
Es un domingo caluroso en Cuisnahuat, Sonsonate, al noroeste de El Salvador. Aunque el cielo está nublado y la lluvia amenaza con caer, el calor persiste: denso, sin ceder. Sentada en una silla de su hogar, Verónica Barrera, una agricultora de 44 años, observa los campos a lo lejos, aún vacíos, esperando la fecha idónea para ser sembrados.
Aquí, en esta zona, sobrevive el 2.2 % de la población indígena de El Salvador, según las cifras del Censo de Población y Vivienda 2024. Verónica, su esposo y su hijo forman parte de quienes aún permanecen. En su memoria, guarda el recuerdo de las tierras fértiles, cuando era su padre quien las cultivaba.
Es mediados de mayo de 2025, y las semillas siguen guardadas en sacos dentro de su casa, lejos de la humedad, para evitar que se pudran antes de ser sembradas. Mientras tanto, las dos manzanas de tierra —que equivalen a cerca de 14 mil metros cuadrados— continúan vacías.
Cuando su padre vivía, iniciaban la primera siembra cada primero de mayo y la segunda a inicios de agosto. Pero los cambios repentinos en el clima la han obligado a retrasar cada ciclo, desdibujando el calendario ancestral.
Desde hace siete años, las lluvias se han vuelto irregulares. Llegan cuando no se las espera y faltan cuando más se necesitan. A veces llueve por unas horas o un par de días, pero luego se detienen de golpe, dejando las plantas a medias, sin terminar de crecer.

La escena se repite en otros campos de Cuisnahuat: terrenos cubiertos por la maleza de la cosecha pasada, a la espera de que el invierno por fin “entable”, como le llaman cuando se dan las condiciones para sembrar.
Detrás de estos cambios hay alteraciones. Según la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica (NOAA), entre 2020 y 2024 la temperatura del océano Pacífico aumentó de +0.73°C a +0.97°C. Este calentamiento modifica los patrones climáticos y termina afectando las lluvias en tierra firme.
Los patrones de lluvia han cambiado, explica Gabriel Cerén, especialista en sistemas terrestres. Llueve menos, las lluvias llegan tarde y, cuando aparecen, lo hacen con fuerza por un par de horas o minutos. “Ahora es común que en una cuadra llueva y en la siguiente no. Son lluvias localizadas por islas de calor. Esto genera escorrentías violentas que erosionan el suelo fértil”, añade.
Estos cambios en el clima intensificarían la desertificación y degradación del suelo, afectando negativamente la productividad de los cultivos y aumentando la inseguridad alimentaria, advierte el “Informe Especial sobre el Cambio Climático y la Tierra”, del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC).
Además, el aumento en la frecuencia e intensidad de sequías, olas de calor y lluvias extremas acelera la pérdida de fertilidad del suelo y disminuye su capacidad para retener agua y nutrientes.
Estos cambios en el clima han comenzado a afectar las formas de vida de quienes habitan Cuisnahuat y, además, el arraigo a sus raíces indígenas.

Una constante pérdida de cosechas
Desde que tenía siete años, Sonia Pérez ha cultivado las mismas tierras que heredó de su padre. Pero ese campo que la vio crecer se ha vuelto irreconocible. En años de cosecha regular, una manzana de terreno le daba hasta 60 quintales de maíz; ahora, con suerte, apenas alcanza los 30.
La situación es cada vez más difícil para ella, su esposo, su padre y sus tres hijos, quienes, por ahora, todavía dependen de la agricultura.
El año pasado, la familia no logró recuperar los 800 dólares que invirtió en el cultivo: gastos que incluían alimentación, fertilizantes, abono y semillas. Solo lograron recuperar un poco más de la mitad; el resto fue cubierto con ayuda de organizaciones que trabajan en la zona.
Para garantizar la supervivencia y el crecimiento de una planta de maíz, se necesita agua y nutrientes. Pero el aumento de las temperaturas altera su desarrollo natural, según el documento “Impactos potenciales del cambio climático en la producción de maíz”, de la Universidad Autónoma de Aguascalientes.
Antes, recuerda Sonia, el principal problema era la falta de lluvia. Las milpas llegaban a crecer unos 30 centímetros, pero luego podían pasar entre 8 y 30 días sin una sola gota de agua, lo que estancaba el desarrollo de la planta. Sin embargo, calcula que en los últimos cuatro años la amenaza se ha diversificado: sequías prolongadas o lluvias desbordadas, dos extremos que terminan en pérdidas.

