Derechos de las mujeres

Dibujar para no olvidar: el arte de Victoria Recinos en Santa Marta

Hace 44 años, la comunidad de Santa Marta huyó bajo el fuego militar y cruzó el río Lempa para refugiarse en Honduras. Victoria Recinos Castillo, de 73 años, ha plasmado esa historia en dibujos que narran la guinda, la masacre y la vida en los campamentos, para que las nuevas generaciones no la olviden.

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Intervención por Alejandro Sol.

La primera vez que Victoria dibujó frente a otras personas tenía 8 años. Acompañó a su hermano mayor, Ovidio Recinos, a un taller de bordado en Santa Marta. Era 1959. Nunca había ido a la escuela. No sabía leer ni escribir.  

Victoria siempre fue tímida. Tanto, que ese primer día no quiso entrar al aula. Se quedó afuera, observando cómo el profesor Cristóbal Durán enseñaba a dibujar un elefante. 

“Me quedé afuera, ahí me alcanzaron un papel. Desde lejos veía el dibujo. Vieron que yo era inteligente, entonces me anotaron al primer grado”.  

Su dibujo se parecía al del profesor. Recibió aplausos y halagos de él y de las niñas y niños que estaban recibiendo la clase. Ese momento convenció a su papá y mamá de que era importante inscribirla en la escuela.  

Solo estudió hasta tercer grado. En casa, tenía que cuidar a sus hermanas y hermanos menores. Su familia vivía en extrema pobreza. Su papá y su mamá no podían comprarle útiles ni ropa para la escuela. Decidieron que debía quedarse en casa y asumir los oficios del hogar, mientras ellos se rebuscaban para asegurar la comida: ella vendía chocolates, dulces, canastos que ella misma elaboraba, y también aliñaba cerdos; él se dedicaba a la agricultura y carpintería. 

Victoria conoció el lápiz y el papel a través del dibujo. Antes de ir a la escuela, ya echaba a volar su imaginación. Dibujaba casitas de colores y rostros en papel empaque. Usaba engrudo de almidón para pegarlos en las paredes de zacate y tierra de su casa. Así tapaba las grietas y decoraba el espacio. Dibujaba niñas y niños jugando, rostros y cuerpos de mujeres. Todo eso, antes de la guerra.  

“Quizás ya viene por naturaleza [el talento] porque mi padre era un carpintero fino. Quizás de ahí depende ser dibujante. Soy creativa para imaginarme cosas y dibujarlas. Mi casa estaba llena de cositas. A veces mi padre llevaba pan envuelto en papel, y ese papel lo juntaba yo y decía: «A dibujar con lápiz». Lo que se me venía a la mente dibujaba”. 

Su padre, Luis Recinos, fabricaba muebles de madera. En su casa, escribía en las vigas los nombres y fechas de nacimiento de sus hijos e hijas, así como los de personas fallecidas en la comunidad. Victoria cree que heredó de él la costumbre de acompañar sus dibujos con relatos y fechas. Su hermano mayor también dibujaba, y varios de sus sobrinos y sobrinas han seguido el mismo camino. 

Nunca imaginó que su talento se convertiría en una herramienta clave para documentar las violaciones del ejército contra la población civil, los testimonios de la Guinda del 18 de marzo y la vida en los campamentos de personas refugiadas en Honduras. 

Esta es su historia. La historia de una de las mujeres dibujantas de la memoria de Santa Marta.

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El arte de recordar y convertir en trazos su memoria 

Victoria Recinos Castillo es mi tía, hermana mayor de mi papá, Pedro Juan Recinos. Es la segunda de diez hijos e hijas de mis abuelos, Narcisa Castillo y Luis Recinos. Su historia es la de muchas personas de Santa Marta, en Cabañas, que sobrevivieron a la guerra y la persecución militar. También es la historia de muchas mujeres que usaron su talento para apoyar la lucha organizada. 

