
El 11 de noviembre de 2022, la vida de Daniel y su familia cambió por completo. El año escolar había finalizado. Tenía libre la mañana. Quedó con sus amistades de ir al Parque Cuscatlán, en San Salvador. Quería distraerse de su reciente ruptura amorosa. Lo que parecía una salida común terminó en una pesadilla judicial. El sistema ignoró su identidad y expresión de género y le sometió a un proceso, que considera injusto e inhumano.
Bebió sin haber comido, y el alcohol hizo efecto rápido. Mientras conversaba con unas compañeras, notó que agentes de la Policía Nacional Civil (PNC) se acercaban. Mareado, tomó su mochila y decidió irse a casa, a pocas cuadras del parque. Los agentes lo siguieron. Con ironía, recuerda que, de no haber sido por ellos, un carro lo habría atropellado. No imaginaba que ese encuentro marcaría su destino, el de su mamá y su padrastro.
Cuando los policías lo interceptaron, pidió que lo dejaran ir a casa. Según ellos, mencionó que su padrastro lo abusaba. Lo trasladaron a la Unidad de la Mujer en la delegación de San Salvador. Desde entonces, no recuerda lo ocurrido durante las horas que estuvo detenido.
Al recobrar su libertad, su madre le contó que un policía le confesó que lo habían desnudado y bañado. El mismo oficial le pidió que guardara silencio. Entre la confusión, Daniel asegura que fueron los agentes quienes presentaron la denuncia contra su padrastro por el delito de violación en menor o incapaz agravada continuada. Daniel es un hombre trans y tenía 17 años en noviembre de 2022.
Daniel quiso retirar la denuncia contra su padrastro, pero asegura que los agentes lo amenazaron con arrestarlo si no describía lo que ellos habían consignado en el acta policial. El miedo, dice, lo llevó a repetir lo que le exigían en algunos momentos, mientras que en otros solo guardó silencio.

Cuando su mamá y su padrastro llegaron por él, los agentes detuvieron a su padrastro y los trasladaron a la delegación de Montserrat. Ante una fiscal, Daniel recuerda que no respondió cuando esta le insistió en confirmar la denuncia que nunca hizo. Que nunca existió. Su madre increpó a la fiscal: «¿Cómo es eso posible? Yo estoy siempre en casa».
Al día siguiente, el 12 de noviembre, a Daniel le practicaron exámenes médicos para determinar si hubo una violación sexual. Daniel asegura que la evaluación, realizada en el Instituto de Medicina Legal, descartó infecciones, enfermedades o lesiones recientes.
Para él y su mamá, el proceso se convirtió en un calvario. Con la detención de su padrastro, perdieron su principal ingreso económico. Daniel fue enviado a una familia temporal hasta alcanzar la mayoría de edad, pero decidió marcharse antes de cumplir 18.
Antes de regresar a casa, la situación empeoró. Aislado y sin noticias sobre su padrastro, nunca asistió a un juicio porque pasaba todo el tiempo en el hogar de acogida. La desesperación lo llevó a tener pensamientos suicidas. En un momento de crisis, tomó 52 pastillas sin saber para qué servían. “Sentí que me desmayaba, me dolía el estómago, así que decidí acostarme”, recuerda.
Mientras su padrastro seguía detenido, consultó a la fiscal sobre cómo podía retirar la denuncia, insistiendo en que él no la había presentado. Se mantuvo firme: su padrastro era inocente, todo había sido un error y él era su único apoyo. Al finalizar la entrevista, la fiscal le informó que la denuncia no podía retirarse, que solo buscaban más pruebas.
Trescientos setenta y dos días después, durante una audiencia preliminar en el Centro Integrado de Justicia Penal Isidro Menéndez, en San Salvador, un juez decretó el sobreseimiento provisional del padrastro de Daniel, acusado de violación sexual en menor o incapaz continuada. Tras revisar las pruebas, concluyó que no eran suficientes para sostener la acusación y ordenó su libertad.
La Fiscalía debía continuar con peritajes psiquiátricos tanto para la supuesta víctima como para el imputado, además de un estudio social del entorno familiar. Y “cualquier otra diligencia” que consideraran procedente, pertinente, útil y necesaria».
Una pesadilla judicial
Casi un año después de que el padrastro de Daniel recuperara su libertad, se celebró una vista pública en su contra por el mismo delito. En este tipo de audiencia un tribunal decide si una persona es culpable o inocente de los delitos que se le imputan. Dependiendo del caso, la decisión puede estar a cargo de un juez, un grupo de jueces o un jurado compuesto por personas salvadoreñas.
Daniel, convencido de la inocencia de su padrastro, testificó ante el Tribunal Segundo de Sentencia del ahora distrito de San Salvador. Ese 29 de octubre de 2024, le contó a la jueza que una fiscal intentó presionarlo para que declarara en su contra. Insistió en que no presentó la denuncia y reafirmó que su padrastro era inocente.
