Opinión

Mi inconveniente virginidad

La virginidad no es un hecho físico, sino una construcción social. Opera como un mecanismo de control sobre la sexualidad de las mujeres jóvenes y tiene consecuencias en su desarrollo. La autora de este texto anónimo recuerda cómo el mito de la virginidad, perpetuado por las personas adultas de su vida, terminó por llenarla de miedos e inseguridad.

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Tenía unos 10 años cuando, mientras jugaba, me golpeé con fuerza entre las piernas y me sangré. Preocupada, busqué un espejo, me encerré en mi cuarto y, como pude, lo sostuve entre mis piernas, decidida a encontrarme la virginidad, si es que todavía la tenía

Mi mamá me había dicho que entre las piernas de las niñas había algo muy delicado y que tenía que cuidar. Que no anduviera mucho en bicicleta, ni jugara brusco, no fuera a ser que me lastimara ahí. Me dijo que ahí estaba mi virginidad y que cuando una la perdía, sangraba. 

Contorsionándome como pude, miré y miré, pero no encontré nada que se pudiera parecer a la virginidad. No le dije a mi mamá por miedo al regaño, y durante varios años crecí resignada a haber perdido mi virginidad a los 10 años, en manos de una bicicleta estacionaria.

El fantasma de mi supuesta virginidad perdida regresaba a mi mente cuando nos hablaban de sexualidad y virginidad en el colegio (lo cual se volvía más frecuente concada año). Escuchábamos al borde del pupitre verdaderas historias de terror sobre niñas con apodos ocurrentes y crueles, a las que los varones no solo habían despojado de su pureza y de la oportunidad de una primera vez  romántica en su noche de bodas, sino también de su buen nombre y reputación. 

Creo que la peor parte era que algunas de estas historias se trataban de personas reales. Reconocíamos los detalles y los apodos e identificábamos a las protagonistas como niñas que habían estudiado en el colegio años antes. Nuestros maestros iban construyendo este mito: la virginidad era un tesoro; el himen, la evidencia de si había sido malgastado; perderlo implicaba degradarse, quedar como tonta y darle licencia a los demás para señalarte.

O tal vez, la peor parte era más bien cómo todas aprendíamos también a ser la policía de la virginidad de nuestras compañeras, siempre pendientes de señales pecaminosas, como expresar deseo o interés por el sexo (nos decían que “a la que anda probando, le queda gustando”).

Cuando ya estábamos más adentradas en la adolescencia, en el colegio nos hablaban del sangrado y del dolor al perder la virginidad. Tuve una maestra que llegó a decirnos que la vagina hacía un sonido —como un “pop”— cuando era penetrada por primera vez. Yo pensaba que qué mala suerte que las niñas viniéramos con sello de seguridad y peor aún, que fuera como el de los botecitos de Gerber. Mantener el secreto de la virginidad perdida parecía imposible. 

Como yo no creía en la virginidad hasta el matrimonio, me sentía a salvo del mito de la virginidad. Pero no lo estaba. Sí tenía miedo de “perderla”. Parecía que siempre había muchachos y hombres acechándonos, esperando a que diéramos un paso en falso para poder acostarse con nosotras y después, dejarnos burladas. Algunos eran varones de otros colegios, otros eran los mismos profesores que nos daban clases. 



Cuando me gradué del colegio ya estaba harta de ser virgen, de tener algo que perder, de sentir esa responsabilidad enorme de evitarme el arrepentimiento, de evitar “perderla” en un encuentro casual. Ya estaba cansada de andar cuidando lo que quedaba de mi himen fantasma, pero igual “me esperé” hasta que tuve mi primer novio.

Sin dolor, sin “pop” y sin sangre, tuve mi primera vez. 

Por la falta de dolor y de sangre me cuestionó mi novio, que nunca me creyó que era la primera vez que tenía sexo. Y me siguió cuestionando durante toda la relación: que por qué tantas ganas de coger, que con quién había cogido antes. Esto se fue transformando en decirme que conmigo no le daban ganas de hacer cosas, que se aburría de coger conmigo. Después supe por otra ex pareja suya que él era así. Un fiel creyente de lo que me habían dicho, que “a la que anda probando le queda gustando”. Eso le molestaba, porque no podía ser que una mujer tuviera más deseo sexual que él.

Más adelante tuve parejas sexuales que sí me trataron con cariño y respeto, que sabían decir que no sin tratarme de zorra o pervertida. Perdí la vergüenza por sentir deseo sexual, por querer experimentar y aprendí a involucrarme en cuidar mi cuerpo. Conocí la importancia del consentimiento y me di cuenta de lo indefensa que había salido al mundo. Había pasado muchos años aprendiendo a cuidar mi himen, pero no a cuidar de mi salud sexual ni a tener autonomía sobre mi cuerpo y deseos. Las mujeres y las niñas no deberíamos depender de la amabilidad de nuestras parejas sexuales. Esto nos quita independencia y control sobre cómo vivimos nuestra sexualidad, nos hace vulnerables al abuso.

El mito de la virginidad no solo exige la abstinencia sexual hasta el matrimonio a las personas con vagina; también niega el sexo fuera de la heteronorma, porque solo el sexo penetrativo entre un pene y una vagina “cuenta”. El mito se traduce en vergüenza y censura para el deseo sexual femenino durante el resto de nuestras vidas. 

O somos putas o somos decentes, y si queremos ser decentes, el sexo solo nos tiene que interesar para convertirnos en madres o para “cumplir nuestro deber con nuestros esposos”. Este mito y su censura en mi sexualidad se extiende todavía sobre mi vida. Es por eso que el juguete sexual que me compré permanece siempre escondido en mi cartera, por temor a que lo encuentre mi familia. Es por eso que esta columna se va a publicar de forma anónima, porque nadie tiene que saber nunca cómo me deshice de mi inconveniente virginidad. 

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