Durante la guerra civil, sus dibujos y bordados retrataron la violencia que dejó más de 75,000 personas asesinadas y más de 8,000 desaparecidas. Hoy, esas imágenes siguen vivas en mantas, murales y cerámicas de la comunidad. Escenas como el cruce del río Lempa y la vida en los refugios aún se plasman como un acto de memoria. 

El 18 de marzo se cumplen 44 años de la Guinda de Santa Marta hacia Honduras, un éxodo forzado por la represión militar. En  Piedras Coloradas,  unas 200 personas fueron asesinadas o desaparecidas.  A esto hecho se le conoce como la Masacre del río Lempa. 

Mi tía Victoria sobrevivió a esa masacre, igual que el resto de su familia. En junio de 1980, los militares asesinaron a su papá, mi abuelo Luis Recinos, mientras huía de un operativo. Siete años después, su primer esposo también fue asesinado por militares. 

En octubre de 2024, Victoria empezó a hacer un libro con sus dibujos para contar su historia. En él ilustra la Guinda del 18 de marzo y otras violaciones a los derechos humanos que ocurrieron antes. También reconstruye su infancia y la vida cotidiana en Santa Marta antes del éxodo. 

Ahora vive en Ita Maura, una comunidad de Tacachico, La Libertad, refundada por sobrevivientes de Chalatenango, Santa Marta y Cuscatlán. Pasa su tiempo dibujando. A través del arte ha encontrado una forma de sanar los miedos y dolores que le dejaron la guerra, así como las violencias de género que vivió.  

Sigue siendo tímida, pero también tiene un humor particular. Recuerda con risa algunas anécdotas de los campamentos de personas refugiadas. En La Virtud, el primero al que llegó, dormía con hasta 30 personas en una sola carpa hecha de nailon.  

“Era gentío. No daban abasto hasta los servicios (letrinas). Eran como potreros donde dormíamos, terrenos cabizbajos. Tal vez se acostaba con un hombre uno y amanecía con otro, jajaja”.  

Añora las navidades en los campamentos, con representaciones teatrales, comidas colectivas y dulces que aparecían en sus casas. Lo que más extraña es la vida en comunidad, la solidaridad y la hermandad. 

“Cuando íbamos en guinda todos éramos hermanos. Se compartían tortillas a todo hermano”.  

Pero también lamenta que esa solidaridad se haya roto poco a poco, y que las mujeres quedaran fuera de las decisiones, sobre todo, cuando regresaron a El Salvador.  

“Empezaron a haber diferencias entre Honduras y aquí en la comunidad. Aquí es mío, dicen cuando uno pasa por un lugar”. 

Cuando volvió al país, en marzo de 1992, dos meses después de la firma de los Acuerdos de paz, no regresó a Santa Marta, donde vivían dos de sus hermanos, entre ellos mi papá y mi tía Hilda. Su pareja y la directiva que organizó el retorno decidieron que se asentara en Zacamil, otra comunidad refundada en Cuscatlán. 

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“Por la guerra quedamos desperdigados todos” 

La casa en la que vive es de uno de sus hijos. La guerra le arrebató un hogar estable y la vida en comunidad. A pesar de todo, ha encontrado la forma de transformar el dolor en arte. Sus dibujos convierten el sufrimiento en belleza. 

Las paredes de su casa están cubiertas de escenas sobre su infancia, juventud y la vida en Santa Marta antes del éxodo. Entre girasoles y animales coloridos, hay un dibujo que destaca: un hombre sentado con su guitarra. Lo hizo meses después de la muerte de su hermano Juan, mi papá, en abril de 2024. Él tocaba la guitarra todas las tardes, acostado en su hamaca. Fue parte de conjuntos de música popular en Mesa Grande y Santa Marta. 

Tía Victoria me recibe en su casa y me muestra sus dibujos con orgullo. Algunas escenas son crudas, pero ella no se quiebra. Me dice que dejó de llorar hace más de 15 años, cuando su hijo David, mi primo, se suicidó. 

“Me siento segura. Ojalá usted me haga valer las cositas que hago, aunque sean mal hechos los dibujitos. Un dibujo, por muy bonito que sea, si no lleva testimonios, de nada sirve”. 

