Hace casi veinte años, en 2001, leí por primera vez un libro fundamental sobre las mujeres salvadoreñas que participaron en el proceso revolucionario. Me refiero a Mujeres-montaña. Vivencias de guerrilleras y colaboradoras del FMLN (Madrid: Cuadernos inacabados), publicado en 1996. El libro recoge testimonios compilados y comentados por Norma Vázquez, Cristina Ibáñez y Clara Murguialday, cuyo objetivo fue reflexionar sobre el impacto de la guerra en las concepciones y prácticas de la sexualidad y la maternidad de esas “mujeres-montaña”. El libro fue pionero porque hasta ese momento ningún relato, informe o investigación se había dedicado a recorrer y sistematizar estos aspectos tan cruciales en la vida de más de 60,000 mujeres. Además, el libro apareció apenas cuatro años después del fin de la guerra, cuando el recuerdo de dichas vivencias estaba todavía bastante reciente. Por esa época (comentan las autoras en su introducción), se celebró también el Foro Centroamericano de Mujeres en El Salvador (diciembre de 1995), durante el cual se debatió y conversó, entre otras cosas, sobre las implicaciones que tuvo la guerra en las subjetividades de mujeres que participaron en ella, especialmente en lo relativo a la sexualidad, maternidad, violencia y división de tareas.
A lo largo de la investigación que culminaría en Mujeres-montaña, las revolucionarias que fueron entrevistadas se refieren a las prácticas sexistas y jerárquicas dentro del movimiento, así como a los costos emocionales de la guerra que afloraron en la posguerra: dolores en el cuerpo (taquicardias, úlceras, desvanecimientos), angustias y depresiones. Además, “las mujeres obtuvieron un extra de frustración porque los Acuerdos [de Paz] fueron escritos totalmente en masculino (literal y simbólicamente hablando), a pesar de la presencia de más de una mujer en las comisiones negociadoras y firmantes de los mismos”. Los testimonios, en el marco del proceso revolucionario y los primeros años de la posguerra, reflejan no solo la vivencia de la sexualidad y los interrogantes en torno a las maternidades, sino también las diversas situaciones de violencia y abuso sexual.
He vuelto a Mujeres-montaña después de casi veinte años porque estoy escribiendo un texto sobre el tratamiento que se le ha dado a estos temas en narraciones de escritoras salvadoreñas. Mi propósito es explorar los puntos de encuentro entre lo planteado en dicho libro y algunos escritos literarios de la posguerra salvadoreña. Me interesa estudiar de qué manera se han representado esos dolores corporales y anímicos y las mencionadas frustraciones. Asimismo, explorar cómo se han perfilado los cuerpos de las mujeres que participaron en la guerra, así como sus maternidades, sin dejar por fuera el tratamiento literario del abuso y las agresiones sexuales. ¿Qué estrategias ficcionales se ponen en práctica para no revictimizar a esos personajes, para que los afectos y el cuidado se impongan al poder y la injusticia? A partir del análisis cuerpo-texto, abordar la narración del cuerpo de mujeres revolucionarias en diálogo con el tránsito del lenguaje, desde el testimonio al texto literario. La novela Roza tumba quema (2017) de Claudia Hernández representa un ejemplo, aunque reciente, ya paradigmático de ese tránsito.
En diálogo con lo anterior, también estoy releyendo a la escritora salvadoreña Jacinta Escudos, autora de un libro que marcó de forma determinante a la literatura de posguerra: Cuentos sucios, publicado en 1997. En uno de sus cuentos, “Dos cavernas unidas, ¿hacen un beso o forman un túnel?” aparece una mujer separada del mundo, con ardores estomacales, en un lugar donde persisten las desconfianzas, se temen persecuciones y venganzas, pues la guerra es un hecho reciente:
Dante escupe con angustia:
―La policía secreta anda suelta por toda la ciudad y están desfigurando el rostro de todos lo que trabajaron con ellos, a cuchilladas, para que no sean reconocidos por sus víctimas mientras duren los procesos contra los criminales de guerra.
―Está bien, es terrible. Supongo que aprovecharán para desfigurarle el rostro a cualquiera, no solo a sus ex miembros sino también a todos sus enemigos. Pero me parece que exageras.
La anterior conversación la tienen Dante y Penélope, quienes después se besan evocando en ella pensamientos de fuga: “¿no has visto a los peces besadores, esos de color rosado que se besan en los acuarios con sus labios gruesos, O profunda, absoluta, exacta, boca contra boca? […] los peces al besarse ¿también intercambian los sabores de sus lenguas?”. Es entonces que la mejilla de ella es atravesada por un cuchillo mientras la boca de él se transforma en una mueca torcida; una sonrisa sádica. ¿Quién de los dos fue colaborador de la policía secreta? ¿Quién fue la víctima de la policía? ¿ O se desfigura el rostro de ella simplemente por sadismo? El cuento no da respuestas, se impone la ambigüedad. La incertidumbre de la posguerra se escenifica desde la violencia perpetrada por un hombre sobre el cuerpo de una mujer. Esta, además, aparece constreñida por su malestar estomacal, en un espacio desencantado y, por cierto, donde también el código está jerárquicamente construido entre él y ella. El cuento menciona “Dear Prudence” de The Beatles, cuya letra, recordemos, dice lo siguiente: “greet the brand new day”. En ese lugar pareciera no haber un nuevo día. No hay nada que celebrar.
Si no han leído los cuentos de los años noventa de Jacinta Escudos, sugiero que lo hagan. Si ya lo hicieron, invito a releerlos. Fueron pioneros en un momento muy particular de la historia de nuestro país, pero también lo fueron a la hora de matizar la violencia, cincelando aquella que se precipita sobre el cuerpo de las mujeres (más allá de El Salvador). Por ejemplo, en uno de los microcuentos que componen “Memorias de una hidrofóbica”, se ofrece una alegoría de una agresión sexual: “La obligan a arrimarse al muro, a bajar un poco la cabeza, y el agua salta, estallan las olas sobre su frente con un ruido infernal. Comienza a mojarse. El agua le cae peor que una ducha helada, y los hombres la obligan a estarse allí. Quiere respirar y no puede. Cierra los ojos para protegerse de la sal, de las gotas de agua que le revientan en la cara como una máscara de espinas”. Más adelante, en clave fantástica, mediante uno de sus cuentos más memorables, “Yo cocodrilo” (El Diablo sabe mi nombre, 2007), la escritora propone una contranarrativa a una problemática que trasciende las fronteras centroamericanas: la ablación del clítoris de niñas africanas. No obstante, en otras ocasiones Escudos también se refirió a las diversas formas del placer, constituyéndolo en un espacio propio, digno y libre ante una sociedad, aunque desarticulada socialmente, profundamente jerarquizada y patriarcal.
Leer esos primeros cuentos de Jacinta Escudos nos ayudará a comprobar que la violencia que vulnera los cuerpos de las mujeres no ha sido un tema reciente en la literatura latinoamericana, es decir, no es una moda, sino una realidad que ha interpelado a las escritoras desde hace algún tiempo. Los marcos temporales han cambiado, hay otros actores y otras circunstancias, pero el cuerpo de las mujeres sigue siendo un eje sobre el que se precipita la alteridad, el poder y la impunidad. Recuperemos, pues, nuestra memoria histórica sobre esta violencia-otra. Es el primer paso para derribar esa estructura fósil que la disfraza de eufemismos.