Durante la audiencia, agentes de la PNC rindieron declaración. En su testimonio, ignoraron la identidad de género de Daniel y se refirieron a él con términos incorrectos. Afirmaron que, el día de los hechos, “ella estaba lúcida, no bajo efectos del alcohol, y que su declaración era veraz”. Daniel recordó que, en ese momento, les informó que era un chico trans y que entonces sí respetaron su identidad.
«No piensan en el daño que le causan a uno. En mi casa todo es un desastre; no sé qué hacer. Básicamente, yo soy el hombre de la casa, el encargado de todo. Todos los días debo gastar dinero para llevarle comida a mi papá [padrastro] al Centro Judicial Isidro Menéndez, dice Daniel, con evidente preocupación.
Desde 2018, se identifica como un chico trans y recuerda que la fiscal del caso vinculó su identidad de género con el supuesto abuso. Para él, esta afirmación demuestra cómo los prejuicios influyeron en la sentencia. Con la condena por violación en menor o incapaz agravada continuada, no solo perdió la esperanza de hacer justicia, sino que confirmó que el sistema nunca tomó en cuenta su testimonio.
«Siento que voy a caer en depresión porque en la audiencia no tomaron en cuenta mi testimonio. La fiscal buscaba imponerle una pena de 26 años y 8 meses, aunque al final la condena quedó en 13 años. Además de todo esto, mi papá está enfermo; solo tiene un riñón».
Intentó varias veces explicar que la denuncia contra su padrastro fue forzada, pero el sistema lo ignoró. A pesar de las pruebas a su favor y del testimonio de su madre, el tribunal lo condenó a 13 años de prisión y ordenó su traslado al penal de Mariona. “Siento que estoy pagando por algo que nunca quise hacer, y aunque he tratado de aclararlo, nadie escucha”, dice ahora, con 19 años, mientras trabaja como repartidor para sostener económicamente a su familia.
Su abogado presentó una apelación y, mientras se resuelve si el recurso es admitido, solicitó la libertad de su padrastro. Sin embargo, desde enero de 2025 han recibido la misma respuesta: la firma de la Cámara aún está pendiente. Mientras tanto, su padrastro sigue preso.
Ser trans, sinónimo de desprotección

La noche del 13 de agosto de 2024, Romina Escobar, una mujer trans, fue víctima de violencia física, verbal, amenazas y robo. Estaba de pie sobre una acera del Paseo General Escalón cuando un hombre detuvo su vehículo. Cuenta que se subió, con la autorización de él, pensando que solicitaba sus servicios. Pero el hombre, según relata, no tenía dinero. “Mi único error fue insultarlo, alzarle la voz”, admite.
De repente, el hombre detuvo la marcha frente a un restaurante. Romina pensó en bajarse, pero antes de reaccionar, comprendió que estaba a punto de ser agredida. Intentar huir era inútil. Él era más alto y su presencia la intimidaba. Se tiró al suelo, sobre la acera, en posición fetal. Pensó en proteger su rostro y sus pechos. Él la golpeó. Mientras la atacaba, recuerda que le suplicó entre lágrimas: “Por favor, déjame”.
En algún momento, el agresor se detuvo, caminó hacia su carro y se marchó, dejándola herida. Romina buscó refugio en el restaurante, pero el vigilante le negó la entrada. Se quedó cerca, asomándose con cautela para ver si el hombre ya se había ido. Minutos después, lo vio regresar. Esta vez, se acercó a sus pertenencias y le arrebató la billetera, el dinero, sus documentos personales y las llaves de su casa. Antes de marcharse, la amenazó de muerte y le advirtió que sabía dónde trabajaba, en caso de que se atreviera a denunciarlo.
Algunas personas la vieron sangrando y, al notar su desesperación, la ayudaron a denunciar el ataque. La acompañaron a la delegación policial, donde identificó a su agresor porque había visto su carné de trabajo. Romina grabó un video y lo publicó en TikTok para hacer pública su denuncia. Dos meses después de lo sucedido, en octubre de 2024, recordaba que las autoridades no mostraron interés en investigar. Para ella, el sistema de justicia pareció restarle credibilidad a su denuncia debido a su identidad y expresión de género.
Las autoridades hicieron pública su detención. Para ello, la presentaron con nombres con los que ella dejó de identificarse cuando hizo su transición. «Lo peor no es la violencia que sufrimos, sino cómo el sistema de justicia nos ignora y revictimiza. La identidad trans siempre está en juego cuando enfrentamos estas situaciones,» explica Abigail Samayoa, del Colectivo Alejandría.