Habla en voz baja, como si alguien la vigilara. Durante la guerra, aprendió a quedarse callada para proteger a su familia. Aún recuerda a los guardias golpeando a mi papá bajo la acusación de vender chaparro [licor artesanal], cuando los verdaderos responsables lograron escapar. 

“Juan, de borracho, se había quedado dormido y los de la guardia lo golpearon pensando que él era el dueño de las garrafas de chaparro. Como eso era prohibido, también andar hondillas. No investigaban nada. Ver, oír y callar, nos decían”. 

Evita hablar del Gobierno actual. Dice que meterse en política no trae nada bueno. Le inquieta ver a los militares en las calles, como en la guerra. Prefiere dibujar para no pensar en la posibilidad de que todo vuelva a repetirse. 

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La sobreviviente de dos guerras

Mi tía tenía 30 años cuando ocurrió la Masacre del río Lempa. Para esa fecha, ya tenía tres hijos: un niño y dos niñas, una de ellas de apenas 11 meses. Huyó junto a mis otras tías, mi abuela y más familias de la comunidad. Vio helicópteros bombardeando Santa Marta y zonas cercanas. Escuchó los disparos y vio cuerpos en el suelo. Para cruzar el río Lempa, subió a una balsa con sus tres hijos y otras personas, mientras las balas y las bombas caían sobre ellos. Mi abuela y mis tías lo cruzaron sujetándose de un mecate que los guías habían colocado de orilla a orilla. 

“Llegamos al Lempa [el 17 de marzo]. Yo quedé perdida, sola con las niñas. Se oía la tronazón de los tiros. Intenté regresarme a Santa Marta en la noche, pero la gente seguía pasando hacia el río”. 

Dibujó todo lo que vio y escuchó: la desesperación, la huida y la violencia. También plasmó los testimonios de otras personas sobrevivientes que le llevaban relatos a su casa o a los espacios colectivos donde otras mujeres bordaban sus recuerdos en mantas. 

La Guinda del 18 de marzo fue el segundo éxodo que vivió.  El primero ocurrió en junio de 1980, cuando su familia huyó tras la Masacre sobre el río Sumpul en Chalatenango, y el asesinato de su padre, mi abuelo Luis Recinos, junto a otras 15 personas en la Masacre del Picacho o de Los Planes. 

Ese año, Victoria y su hermana, mi tía Gloria huyeron a La Virtud, Honduras, en busca de refugio. Su tercera hija tenía un mes de nacida, y junto a ella iban sus otros dos hijos. Su primer esposo se quedó en El Salvador colaborando con el FMLN, que en ese momento era la guerrilla. Mi tía caminó días y noches con hambre y miedo. Llegó a la orilla del río Lempa y esperó a que alguien le ayudara a cruzarlo porque no sabían nadar. Sus tres hijos lloraban. Los militares estaban cerca. En su desesperación, pensó lo impensable: arrojar al río a su bebé de un mes para evitar que muriera bajo las balas. 

“Nos fuimos sin guía. Éramos como 20 muchachas y muchachos. Al llegar a Lempa nos perdimos. Solo dos mujeres con niños quedamos atrapadas. No hallábamos qué hacer. Los niños lloraban. Solo la muerte esperábamos ahí. Al día siguiente, pasaron a los niños en un perol”. 

Las escenas de personas huyendo, escondiéndose en cuevas, de niños y niñas llorando y soldados disparando contra la población son las primeras que ilustró en su libro. Ahí recrea el primer éxodo de campesinos y campesinas de Santa Marta hacia Honduras. Ocho meses después de llegar a La Virtud, decidió regresar a El Salvador junto a otras familias. Confiaban en que la guerra terminaría. 

Dos meses después, vivió lo que describe como su peor pesadilla. La violencia la obligó a exiliarse de manera definitiva. 

