Opinión

Un canto a dos voces

Los países y sus convulsiones sociales se cuentan a través de los ojos de quienes las atestiguaron. En este texto testimonial, desde sus recuerdos de niña, Nayda Acevedo nos muestra un El Salvador en guerra que le tocó vivir desde el exilio en varios países. Sus ojos infantiles nos guían por un mosaico de reflexiones, sentires y preguntas que también son parte de la memoria histórica de nuestro país.

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Por Nayda Medrano Acevedo

Ilustraciones por Natalia Franco



Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche.

JOSÉ MARTÍ


Dos patrias tengo yo: Cuba y la mía.

ROQUE DALTON



El Salvador es un país cuya historia no podría entenderse sin el recuento de sus convulsiones sociales. Masacres, asesinatos, exterminios, prisión, tortura, exilio, son solo algunos de los mecanismos a los que el poder político ha recurrido para tratar de acallar las expresiones de descontento social de un pueblo que históricamente ha procurado hacer valer sus derechos.

Entre 1980 y1992, el país vivió uno de los capítulos más sangrientos de su historia. El apogeo de la desigualdad social y las recurrentes violaciones de los derechos humanos, que por décadas fueron seña de identidad del actuar del Estado y de grupos de poder afines al gran capital, provocó que fuerzas insurgentes hasta entonces dispersas se unificaran en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional(FMLN) y enfrentaran por la vía armada a los gobiernos de turno. Con todo, muchas de las «victorias» electorales se lograron con sendos fraudes; así, la administración del aparato del Estado jugó en función de los intereses de quienes manejaron a su antojo los destinos económicos, políticos y sociales del país durante esos años.

El gran saldo de este enfrentamiento ha dejado en cifras oficiales por lo menos ochenta mil muertos y treinta mil desaparecidos, aunque fuentes menos conservadoras calculan que el número es mucho mayor y que siguen quedando categorías pendientes, entre ellas la cantidad de personas que tuvieron que salir del país en calidad de exiliados políticos. Porque detrás de cada cifra hay un rostro, hay un sentir, hay un pueblo, hay luto, hay desunión, hay ruptura, hay una historia por conocer.

De lo vivido en esa línea de tiempo, muchas son las historias que se han contado desde distintos ángulos: testimonios de excombatientes de ambos bandos, sobrevivientes de masacres, familiares de personas desaparecidas, entre otros. Pero hay muy pocas relacionadas con la vivencia de los niños y las niñas del exilio, los que no vivieron el conflicto armado dentro de las fronteras patrias pero que cargan consigo una serie de historias, marcas y vivencias que tienen un origen común.

Este testimonio aborda esa cara de la moneda no descubierta aún. ¿Qué fue de los niños y niñas que tuvieron que dejar todo en su país de origen?¿Hacia dónde fueron? ¿Qué vivieron, qué sintieron y cómo se adaptaron?¿Cómo dimensionaron su regreso? ¿Qué hacen en la actualidad? ¿Marcó el exilio político su vida? ¿De qué forma les marcó? Estas son algunas de las tantas interrogantes que nos surgen alrededor de sus vivencias. Esas vivencias que fueron celosamente guardadas y llenaron cada uno de sus días.

Estos niños llevan consigo una mochila que mantuvieron siempre lista para volar a cualquier otro lugar o regresar a una patria imaginaria. Les fue necesario aprender a transitar entre la utopía y la nostalgia, a convivir con los arraigos y los desarraigos, a modificar su acento, a modular su voz, a cambiar sus hábitos y a guardar silencio. Este es el testimonio de uno de ellos.


PRIMERA ESCALA


Primeros recuerdos. El peregrinaje, un pastel de anís, un retorno y una salida estrepitosa



Corría 1980. Entre los juegos de niñez con los amiguitos de la colonia se colaban los miedos de mamá y papá.

Como quien ve algo a través de la bruma, me veo sentada en un sillón café, semicircular. «Como quien no quiere la cosa», escuchaba algunas conversaciones de las que no entendía ni la tercera parte. Lo que sí entendía claramente es que algo no andaba bien. Había susurros, muchos susurros. Una frase rompió la voz baja:

—Mataron a Monseñor Romero —le dijo mamá a papá.

Luego, todo fue silencio.

Unos días después, en una mañana soleada, vi empacadas nuestras cosas en una maleta floreada. Era poco equipaje. Sin saber hacia dónde íbamos, yo era feliz creyendo se trataba de algún paseo familiar. Jamás imaginé que era el principio de mis estaciones.