Tras presentar la denuncia, fue detenida y llevada a las bartolinas conocidas como El Penalito. Desde su llegada, su identidad fue ignorada. «Desde que me vieron llegar, me trataron como hombre, usando mi nombre tal cual aparece en mi documento de identidad», recuerda Romina, quien estuvo en una celda con otras personas LGBTIQ+.
La policía la detuvo porque fue acusada de robo y amenazas agravadas por el hombre a quien ella acusó de golpearla y asaltarla. Ambos fueron llevados a El Penalito: Romina permaneció detenida durante 15 días, mientras que su agresor, Víctor De la O., también fue detenido por lesiones. Finalmente, el caso se resolvió por conciliación: su agresor le pagó $150.
Tratos degradantes en los centros penales
Dentro de los centros penales, las mujeres trans continúan enfrentando humillaciones. Gonzalo Montano, de la Asociación Centro de Estudios de la Diversidad Sexual y Genérica AMATE El Salvador, explica que a varias detenidas se les ha obligado a raparse el cabello, una acción que busca despojarles de su identidad femenina. “Es una forma de violentar su identidad, de degradarlas emocionalmente”. Para muchas, el cabello es una parte esencial de su identidad de género, por lo que esta práctica refuerza la violencia simbólica que atraviesan.
Señala que las condiciones post detención agravan la situación de las personas trans, quienes salen de prisión sin redes de apoyo y enfrentan mayores dificultades para acceder a vivienda y empleo. “Algunas salen con enfermedades que contrajeron durante su detención, como problemas cutáneos, pero no tienen acceso a atención médica”. Si bien AMATE ha documentado casos de malos tratos, como golpes y baños con agua fría, aún falta profundizar en las denuncias de tortura en el contexto actual del régimen de excepción, en vigor desde marzo de 2022.
La violencia institucional no termina con la liberación. Para muchas personas trans, la vida después de la detención está marcada por el estigma, la inseguridad y la pérdida de oportunidades laborales. Romina relata que ha sido objeto de acoso por parte de funcionarios de una institución gubernamental, quienes incluso la han amenazado con volver a detenerla si no accede a prestarles servicios sexuales.
Un informe de Cristosal señala que, en muchos casos, los y las familiares de las víctimas desconocen la identidad de género u orientación sexual de las personas detenidas, lo que agrava aún más su vulnerabilidad. Además, existe un ciclo de abuso donde la violencia sexual y las golpizas por parte de policías, militares y custodios de los centros penitenciarios son comunes, pero la falta de denuncias hace que esta realidad quede oculta. Según Cristosal, el temor a ser identificadas como parte de la comunidad LGBTIQ+ impide que muchas personas presenten denuncias, dejándolas atrapadas en un sistema que, en lugar de ofrecer protección, refuerza la represión.
Romina es una de las muchas mujeres trans que han sido víctimas de la violencia institucional y la represión en El Salvador. Su primera detención ocurrió el 13 de agosto de 2024, y al salir de prisión, se vio afectada por pensamientos intrusivos de autolesión. “Me despertaba llorando, ni siquiera tenía que haber estado allí, y todo por ser trans”, expresó. Reconoció que necesitaba apoyo psicológico y que no había logrado superar el impacto emocional de su detención. Su testimonio evidenciaba las secuelas de la violencia institucional y la falta de mecanismos adecuados de acompañamiento para las personas trans, quienes continúan expuestas a la discriminación y el maltrato.
Cinco meses después, el 23 de enero de 2025, la PNC informó sobre la segunda captura de Romina, esta vez en el Bulevar del Hipódromo, en San Salvador. La acusan de dañar una patrulla y sustraer una gorra de uniforme policial. Tras su detención, Romina solicitó un examen toxicológico para demostrar que sus acciones no fueron propias de una persona en pleno uso de sus facultades, pero aseguró que no se lo practicaron. En consecuencia, enfrenta cargos por hurto, daños, y uso y tenencia indebida de uniforme policial.
El 7 de febrero, el Juzgado Primero de Paz de San Salvador resolvió que permanecerá en prisión provisional tras su audiencia inicial. Antes de la audiencia, la joven, de 28 años, se disculpó ante la PNC, argumentando que desconocía el impacto de sus videos y que actuó bajo los efectos del alcohol.
364 casos de violencia LGBTIQ+, un subregistro sin justicia
Entre 2000 y 2024, la Asociación Aspidh Arcoíris Trans y AMATE documentaron 364 casos de violencia y discriminación contra personas LGBTIQ+, recopilados directamente por ambas organizaciones. Sin embargo, estos datos representan solo una parte de la realidad, ya que Aspidh se enfoca en casos de mujeres trans y muchas víctimas no denuncian por temor o desconfianza en las instituciones. Estos casos forman parte de la Iniciativa Latinoamericana de datos abiertos (ILDA) y son parte del informe «Evidenciando la violencia por prejuicio hacia personas LGBTIQ+ en Centroamérica: Invisibles NO MÁS».