“Por eso, cuando escucho de terremotos o enfermedades, me aflijo, pero no mucho. Pero cuando me dicen que va a ver otra guerra, se me aflojan los hombros. Como ya la viví. Ya pasé dos guerras, la de las 100 Horas y la de los 12 años”. 

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Las historiantas de Santa Marta 

Carmen Avilés, Lucila Zavala, mi abuela Narcisa Castillo y mi tía Victoria documentaron la Masacre del río Lempa y la vida en los refugios a través de dibujos y bordados. Carmen Avilés, lideresa de Santa Marta, recuerda que, en su colectivo de mujeres, de los sectores 6 y 7, Victoria era la única que dibujaba testimonios sobre la guerra. El resto de las mujeres bordaban. 

“En eso solo ella, luego llegó un Miguel Beltrán, un jovencito de la universidad que llegó a los campamentos a apoyar”, cuenta Carmen. 

Según Carmen, mi tía Victoria dibujó testimonios de familiares de mujeres embarazadas asesinadas por militares, cuyos bebés fueron extraídos de sus vientres. Ella recuerda haber bordado parte de esos dibujos. 

“Hizo una mujer hincada alzándose una cruz y unas palomitas en las puntas queriéndole ayudar. Ahí donde se relataba, decía: «La solidaridad ayuda al sacrificio». En eso solo ella dibujaba y Agustín Recinos [otro habitante de Santa Marta]”, relata. 

Mi tía Victoria pasaba hasta las 10 de la noche dibujando a la luz de una candela. Recibía testimonios de sobrevivientes y los convertía en imágenes. Retrató en varias ocasiones a monseñor Óscar Arnulfo Romero y escenas de la guinda. 

Sus dibujos muestran rostros asustados, expresiones de tristeza y figuras espeluznantes de militares en persecución. También documentan la vida en los campamentos de refugiados: mujeres cocinando, familias hacinadas en las champas, niñas y niños que morían por desnutrición. La pobreza extrema estaba en cada trazo. 

Carmen, una de las fundadoras del Comité Comadres en los campamentos hondureños, asegura que las mujeres organizadas jugaron un papel fundamental en la lucha social. Además de bordar y dibujar, hacían labores de vigilancia clandestina, cosían ropa para la comunidad, cocinaban colectivamente y ayunaban para que los alimentos y la ayuda no faltaran. 

“Todas las mujeres viejas: la Esperanza, la Herminia, la Sofía, la Cecilia, eran parte… Había que apoyar. Era la conciencia de que había que aportar algo”, dice Carmen. Algunas lo hacían porque sus hijos eran parte de la entonces guerrilla del FMLN que combatía en El Salvador. Parte del dinero que obtenían de sus bordados lo enviaban a los campamentos de combate para la alimentación de sus hijos e hijas. 

Foto cortesía de Tatiana Recinos.

Lo que no se podía expresar con voz se expresaba con dibujos y bordados

El director del Museo de la Palabra y la Imagen (MUPI), Santiago Consalvi, explica que los dibujos y bordados de mujeres como Carmen Avilés y mi tía Victoria fueron una forma de documentar la historia en los campamentos de personas refugiadas en Honduras. En algunos de esos campamentos, se crearon talleres para fortalecer las habilidades de campesinas y campesinos. Los que ya tenían conocimiento enseñaban a la niñez en refugio. La mayoría de quienes bordaban eran mujeres. Ellas narraban testimonios individuales y colectivos sobre la represión y las violaciones a los derechos humanos que vivían en sus comunidades. 

El MUPI está documentando las expresiones artísticas campesinas, como los dibujos y bordados que se crearon en los campamentos de personas refugiadas. 

“Desde hace muchos años, el Museo de la Palabra y la Imagen ha estado tratando de repatriar los dibujos realizados en Colomoncagua, La Virtud y Mesa Grande. Repatriar porque estos dibujos están dispersos por el mundo. Cualquier internacionalista u organización humanitaria que pasaba por los campamentos de ACNUR se los llevaba”. 