Los registros respaldan su experiencia. El informe “Estado del clima en América Latina y el Caribe”, elaborado por la Organización Meteorológica Mundial (OMM), indica que en 2024 la temperatura media en la región se ubicó 0.90 °C por encima del promedio de 1991-2020, convirtiendo ese año en el más cálido —o el segundo más cálido— del que se tenga registro.
El Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales (MARN) coincide en su resumen climático, pero añade que en El Salvador el 2024 pasará a la historia como un año de extremos: fue 0.6 °C más cálido que el promedio, y también el quinto más lluvioso en 54 años, con un 17.8 % más de lluvia respecto al promedio anual.
Estas condiciones golpearon directamente a familias como la de Verónica, quien perdió una de las dos manzanas de maíz y frijol, equivalentes a entre 800 y 900 dólares. Además, los 100 pollos que criaba murieron por el frío. Hace tiempo que su tierra no da como antes.
“Antes se sembraban dos manzanas y todo se lograba, como que el tiempo era diferente. Todo lo que uno sembraba: maíz, maicillo, frijoles de toda clase, ayote, pipianes, hasta chipilines había, y todo se daba, todo se cultivaba”, recuerda con nostalgia.
Según el informe “Panorama de Oportunidades” del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) de 2024, la producción de maíz en el país cayó un 13 % debido a los efectos del clima, mientras que el arroz y el frijol registraron pérdidas del 11 %.

Además, estimaciones de la Asociación Cámara Salvadoreña de Pequeños y Medianos Productores Agropecuarios (CAMPO) indican que las pérdidas se han disparado en los últimos años, sobre todo en el cultivo de maíz, que pasó de una pérdida de 160,000 quintales en 2021–2022 a más de 2.3 millones en 2023–2024.
Esta situación golpea directamente a los 350,000 pequeños productores que subsisten de la agricultura en el país, según datos del “Informe Socioeconómico de El Salvador 2024”, de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas.
Para Verónica y Sonia, las pérdidas no solo significan menos alimento en casa; también implican la desaparición de unos 50 dólares extra que solían ayudarles a equilibrar sus gastos. Cuando sobraba un poco de maíz, podían venderlo y percibir al menos algo de dinero para el hogar.
Pero ahora, los 30 quintales de maíz que apenas han logrado cosechar solo alcanzan para alimentar a la familia entre tres y seis meses, dependiendo de cuánto deban racionar las tortillas. A veces, reconoce Verónica, toca comer menos.
Sin embargo, la experiencia con las pérdidas también les ha dejado una lección: cultivar hortalizas. Ahora las siembran como alternativa para cuando el maíz ya no alcanza.

La situación podría empeorar. Las proyecciones del IPCC, en el capítulo 5 del “informe Especial sobre el Cambio Climático y la Tierra”, advierten que, sin medidas de adaptación, los rendimientos de maíz seguirán disminuyendo debido al aumento de las temperaturas y a los cambios en los patrones de precipitación.
La familia de Verónica ya siente el peso de esta pérdida de productividad. Frente a las cosechas fallidas, no les queda más que comprar el maíz y el frijol que antes producían. “Ahora hasta eso lo compramos”, dice.
Para Gabriel Cerén, uno de los factores detrás de este descenso en la producción es el uso extendido de semillas híbridas. Estas semillas, explica, son altamente sensibles a las variaciones de temperatura y humedad provocadas por los cambios en el clima.
Sembrar ya no es quedarse
Cuando el campo deja de dar frutos, permanecer en estos territorios deja de ser una opción. En Cuisnahuat, la pérdida de cosechas ha empujado a muchas familias a migrar dentro o fuera del país, rompiendo el ciclo de transmisión de saberes ancestrales que, por generaciones, ligaron la identidad indígena al cultivo de la tierra.
“A veces uno pasa por lo que uno cosecha, pero la gente tiene que migrar a buscar cómo dar sustento a la familia, porque estar esperanzado solo aquí, pues no podemos”, cuenta Verónica. Aunque en su familia aún no han tenido que partir, ha visto irse a vecinos, jóvenes y familias completas.
Cada año, se calcula que más de 20 millones de personas deben abandonar su hogar y trasladarse a otros puntos de su propio país debido a la creciente intensidad y frecuencia de fenómenos meteorológicos extremos —como lluvias, sequías o desertificación—, según la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR).
Este desplazamiento, en pueblos indígenas como Cuisnahuat, ocasiona también una desconexión con la tierra, porque aquí el vínculo no se reduce a la actividad agrícola: es herencia, memoria y cultura.
Para Verónica, cuando las personas jóvenes abandonan el campo, no solo se pierde el cultivo, sino también la conexión con sus orígenes. Se rompe el ciclo de transmisión, porque cuando regresan —si es que lo hacen—, se dan cuenta de que han olvidado lo poco que aprendieron de su tierra.
Muchas personas jóvenes han dejado de ver una apuesta en la agricultura, como sí lo hicieron sus ancestros, afirma Dora Agustín, lideresa indígena de 44 años. Para las nuevas generaciones, sembrar ya no es un medio de vida rentable. Y al no tener conexión con la tierra, tampoco la sienten hacia su cultivo sagrado: el maíz.
Pero esa ruptura va más allá: también afecta los saberes ancestrales sobre cómo leer los signos de la naturaleza. Sus antepasados, recuerda Sonia, enseñaban a observar las cabañuelas, pequeñas nubes que en enero predecían las lluvias de los meses siguientes.
Cuando la sequía los amenazaba, realizaban rituales como mojar una cruz para invocar el agua. “Mojaban la cruz, y al rato estaba lloviendo», dice Sonia. «Pero eso se perdió”, añade.
A sus 84 años, Expedito Pérez, padre de Sonia, todavía recuerda el antiguo calendario agrícola que regía los tiempos de siembra en su comunidad. Cada 24 de abril, lloviera o no, sabían que era tiempo de sembrar, porque el 25 es el día de San Marcos, una fecha que se conmemoraba con comida tradicional y celebración en familia. Pero ahora tampoco se celebra.
Hoy esas prácticas sobreviven apenas como recuerdos. Las nuevas generaciones, al migrar o desligarse del trabajo agrícola, ya no aprenden estos saberes. Así, junto con el maíz, el frijol y la tierra, se van diluyendo las costumbres, el idioma y la identidad de un pueblo.