—Hijas—dijo mamá—, haremos un viaje largo. Por favor, en el camino no hablen con extraños.

—¿Y si nos dicen buenos días? —replicaba alguna de nosotras connatural astucia.

Pocas veces nos expusimos a ello.

Para ese entonces éramos cuatro niñas. La mayor de nosotras habrá tenido catorce años, la segunda diez, yo habría estado entre los tres y cuatro y la pequeña tendría dos y medio. Mamá estaba embarazada, esperaba a quien fuera la menor de este clan de mujeres.

Sacando mis propias cuentas creo que hicimos un viaje por tierra pasando por Honduras y Guatemala hasta llegar finalmente a México. Nunca he corroborado esta ruta con ninguna de mis hermanas ni con mamá. Es parte de esos pactos que simplemente son. Hago la relación porque tomamos un bus bastante incómodo que durante el camino se detuvo muchas veces porque unos señores vestidos con uniformes verdes y manchas cafés y con pistolas grandotas hacían registros. Cuando eso sucedía,v eía la mirada nerviosa de mamá, que siempre nos mantení aa todas en un círculo, tratando de verse ecuánime, en una sola pieza.

Al cabo de un rato y varias paradas después, llegamos donde gritaban ¡Honduras!, ¡Honduras! Sin embargo, no podría aseverar si ese fue el orden real del viaje. No olvido, eso sí, el nombre del lugar y una de las anécdotas que marcarían mi vida.

Llegando a la terminal, un lugar muy sucio, lleno de hojas de lechuga en el piso y que olía muy mal, nos encontramos con una comitiva numerosa de militares. Mamá nos miró fijamente como advirtiéndonos del pacto de silencio que nos había impuesto y de la prohibición de hablar con nadie, mucho menos si alguien vestía uniforme de ese tipo. Recuerdo a mamá serena y a muchos de ellos lanzándole miradas y piropos. Uno de ellos se le acercó para ofrecer su ayuda:

—Señora, tan guapa y sin quien le ayude con tantas niñas. Venga, le ayudo a cruzar la calle—le dijo.

Mamá, fiel a su estilo, sin siquiera alzarle la mirada, agradeció el gesto, creo que más por guardar las maneras y las apariencias. Volvió la mirada hacia mí y dijo:

—Hija, dele la mano al señor, por favor.

Yo no sabía muy bien si dársela o no, pero ante tanta mesura y la contundencia de la orden de mamá, terminé dándole la mano al señor y cruzamos la calle en un silencio tan tenso que hasta el hedor de la lechuga se detenía. Años después comprendería que esas palabras tendrían un sentido de supervivencia, que el talante de mamá ha sido una lección de mesura invaluable. Que hay que contener el aliento sin despotricar, que hay que aprender a reaccionar. En esos tiempos, iba la vida en ello. Lección número uno: prudencia.



Habremos pasado sin pena ni gloria entre varias estaciones entre lo que restaba de Honduras, pasando por Guatemala, hasta llegar a México. Fue acaso la del Distrito Federal la estadía más larga luego de despertar en un lugar, dormir en otro, para luego salir hacia un tercero, y así en los días pasados. Era extraña la sensación de nómada, pero una se acostumbra.

Empezaría así nuestro desarraigo: oyendo otros acentos, yendo a otras escuelas, comiendo otros «platillos típicos».

Contra el silencio externo y las nostalgias, el clan de hermanas y mamá manteníamos terapia de risa. Algunos de nuestros recursos para ello eran ver las caras de cada cual al comer paletas de chile; nuestros propios guiones —el elenco era suficiente para ello—de La Dama de las Cameliaso de Cien años de soledad. En ese tiempo mis personajes eran cualquiera que tuviera algún parecido a Remedios la Bella, pues mi lucidez aún no mostraba su esplendor y nada me quedaba mejor que los elegantes desmayos y todo aquello que tuviera que ver con modales de época; el arte de molestar a la hermana que ya tan grande se chupaba el dedo… Así pasábamos, tratando de hacer nuestros días normales. Fue ahí donde nació nuestra hermana menor.

Mamá descansaba recostada en el espaldar de una de las camas luego de alguna de las sesiones de teatro cuando de pronto vimos bajar agua entre sus piernas.

—Estoy rompiendo fuente—dijo.

