
Cecilia cumplirá tres años sin saber nada de su hijo. El 10 de mayo de 2022, en plena celebración del Día de las Madres, ella vio cuando la Policía lo sacó de su casa y se lo llevó bajo el pretexto de que sólo le “revisarían” su expediente en la delegación policial. Pero jamás regresó.
Al hijo de Cecilia lo arrestaron por supuestos vínculos con pandillas, pero no hay evidencia de ello. Hasta ahora, lo único que ella sabe de él es que está en el centro penal de Izalco, porque es lo que le dicen cada mes que ella va a dejarle un paquete de comida. “Sí, aquí está su hijo…”, le repiten una y otra y otra vez. Así, sin más. Sin derecho a saber ni siquiera en qué celda está. En un día de suerte es lo único que los custodios dirán, porque bajo el régimen de excepción nadie tiene derecho a saber sobre el estado de salud o de las condiciones en las que guardan prisión las personas detenidas.
Desde ese 27 de marzo de 2022, en el que 87 personas fueron masacradas tras el rompimiento de las negociaciones entre el Gobierno y las pandillas, la Asamblea Legislativa declaró el régimen de excepción. Este pasó de ser una medida temporal a una política de Estado que ha implicado violaciones sistemáticas de derechos humanos. En El Salvador bajo régimen de excepción, cualquier persona puede ser detenida sin pruebas y sin garantías procesales. Aun cuando se ha demostrado que las personas detenidas han sido víctimas de tortura, tratos inhumanos y degradantes, el Gobierno salvadoreño se ha encargado de echar a andar una estrategia publicitaria para venderse como un ejemplo, un modelo a “replicar”.
Pero ¿replicar el qué? Al Estado salvadoreño le importan poco los derechos de las 87,000 personas detenidas. Como que sus familiares puedan verles, por ejemplo. No existen canales de comunicación ni visitas familiares, derechos que han sido denunciados por organismos internacionales y organizaciones locales. Pero tal parece que las denuncias se convierten en montañas de papeles apilados dentro de oficinas estatales que deberían velar por el respeto a los derechos humanos. Por más que las familias denuncien, son pocas las familias que logran respuesta. No es el caso de Cecilia. Cada vez que hablamos, ella abre sus mensajes con la misma frase: “Todavía [no sé] nada de mi hijo…”
Parece que fue ayer cuando decenas de mujeres se plantaron frente a las entradas principales de los centros penales en búsqueda de sus parientes detenidos. Dejaron sus trabajos, muchas de ellas vendedoras informales que llegaban con mercadería en mano. Para ellas no había manera de partirse en dos, porque además lo usual es que sea en las mujeres en quienes recaen las labores de cuidado. Madres, hijas, esposas, hermanas dormían en la calle, bajo la lluvia, a la espera de respuestas por parte de las autoridades que se habían llevado a sus parientes detenidos. Pasaban hambre, porque apenas tenían dinero para transporte, durante días que se volvieron semanas de eternas búsquedas del paradero de sus seres queridos. Puede que hoy sepan dónde están, pero exigen saber cómo se encuentran. Es lo mínimo.
El régimen de excepción sólo intensificó la búsqueda de información por parte de familias que además de demandar al Estado la liberación de sus inocentes, le exigen que respete su derecho a saber si están con vida. Pero en este país no sólo vemos que el Estado podría estar cometiendo desapariciones forzadas al negar esta información, sino que somete a familias enteras a una lenta agonía por la incertidumbre.
Cecilia es una de esas mujeres que no se tapan el rostro para exigir tanto información como la liberación de su hijo. No lo hace porque no tiene nada que ocultar ni temer, dice reiterativamente. Cuando le comenté que escribiría este texto y le pregunté si podía mencionarla, me respondió con un “sí” contundente. “Usted sabe que no hay problema”, me dijo segundos después. Porque ella no vacila. Jamás ha dudado en moverse para abogar por él y por su hermano también detenido bajo el régimen, del que tampoco sabe nada. Cada que puede, va a las concentraciones de familiares de personas detenidas bajo el régimen o corre a participar en conferencias de prensa.
Sus ojos pocas veces reflejarán el cansancio o el dolor o las lágrimas que deja ir cada vez que piensa y habla de su hijo. Menos reflejarán el padecimiento de un cáncer de mama que le fue diagnosticado meses antes de la detención o un problema de la vista que ha comenzado a padecer, como la cirugía de útero por la que hace no más de seis meses tuvo que pasar para evitar un nuevo cáncer.
La comida falta en su casa porque destinan buena parte del único salario de $220 de su esposo, que gana en proyectos de construcción, a la compra de paquetes de comida que le envían a su hijo. Ella ha dejado de trabajar como vendedora ambulante, porque sus días se van en denuncias, en vueltas de aquí para allá: en la Corte Suprema de Justicia, la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, la Procuraduría General de la República… Todo para dejar un registro de los derechos que les están siendo violentados. Todo lo que pueda conseguir la liberación de su hijo o, al menos, darle una mínima posibilidad de verlo.
Mientras ella, por un lado, exige el cumplimiento de los derechos de su hijo, el Estado ni siquiera es capaz de garantizarle a ella los suyos, como el derecho a la salud.Ahora, una de sus preocupaciones es que en el Instituto Salvadoreño del Seguro Social no hay parte de los medicamentos para su tratamiento. Tiene casi un mes sin poder acceder a insulina porque, bueno, no hay. Esa también es la realidad de El Salvador hoy en día, donde no hay medicinas para la población por recortes financieros al Ministerio de Salud. El caso de aguante, de resistencia y resiliencia de Cecilia es uno entre cientos. Como ella, muchas otras personas buscan información de sus parientes con desesperación y a veces hasta resignación. Hay quienes dejan una silla frente a la puerta de la casa, con la esperanza de que, llegado el atardecer, tal vez ocurra el milagro de ver a su pariente aparecer.
Cecilia tiene un sofá con vista a la calle. A veces, se sienta y de inmediato, calla. Su mirada se pierde en un paredón levantado frente a la puerta de su casa. Quizás es ahí cuando navega entre sus recuerdos. Es ahí cuando la energía de Cecilia se guarda para ella, para pensar en ese 10 de mayo de 2022 que pudo haber sido diferente.