El 14 de febrero, día del amor y la amistad en el imaginario popular y capitalista, es también una buena excusa para pensar críticamente sobre ese amor.
No quiero hablar sobre la idea romántica y plana que tanto daño hace a las mujeres. Prefiero hablar de posibilidades. En este tiempo de zozobra en El Salvador y en el que los discursos de odio han proliferado, es importante hablar del amor, pero de otras formas de amor que son posibles.
Al igual que muchas mujeres, yo crecí envuelta en la idea que el día más feliz de mi vida sería ese en el que me casaría con mi príncipe azul. Como tantas, soñé a través del tiempo con ese príncipe. En el camino, antes de encontrar el amor, tuve que aprender que ni existía tal príncipe azul, que el amor de pareja tenía muchas formas, que no es perfecto, que a veces también es tóxico y hace daño y, sobre todo que, entre hombre y mujeres, casi siempre es desigual.
La académica sueca Anna Jónasdótirr nos enseña en su amplia trayectoria de investigación que la dominación patriarcal de las mujeres persiste, incluso en las sociedades capitalistas avanzadas y con democracias formales, no solo mediante la coerción y la violencia machista, sino también gracias al poder del amor.
Ese poder del amor radica, en términos simplificados, en un acuerdo que separa el sexo de la ternura. Dos aspectos de la existencia humana a los que Jónasdótirr llama éxtasis sexual y cuidados. Hemos aprendido y seguimos asumiendo que el primero es parte integral y fundamental de «ser hombre», y que el segundo es intrínseco al «ser mujer». En esta separación se ubica el núcleo de la explotación patriarcal y de la subordinación de las mujeres. «Si el capital es la acumulación del trabajo alienado, la ‘autoridad’ masculina es la acumulación del amor alienado», dice Jónasdótirr. Estoy de acuerdo con ella.
Esto no quiere decir que el patriarcado y su uso del amor sean un mero sistema de solidaridad entre hombres. Las mujeres también participamos en él, somos activas y no solo un recurso al servicio de los varones. Y esto es de suma importancia porque, como dice Raquel Osborne, no solo somos «adictas al amor», sino también agentes y, por lo tanto, sujetas con capacidad de resistir y de ser protagonistas de los procesos de transformación social.
Como todo sistema de dominación, el amor como poder no es infranqueable. Dentro de ese orden que parece homogéneo, también existen grietas en las que han surgido maniobras y micro-acciones que construyen nuevos conceptos y prácticas de amor y ternura. De todas las posibles, voy a referirme a una en específico: las formas colectivas de acompañamiento y acuerpamiento entre mujeres y otres. Muchas feministas nombran a estas redes, proyectos o grupas como sororidad. A mí me gusta más el término de Jónasdótirr, solidaridad diferenciada.
La solidaridad que yo he aprendido con las mujeres de mi vida es colectiva, reconoce las diferencias, pero también los intereses comunes, prioriza las alianzas, la articulación —no solo entre mujeres sino con otres— y el respeto para resolver conflictos. No es fácil. Muchas veces se complica y se vuelve un proceso lento que requiere mucha energía y comprensión, mucho amor. Pero vale la pena.
Esas otras formas de amor que conozco las he aprendido de las mujeres de mi familia, de mis amigas de la infancia y la juventud que, sin llamarnos feministas, crecimos en esa solidaridad llena de diferencias. También me han enseñado las redes de mujeres feministas, de Chicas poderosas y, por supuesto, Alharaca. Todas me dan esperanza de que, en medio de un mundo de odio, es posible el amor.
Las fotografías que acompañan esta columna son producto de una sesión creativa de la equipa de Alharaca realizada en febrero de 2021.