En este se ofrece un análisis basado en la estandarización de datos obtenidos por cinco organizaciones de la sociedad civil en Honduras, Guatemala, Costa Rica y El Salvador, este estudio expone la violencia y discriminación que enfrenta la población LGBTIQ+ en la región, brindando un panorama detallado de la situación en estos países.
Del total de casos, el 41 % corresponde a hombres cisgénero, en su mayoría gais (72 %), y el 40 % a mujeres trans (144 casos).
El 98 % de las denuncias reflejan violaciones a derechos fundamentales de la población LGBTIQ+. El derecho más vulnerado es el de no discriminación, presente en el 71 % de los casos. Le sigue el derecho a la libertad, con un 13 % de denuncias por detención arbitraria. En este último grupo, el 33 % de las víctimas son mujeres trans, quienes relatan que sus detenciones no solo limitan su libertad, sino que también implican agresiones físicas, sexuales y psicológicas que atentan contra su identidad de género.
Los casos analizados revelan que 143 víctimas sufrieron violencia psicológica (39 %), 29 fueron agredidas físicamente (8 %), 11 sufrieron violencia sexual (3 %) y 5 padecieron violencia patrimonial (1 %). El 92 % de los casos de violencia psicológica incluyeron humillaciones, alguna forma de control o intimidaciones. En los casos de violencia física, el 83 % fueron ataques motivados por prejuicio, en los que se usó fuerza, armas u objetos para causar daño. La violencia sexual abarcó agresiones no consentidas, mientras que la violencia patrimonial se refiere a la apropiación o destrucción de bienes y recursos económicos.
AMATE también ha documentado 42 agresiones policiales desde 2018. Algunas de estas terminaron en crímenes de odio, como el de Camila Aurora Díaz Córdova.
En enero de 2019, tres policías interceptaron a Camila Díaz Córdova, una mujer trans de 29 años, en la 27 avenida norte de San Salvador. Testigos relataron que la golpearon dentro de la patrulla y luego la arrojaron en el bulevar Constitución, en una zona sin cámaras. Fue trasladada al Hospital Rosales, donde murió tras tres intervenciones quirúrgicas. La versión oficial indicó que murió atropellada, pero su amiga Virginia Flores presentó una denuncia con apoyo legal. En julio de 2020, los agentes Luis Alfredo Avelar, Carlos Valentín Rosales Carpio y Jaime Geovany Mendoza Rivas fueron condenados a 20 años de prisión. Sin embargo, el tribunal no reconoció que se trató de un crimen de odio por su identidad de género. Esta fue la primera condena en el país por el asesinato de una mujer trans.
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El Estado no desglosa las cifras de homicidios para identificar cuántas personas LGBTIQ+ han sido asesinadas debido a su identidad de género u orientación sexual. Sin embargo, en el Informe Nacional El Salvador 2020, Paren de Matarnos, Aspidh registró al menos 600 transfeminicidios entre 1992 y 2020. De estos, solo cuatro casos, incluido el de Camilia, habían sido judicializados a abril de 2022.
Según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la esperanza de vida de una mujer trans en El Salvador está entre los 30 y 35 años, menos de la mitad de los 74 años que, en promedio, vive la población general según la Organización Mundial de la Salud.
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La identidad de género: una deuda pendiente
La lucha por el reconocimiento legal de la identidad de género en El Salvador ha sido liderada por organizaciones de la sociedad civil. En 2018, la Mesa Permanente por una Ley de Identidad de Género presentó una propuesta que fue actualizada en 2021, pero la bancada oficialista archivó la iniciativa, a pesar de tener los votos suficientes para aprobarla. En mayo de 2024, con la mayoría de Nuevas Ideas en la Asamblea Legislativa, una de sus primeras acciones fue eliminar la comisión de la mujer e igualdad de género. Además, en febrero de 2024, Bukele prohibió el uso del acrónimo LGBTI+ en los 16 ministerios, dejando claro que no existe interés en avanzar en este tema.
Mientras tanto, la comunidad trans sigue enfrentando riesgos de detención arbitraria y maltrato, sin garantías de respeto a su identidad. En el contexto del régimen de excepción, las organizaciones que trabajan por los derechos humanos de la población trans aseguran que se intensifican las violaciones a sus derechos humanos, con un sistema que las criminaliza y excluye. La justicia y la igualdad para las personas trans siguen siendo una deuda pendiente, concluyen Samayoa y Montano.
Este reportaje fue realizado con el apoyo de la International Women’s Media Foundation (IWMF) como parte de su iniciativa de ¡Exprésate! en América Latina.
Mentor: Élmer Menjívar
Edición y verificación de datos: Metzi Rosales Martel