Según Consalvi, los primeros hallazgos de estas prácticas se registraron en el campamento de Colomoncagua. Allí, las mujeres dibujaban flores y animales, como pájaros, en mantas que usaban para envolver tortillas. Luego, transformaron esas habilidades en testimonios de guerra, violaciones y abusos militares. 

“Posteriormente, encontramos relatos similares en Mesa Grande y, primero, en La Virtud. En ambos lugares, las mujeres usaban bordados para expresar lo que no podían decir con voz. Los dibujos y bordados contaban lo que las palabras no podían.” 

Marisol Galindo, fundadora de la Asociación de Mujeres Veteranas de la Guerra, comenta que en Colomoncagua, donde vivían personas de Morazán, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) promovía este arte popular, aunque no como una estrategia guerrillera. 

“Es un hecho que al surgir se promovía. Incluso, hubo al final de la guerra, lugares en los que los pobladores pintaron murales”. 

El ERP, según Marisol, tenía un taller de dibujo donde se elaboraban propaganda y boletines con figuras creadas por la población. 

“En los talleres, había escuela popular para niños y adultos, siguiendo el método de Paulo Freire. Se reflexionaba mucho sobre la realidad que vivían, planteando preguntas y palabras clave como refugio, guerra, represión, libertad y pobreza, entre otros temas”. 

En 2024, el MUPI publicó la doceava edición de la revista Trasmallo, dedicada a iniciativas sobre género y memoria. En ella se destaca la exposición Memorias chalatecas del exilio, que resalta el aporte de mujeres bordadoras y dibujantas de Las Vueltas de Chalatenango. 

En lugares como Santa Marta, se pueden ver dibujos sobre la guerra. En la casa comunal central de la comunidad, por ejemplo, se pintó un mural sobre el cruce del río Lempa. Este mural rememora la Guinda del 18 de marzo y la vida en los campamentos de refugiados. Mi tía Victoria, que participó en su creación, cuenta que el cruce del río Lempa fue una de las escenas que más dibujó. 

El paso de Lempa no solo una vez lo hice, me lo pedían. Me siento orgullosa de haber aportado».

 Esa misma escena se replica en mantas bordadas por mujeres o en camisas. La comunidad ha documentado su historia en canciones, teatro, cerámica, libros y documentales. Además, cada año, se conmemoran tres de las masacres más grandes del conflicto armado: la masacre del Pichacho o Los Planes, la de Santa Cruz y la del río Lempa. En esos espacios comunes, las personas sobrevivientes relatan sus testimonios a las nuevas generaciones.  

Los concursos de dibujo sobre estas masacres son una iniciativa importante para mantener vivos estos recuerdos. Cada año, en Santa Marta, se invita a jóvenes a participar para que expresen lo que han aprendido sobre estos acontecimientos.

Hace tres años, durante el aniversario 32 del regreso a casa, se organizó un concurso sobre esa temática, con dibujos destacados. La idea de estos concursos es registrar cómo las nuevas generaciones interpretan lo que les han contado, ya que no son las mismas personas que vivieron esos hechos.

El sitio web Colibrí Creativo, un espacio de arte, destaca que el dibujo es una herramienta terapéutica efectiva para sanar heridas emocionales y promover el bienestar mental. Ayuda a procesar los traumas de una forma más segura. La Organización Mundial de la Salud (OMS) reconoció en 2023 que las artes pueden curar y dar sentido a la vida cuando todo parece perdido. 

Mi tía Victoria dice que el dibujo ha sido para ella un refugio para expresar sus emociones sobre la guerra, las muertes, la violencia de género y la depresión. También ha servido para contar la historia de Santa Marta, que marcó su vida. En los dibujos, ha encontrado lo que el Estado ha negado a las víctimas sobrevivientes de la guerra: la atención psicoemocional. 

“Este libro lo dejo plasmado porque ya soy mayor. Mi nieto Lucas me lo regaló para que dibujara esa historia. Hay que dejarlo como recuerdo, para que la gente vea lo que vivimos en el paso del río Lempa”, concluye mi tía Victoria. 

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