por qué no solo dejar a estos viejos amigos? Siempre había escuchado que había que hacer ciertos sacrificios dentro de una relación.

El esfuerzo y la dedicación eran un entrenamiento. Cada paso validaba su razón de ser. Estaba por completar la formación social que había aprendido, rodeada de nuevas amistades uniformadas. Lo que antes era pelo con volumen y trajes de colores se convirtió en pelo alisado y diseños modernos de colores sobrios, pero con un acento de color, esposas modernas. No, no se habían comprometido, pero para allá iban; y por un lado brindan las mujeres, y los hombres, por otro. Se imaginaba su anillo de oro rosa, un lindo diamante en bruto rose gold, que haría juego con el de todas las demás, sin destacar mucho.


5

Por supuesto que importa cómo andas vestida

Las revistas, al igual que la resistencia a la sumisión, ya comenzaban a desaparecer cuando Virginia estaba pequeña. La verdad es que no hace falta tener revistas cuando todo está en línea. Sin embargo, en rincones de la tarde, después del colegio, hacía del piso su escritorio y empezaba a recortar. Los collages empezaron en formatos grandes, sin mucho sentido y con mucho color. Se fueron reduciendo a bodegones estéticos, y Virginia encontraba diversión real en la simplicidad de las revistas de bodas, de estilo y de moda.

Hoy, cuando menciona sus manualidades en alguna reunión, se entiende que se trata de arte digital, o algo así, ¿no? Nadie termina de entender cómo lo hace. Se debe a la brecha generacional que la separa a ella de sus clientes, estas señoras que se encargaron de reforzar las reglas de juego más violentas y dividieron las tareas según género. Dentro de los límites de lo que no amenaza, aún es válido que no todas quieran lo mismo y, como bien dijo Ricardo, “Si a una mujer le va bien es porque un hombre ha hecho algo mal”. En ese pensamiento no hay mucho espacio para las formas con poco sentido y con mucho color.

En el portafolio de Virginia no aparecían sus piezas favoritas. Lo llenó de muchos trabajos que le hacían pensar en aquellas las revistas de novias y bodas, con tonos rosados. 

***

Importa más cómo luces que lo que piensas. Actualizar su closet se volvió una obsesión a medida aprendía las reacciones de Ricardo, microreacciones a cada centímetro de tela. Ya no se veía en sus blusas y atuendos, que solían extender la imagen de sus creencias. Quedaban solo algunos rasgos de personalidad visibles —un prendedor ochentero, una vieja boa de plumas, un par de pantalones, una falda de charol y aquel abrigo rojo impermeable—, pero eran más las prendas que dejó de usar. Virginia observó cuántos tonos rosa y crema habitaban su armario y pasó sus dedos sobre las telas finas.


6

¿Quién es ella?



Vicky aprendió a perdonar sin olvidar, y que al olfato no lo podía engañar. Aislada en la cámara de una relación, en contacto con cada fibra de las expectativas, los sentidos empezaron a hablar. Se pronunciaban, en el encierro. El tiempo se aceleró desde que la promesa de explorar a alguien más, pero se empezó a extender cuando elle se perdió en ese deseo. Se alargaron las antenas de Virginia.

Las primeras peleas combinaban con el oro rosa, la decoración de la vida mundana. Se confundían los gritos con muestras de afecto, placeres violentos necesarios para valorar los tonos claros que apaciguan los cielos oscuros. Con la aparición de Vicky vino el epíteto la novia de y la coquetería siguió, centrada en esta recámara Sartriana para dos: se concentraban allí mismo los piropos singulares y los juegos. La amenaza de otra ensanchaba la cintura de las inseguridades latentes. Si Vicky o Ricardo se salían de la cancha, venían los reproches y los juegos sucios de culpa, pero para todo reclamo había una justificación.

“No es lo que parece, para nada” sacó a Ricardo de uno que otro ultimátum, trazado a la imagen de una cultura copiada. “Ya, déjame” —el derecho a la privacidad, el abogo a la confianza en la pareja— fue una salida tomada en muchas confrontaciones. Virginia no se había dado cuenta de que esas peleas se habían convertido en una violencia permanente, envuelta en resentimiento, ¿o era un sentido de alerta?


7

Esto no me lo vuelven a hacer


Antes se distinguían las tardes de enero en la ciudad porque la luz dorada duraba más, seguida por el asalto de los atardeceres morados y magentas. Se convertían en destellos azules, alas de torogoces pasantes y se anunciaban las noches un poquito más tarde que en época lluviosa. Desde que el cielo se empezó a cerrar, las tardes salvadoreñas eran grises y uniformes. Las noches se hicieron más largas; pero vino la costumbre de dormir un poco más y de engañar a la mente, sin tapar el hambre y la sed. Siempre que a Virginia le costaba dormir, podía sentir la elasticidad de la noche.

Ricardo le había dicho que llegaría temprano, pero eran las tres de la mañana y nada, cero. ¿Cómo se atrevía a tratarla así? A Vicky le había costado conseguir ese espacio anhelado, para estar a solas, tenerlo todo, tenerlo más. Las agendas que solían coincidir se habían convertido en una sola agenda que Vicky organizaba alrededor de su novio, su amado, su este hijo de puta. Apagó el tercer cigarro.

El tabaco había calmado los nervios, pero siguieron las punzadas en el corazón. Los pensamientos entraban y salían de su cabeza cuando veía al techo. No, no eran punzadas: era un peso que no cesaba de hundirle el pecho. Virginia no recordaba otra noche semejante de peleas con el aire, llena de esa ausencia aguda que proviene de haberse perdido, dado todo a cambio de este agujero. ¿Qué era ese hormigueo en el brazo, sin esas piernas que temblaban con placer? Los dos cosquilleos venían del deseo: primero porque ella era alguien aparte, y ahora temblaba porque era su objeto, su novia, escondida en un “nosotros”. No quedaba nada que le produjera algo parecido a la plenitud que había perseguido. No había rastros de esa paz en un balcón, en un escape, a su lado; ni respuestas a sus llamadas.

La decepción aguda empezó a opacar la preocupación, el enojo y, luego, el orgullo. Agotada, Virginia no conseguía olvidar el vacío que le había dejado el deseo de ser alguien para Ricardo. El agujero crecía en su estómago. Algo la estaba mordiendo por dentro.

Virginia se levantó, fue corriendo a vomitar, pero no alcanzó a llegar al baño al tiempo. Sus manos acalambradas se relajaron al final, cuando cerró la puerta del dormitorio con llave. Esa noche empezó a recuperar el sueño acumulado.

Ricardo encontró todo el apartamento rosa y crema manchado de vómito rojo y morado.


«Pirueta», Lucy Tomasino (2017)

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