Opinión

Las penas no se van cantando

En esta columna, la periodista Valeria Guzmán comparte su trayectoria personal hasta encontrar una terapeuta y un diagnóstico de salud mental. Considera que no basta con ir a terapia porque hay estructuras de violencias y desigualdades que afectan la salud y no se curan con tratamiento psicológico.

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Por Valeria Guzmán



Tengo 20 años y estoy con mis amigas en una fiesta en el Paseo El Carmen. La pista de baile está debajo de un palo de mangos y, pronto, empieza a sonar una canción en la que Celia Cruz dice que no hay que llorar, que la vida es un carnaval. Pero yo, no sé por qué, estoy llorando y bailando entre el humo de la discomóvil que pronto pedirá una bulla para quienes le van al Real Madrid y otra para los que le van al Barça. Mis amigos confunden las lágrimas con sudor y yo sigo bailando. No pasa nada, me repito. Entonces no lo sabía, pero tengo depresión crónica y trastorno de ansiedad generalizada. Me tomaría muchos más años descubrirlo. 

Tomará tiempo porque identificar problemas de salud mental desde la infancia no es algo común en las casas obreras salvadoreñas. Las prioridades, con justa razón, son otras: mi abuela y mi madre siempre se ocuparon de que nunca me faltara la comida, educación de calidad y vivienda. Cuando de niña tuve los primeros ataques de pánico, ninguna pudo ponerle nombre. Porque si las mujeres de mi familia no han nombrado sus dolores por falta de tecnicismos, tiempo y recursos, ¿cómo —aún con todo el amor del mundo— podrían ayudarme a identificar los míos? 

Esa imposibilidad de nombrar e identificar síntomas la vería también en el sistema de salud. Cuando tenía 21 años me enfrenté a mi primera depresión profunda. Perdí cerca de 20 libras tras dejar un trabajo que consideraba vital. Mis amigas no entendían por qué estaba tan delgada y yo tampoco. El médico general que me atendía me dejó exámenes porque temía que tuviera cáncer de colón cuando —ahora lo sé— mis síntomas eran de ansiedad. Años después, la médico general del Seguro me dijo que tenía anorexia porque me dolía el estómago permanentemente. 

Dos años más tarde, en el 2017, trabajaba en La Prensa Gráfica como reportera de la revista dominical. Esos años, de muchísimo trabajo en la calle, me enseñaron tremendas lecciones sobre ética y vida. Pero también aprendí, al hablar con compañeros de ese y otros medios, que había que llevar el personaje de valiente de forma permanente. Quitarse el traje de intrépido entre cervezas demostraba que quizás no estás hecho para este trabajo. Lo que había que hacer era no dejar espacio para la vulnerabilidad. No permitir que el miedo entre en el cuerpo y mucho menos reconocernos frágiles porque la realidad de la reportería exige kilos de fortaleza. 

Reportear entonces implicaba escribir sobre homicidios, hablar con las supervivientes de agresiones sexuales, asistir a exhumaciones, ir a sitios donde habían todavía señales de asesinatos y hablar con abuelas que buscaban a nietas desaparecidas.  Una parte de la negación de mis problemas de salud mental venía de la comparación. Esos son problemas, me decía a mi misma. La ansiedad, que a veces no me permitía bailar, dormir, comer o trabajar tranquila, me parecía —y me sigue pareciendo a veces— tonta y superficial. 

Pero negar «los nervios» no los elimina. A mediados de mis veinte ya había tenido el privilegio económico de acceder a terapia psicológica de crisis para situaciones concretas, pero me negaba a aceptar que necesitaba un acompañamiento más sostenido. Hasta que la negación ya no funcionó y tuve que llamarle a mi madre y una amiga para preguntarles si podían ir por mí a mi casa. A recogerme del jardín porque la tristeza ya no me dejaba caminar. 

Así llegué por primera vez al sillón cómodo y grande de mi psiquiatra. Tenía miedo porque creía que la gente que va al psiquiatra tiene torcida la cabeza. Ahí aprendí que los nervios que tenía desde niña tenían nombre, tratamiento y solución. Ahí también deseé que mi diagnóstico fuera secreto para que nadie cuestionara mi voz, mi juicio o mi trabajo. 

Guardar secretos sobre la salud propia, he aprendido, solo sirve para avergonzarme. Y la vergüenza, mientras me acerco a los 30 años, cada vez tiene menos cabida en mi vida. Lo que me sirvió fue hablar con otras mujeres con condiciones de salud mental similares. Ellas me dieron el valor para tomar mi medicamento sin miedo. 

Mi temor a la medicación era infundado: nunca quedé adormecida, nunca dejé de ser yo. Tratar la depresión me ha permitido, irónicamente, ser más vulnerable, más sensible, y me ha permitido trabajar mejor. Las herramientas aprendidas por tener el privilegio económico de poder pagar terapia me sirven, pero no solucionan todo. 

Hace más de un año, decenas de colegas de El Faro y yo nos enteramos de que nuestras comunicaciones estaban siendo intervenidas con el software Pegasus. Había gente que, sin nuestro consentimiento, leyó, escuchó y tuvo acceso a nuestros teléfonos. El espionaje no solo afecta personalmente. Es un tema de seguridad de nuestras familias, fuentes, amigos y compañeros de trabajo. Estar personalmente bien no impidió que sintiera miedo por la seguridad propia y de mis cercanos. 

El derecho a la salud mental no pasa solo por la obviedad de que todas podamos acceder a terapia, personal de salud calificado y tratamientos. El derecho a la salud está también condicionado por la salud de las sociedades en las que vivimos. Pelear por una sociedad donde no te sometan a espionaje también es dar la pelea por nuestra salud mental. Reportear sobre las desigualdades también lo es. Ahora tengo claro que las penas no se van cantando, como prometía Celia Cruz, pero las escribo porque por algo se empieza. 

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