Carlos Lara Martínez, doctor en antropología, fundador y coordinador de la licenciatura en antropología sociocultural de la Universidad de El Salvador, considera que este trastorno en el calendario “también implica un trastorno en sus festividades religiosas y en su vida social”.
Desde tiempos antiguos, la siembra de maíz ha significado no solo una actividad sagrada, sino también una forma de resistencia, dice Carlos. “Entonces, en la tierra es como una defensa, que les permite no dejarse absorber totalmente por la economía empresarial”, añade.
De acuerdo con el informe “Cambio Climático y los Derechos de Mujeres, Pueblos Indígenas y Comunidades Rurales en las Américas”, la esencia de la mayoría de pueblos indígenas en América Latina deriva de su relación con la tierra. Por eso, la afectación de su territorio implica también la “negación de su identidad como pueblo”. En este sentido, cuando el cambio climático altera las condiciones ambientales, también impacta en la subsistencia de los pueblos indígenas, profundizando su vulnerabilidad.
Este tipo de afectaciones se conocen como pérdidas no económicas. Son impactos del cambio climático que no se miden en dinero: la pérdida de cultura, el desplazamiento, el daño a la salud mental. Desde la Conferencia de las Partes (COP27), en 2022, estas pérdidas y daños empezaron a reconocerse dentro del acuerdo para un financiamiento climático. Sin embargo, aún falta que eso se traduzca en acciones concretas para comunidades como la de Cuisnahuat.
Durante años, los pueblos indígenas han permanecido al margen en El Salvador. Desde el 2000 han intentado abrirse espacio en las decisiones que afectan su vida, pero sus voces siguen sin ser escuchadas. En mayo de 2021, en medio de los debates para reformar la Constitución Política, diversas asociaciones solicitaron la creación de un Consejo de Pueblos Indígenas y un espacio de representación en la Asamblea Legislativa. Pero la petición no tuvo eco.
Hoy, la lucha por sostenerse y permanecer es solitaria. Antes, el gobierno les entregaba paquetes agrícolas con semillas y fertilizantes, valorados en 120 dólares. Este año, ese apoyo se redujo a un bono de 75 dólares, apenas suficiente para comprar fertilizante o abono.
Frente a este escenario, la comunidad busca recuperar sus tradiciones rescatando las semillas criollas, esas mismas que sembraron sus abuelos y sus abuelas, intentando volver a los cultivos que resisten mejor el clima.
La esperanza está en que las y los jóvenes recuperen el vínculo que han perdido, para que no se vayan de su tierra ni se desconecten de sus raíces. “Hay que motivarles cada día para que puedan sentir el amor que uno siente por la tierra”, dice Dora.

Este año, Expedito le propuso a su hija Sonia que sembraran temprano. Prefieren arriesgarse y poner el maíz en la tierra, antes que correr el riesgo de quedarse con los graneros vacíos.
Él continúa guiándose por las señales que aprendió de sus padres y abuelos, las mismas que le enseñó a su hija. Pero sabe que esas enseñanzas probablemente no seguirán más allá de ella. Sus nietos y nietas ya han comenzado a mirar hacia otros trabajos, porque la tierra ya no les promete lo que les prometió a sus antepasados.
Aquí, sembrar siempre fue mucho más que poner semillas en la tierra: fue el acto que sostuvo la comida, las costumbres y la memoria de un pueblo. Pero hoy, la lucha por quedarse ya no es solo económica; es también una defensa silenciosa de la identidad.
Este reportaje fue producido en el marco del programa Pérdidas y Daños en América Latina de Climate Tracker con apoyo de Oxfam.