Y aunque no entendía qué eran esas palabras en sí, me uní al aplauso y a la felicidad. Dos días después estaba con nosotras un bultito de ojos asustadizos y pelo café cobre.

Por entonces la ausencia de papá empezaba a ser una constante. Y aunque teníamos juguete nuevo con la pequeña y él explicaba que tendría que irse algunos días y que regresaría (repitiendo una y otra vez el ritual de quitarle un pelo de su incipiente calvicie como promesa de su regreso), siempre había un sinsabor entre mis mejores momentos.

Así fueron pasando los días en México. Llegábamos al año 81y mi cumpleaños número cinco. Un hermoso pastel en forma de canasta llegó a casa, papá no. Y aunque cantamos el «Cumpleaños feliz», hasta el día de hoy el anís me sigue sabiendo triste, no me gusta, tal vez lo relaciono con la ausencia.

En ese andar nos llegó el día en que sin aviso estaríamos regresando a El Salvador. Sería 1982 ya y mi entendimiento daba para más. Sabía que la prudencia debía ser mucho más aguda para esas fechas, que el camino del kínder debía cambiarse, que aunque vimos más veces a papá, cada vez estaba más delgado; que el niño que llegaba a dejar las tortillas y que tenía más o menos mi edad le contaba a mamá que los guardias preguntaban por ella y por papá; que los secretos eran fundamentales. No podríamos contar a nadie sobre las paletas de chile o a quién le di la mano para cruzar, sobre el osito panda de Chapultepec y mucho menos de las personas que conocimos, o de ese viaje de más de un año de duración, ni siquiera a la familia, no nosotras.

Llovía y llovía. Mientras digería mis silencios, intentaba también comprender algunas de las cosas que estaban sucediendo. Todo era confuso, pero me daba miedo preguntar. A veces pienso que ese amanecer en el que San Salvador retumbó entre una marejada de lodo y árboles escupida por el volcán fue provocado por tanto enredo en mi cabeza. Vivíamos en San Ramón.

Como pudo, mamá nos sacó a todas. Mi atuendo era un short rojo de lunares blancos, pero no recuerdo el de ninguna de mis hermanas. Por el dolor en la planta de los pies al caminar sobre piedritas, sé que no dio tiempo para los zapatos. Supongo que mucho menos para otra maleta como las de nuestras tantas huidas. En una de las casas al paso nos saludó un señor que se dedicaba a arreglar los dientes. Conmovido, me dio un suéter que era tres veces mi tamaño, pero que cubría todo lo que iba descubierto. Palpé la angustia cada vez que alguien gritaba «¡Ahí viene el lodazal, ahí viene el lodazal!», hasta que llegamos a una calle amplia, grande, asentada en lo que parecía un universo paralelo, pues ahí no llovía y todos estaban vestidos. Unas cuadras después, nos refugiamos por unas horas en la casa de mi tía paterna; luego nos trasladamos a la casa de mi tía materna, en la colonia San Joaquín. Desde la azotea podía verse el inmenso espacio de tierra deslizada entre los árboles del imponente volcán. Estaba lesionado y nosotras, una vez más, nos habíamos librado de la muerte.

Conseguimos una casa, en la misma zona, que más bien parecía un sótano. Era bastante grande pero muy vieja. Los pilares crujían con solo verlos. El techo de tejas era hotel de cualquier clase de bichos y había carnaval de ratas a toda hora. A pesar de lo lúgubre, estábamos todas unidas, y eso le daba calor al lugar. Una noche me despedí abruptamente de mis dos hermanas mayores. Ellas se quedarían con su abuela paterna, que vivía a una cuadra de la vieja casa, mientras nosotras teníamos que desaparecer cuanto antes de ahí. Años más tarde, mamá contaría que apenas unos minutos después de haber salido llegaron a buscarnos muchos hombres armados. Derrumbaron la puerta y entraron, pero nosotras ya estábamos lejos. Fue también por esas fechas que vi por última vez a tías y tíos, a primos, al abuelo y a la abuela. Nunca más volví a experimentar esa sensación de familia amplia. Aún muchos años después, cuando la familia se reúne, me comparo con el volcán de San Salvador. Algo se fracturó después de la lluvia. Él perdió sus árboles, yo, mi arraigo.




Este texto es un extracto de Un canto a dos voces, el ensayo ganador de los XII Juegos Florales 2016 en la rama Testimonio. Podés leerlo completo aquí.

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