Le conocí a mis 12 años. En el Pops ubicado en San Miguelito. No tuve problema en llamarle «papá». Quise conocerle desde que pude verbalizarlo. En el apartamento de mi mamá nunca hubo una foto de él. La única imagen que vi de él fue la caricatura con la que ilustraban la página que escribía cada domingo: «Panza arriba». Cuando veía esa caricatura, me sentía timada: ¿cómo mi mamá se puede burlar de mí y decirme que mi papá es esa caricatura? Cuando le conocí, realmente era esa caricatura. Para 1989, tres años después de conocerle, crearon un personaje de anime a su imagen y semejanza: el Maestro Roshi.
Mi relación con él nació fracturada. Le pidió a mi mamá que me abortara. Ante su negativa, se separó de ella. Aunque él ya estaba casado. Como su esposa y familia vivían en Italia, se acompañó con mi mamá, una adolescente de 16 años. Nací cuando ella tenía 19 y él 51… 51 años.
Mi papá fue un hombre ausente. Su presencia fue fugaz. Siempre quise conocerle. Durante mi niñez, envidiaba los hogares donde había un papá y una mamá. Los idealizaba y romantizaba. Pensaba que esa vida debía ser maravillosa. Perfecta. Pero a medida que tomaba conciencia, en mi entorno cercano, padrastros insultaban y golpeaban a las mamás. Y como hija también podías ser alcanzada por esa violencia e incluso esta podía escalar a la sexual. Sin embargo, seguía creyendo que un papá biológico era incapaz de ejercer esas violencias. En mi adultez, descubrí que también estaba equivocada con esta premisa: con el periodismo me he topado con demasiadas historias en las que el papá también insulta, golpea, viola y comete feminicidio. Y con otras buenas, pero que no deben idealizarse.
La ausencia de mi papá ciertamente me marcó. No solo porque mi identidad estaba a medias, sino también por la precariedad de su aporte económico. La cuota de 75 colones mensuales para mi manutención siempre llegaba tarde. A veces, las 12 cuotas eran depositadas hasta en diciembre. Una tía paterna, a quien recuerdo hoy con mucho cariño por haber sido sorora con mi mamá, le avisaba para que fuera a retirar el dinero a la Procuraduría General de la República. Mi tía Julia no era cariñosa, pero lo que hacía por mi núcleo familiar era más valioso: estar pendiente de que recibiéramos esa plata.
Eso significaba que mi mamá debía hacer malabares durante 365 o más días. Eso incluía no pagar a tiempo la cuota del colegio, fiar en las tiendas de la colonia, prestar dinero para el pasaje del bus, limpiarnos las nalgas con papel de diario. Y así. Ni se diga si nos enfermábamos. Nuestra dieta alimenticia estaba basada en leche, cereal, queso, crema, huevos y frijoles, la mayoría del tiempo.
Mi relación con mi papá nació fracturada. Y ambos fuimos incapaces de construir una saludable. Dicen que nos parecemos en lo orgullosos. Pero a ser orgullosa e independiente, lo aprendí con mi mamá. A ser autosuficiente. A pedir ayuda, solo cuando en verdad la necesito, lo aprendí sola.
Durante mi adolescencia, él intentó convencerme de que el emprendimiento era la forma de hacer dinero. Era visionario. Me trajo relojes para vender, pero me los quedé todos. Era una adolescente insegura, penosa y temerosa. Incapaz de venderle algo a alguien. Menos de dárselo fiado. Ciertamente, no nací para las ventas ni emprendimientos. Con el tiempo, el periodismo me rescató: ni penosa ni temerosa.
Pero no todo fue tan malo en nuestra relación. Una vez me salvó de una posible expulsión del colegio y de una taleguiada de mi mamá. Cuando entré a la universidad me pagó tres o cuatro ciclos de la carrera. Eso me permitió ahorrar los 650 colones que ganaba por trabajar a medio tiempo haciendo monitoreo de medios en una empresa. Y tener por vez primera un capital propio que sería mi colchón financiero por varios años. Me ayudó con una tarea para los talleres de radio. Cuando le invité a verme actuar en una obra de teatro, escrita por Francisco Andrés Escobar, basada en la masacre de los seis sacerdotes jesuitas y sus dos colaboradoras, asistió. También cuando le invité a mi graduación de la licenciatura en periodismo.
Mi padre era un hombre encantador para quienes le conocieron y le leyeron. Y para quienes escucharon la musicalización de sus letras. Sería injusto no reconocer su buena y divertida conversación. Ni lo buen compositor que era. Sin embargo, él y yo chocábamos demasiado. Cuando él quiso ser cariñoso conmigo ya era demasiado tarde: ya no necesitaba de su abrazo ni de su afecto. Mi hipotálamo se endureció por su ausencia. Por la falta de apoyo económico no tanto, pero siendo una mujer adulta he logrado dimensionar lo difícil que fue para mi mamá, una adolescente, aprender a ser autónoma a tan temprana edad.
En el Día del Padre, quiero recordarle por lo que fue en mi vida: oscuridad y luz. En el Día del Padre, quiero recordar que no debemos romantizar las paternidades. Ni las maternidades, por supuesto. Para poder conmemorarles deben ser corresponsables y ejercer paternidades activas 24/7. No basta dar un apellido y una cuota de manutención mensual para ser padre. En esta fecha, también quiero recordar que las familias son diversas. Y sean diversas o no, el camino es siempre garantizar los derechos de la niñez. Las personas adultas tenemos ese deber y esa responsabilidad.
Gracias a su paternidad, a la maternidad de mi mamá y al entorno que me tocó soy feminista. Su ausencia también fue rabia convertida en luz ahora que soy adulta. Gracias, papá. Gracias, mamá.