Opinión

Nicaragua: la historia que escribiremos

Aunque el Gobierno de Daniel Ortega ha dado pasos para garantizar su permanencia en el poder a lo largo la última década, la respuesta a las protestas de 2018 fueron un parteaguas en Nicaragua. La represión ha marcado a una nueva generación de jóvenes nicaragüenses. Fátima Villalta nos comparte en este texto su experiencia personal dentro de esta vorágine —y recuerda la importancia de la conciencia y la resistencia colectivas—.

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Para hablar de la propia vida es inevitable recordar todos esos momentos que nos han marcado, muchos de los cuales no elegimos, de los que tampoco fuimos protagonistas ni partícipes, pero sí sus víctimas. Ese es mi caso y el caso de miles de nicaragüenses que, condenados por la historia, intentamos reconstruir una y otra vez los eventos que nos llevaron a la catástrofe en la cual vivimos. Y aunque muchos podamos nombrar esos momentos, al final del día seguimos haciéndonos las mismas preguntas: ¿Cómo terminamos aquí? ¿Por qué nadie pudo impedirlo?

Quizás no hay mejor manera de adquirir una conciencia colectiva que vernos a todos sumidos en la misma tragedia. Han pasado tres años desde el inicio de las protestas que le dieron un giro a nuestras vidas; desde entonces nada ha vuelto a ser igual. Quienes salimos a la calle esos primeros días de abril de 2018 fuimos en su mayoría jóvenes, muchos éramos apenas unos niños o adolescentes cuando Daniel Ortega llegó al poder en 2007. En esos once años vimos cómo la oposición política fue eliminada sin ninguna consecuencia, también vimos cómo una mafia de políticos y empresarios se apoderó del país mientras repartía migajas, y vimos paso a paso cómo Ortega garantizó su permanencia en el poder al desmantelar las instituciones y la misma Constitución. Pese a todo, ingenuamente no imaginamos que toda esa concentración de poder iba a traducirse en una amenaza directa, no solo para nuestra libertad sino para nuestras propias vidas. Fue ahí cuando el peso de una historia que no habíamos escogido se hizo más presente que nunca; éramos los nietos de un relato desgastado que estaba dispuesto a devorarnos con tal de no abandonar el poder.

En estos últimos tres años, mi vida y la de muchos cambió drásticamente. Salí de Nicaragua con la esperanza de regresar pronto, pero esto no sucedió: miles nos quedamos varados en otros países, aferrados a nuestro boleto de regreso, aplazando la difícil decisión de rehacer nuestras vidas con lo poco que trajimos en la maleta y lo que aún quedaba de nuestra cordura. A la gran dificultad económica que plantea “comenzar de cero” para quienes migramos, debíamos sumarle que nuestra vida, nuestros proyectos y nuestros afectos se habían quedado en el país que dejamos súbitamente.

Hay eventos que te marcan para siempre: a nosotros nos marcó el horror. A veces, en soledad, recuerdo el sonido de las balas, las imágenes de los cuerpos, la sangre en el suelo. Son recuerdos fugaces. A veces, cuando me reúno con algún amigo, hablamos de todo aquello entre susurros, como quien teme a ser escuchado, en parte, sin poder creer que todo eso fue real. Lo conversamos brevemente porque siempre es mejor cambiar de tema; para sobrevivir el presente no hay que recordar demasiado, el dolor sigue ahí y más vale evitar las pesadillas que nos han costado un par de años de terapia controlar. Pero hay otro miedo que siempre nos acompaña en esas conversaciones en voz baja, el temor a que el horror se nos vuelva costumbre.

Durante esos tres años he presenciado el encarcelamiento de mis propios amigos y compañeros, la exposición de personas inocentes presentadas en televisión nacional como criminales y terroristas, la persecución de quienes exigen justicia por sus familiares asesinados y la humillación mediática para quienes se resisten a guardar silencio. Cada semana recibo la noticia de algún conocido, amigo, familiar o vecino que decidió irse de Nicaragua porque no imagina un futuro en el país. Para quienes se quedan, sobre sus vidas se instala el miedo, la incertidumbre y la desesperanza. “Estamos secuestrados”, me dicen quienes siguen dentro; pero quienes vivimos fuera también lo estamos, aunque en menor medida, de forma simbólica.

A finales del 2018 el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) presentó un extenso informe sobre las violaciones a derechos humanos cometidos por el Estado de Nicaragua. Una de las encargadas del documento fue Sofia Macher, una socióloga peruana involucrada en la creación de la Comisión de la Verdad en su país. De las palabras de Sofía recuerdo algo que me marcó hasta el día de hoy: “lo que pasó no es algo que se pueda resolver en soledad, en el diván de un psicólogo”, refiriéndose a la importancia de la reparación y el reconocimiento para poder “sanar”, y no solo sanar individualmente sino de forma colectiva. Podrá parecer muy obvio, pero para mí fue como una revelación: ese dolor que me acompañó y me acompaña hasta el día de hoy no es solo mío ni debe serlo, es la herida que me hermana con las vidas truncadas, con las familias que sufren, con quienes migran, con quienes perdieron su libertad, y esa misma herida no sanará completamente mientras vivamos sumidos en el miedo y la injusticia.

De Marx aprendí que la historia se posa como una pesada carga sobre nuestras vidas, una historia de la que no podemos escapar, pero sí transformar, aunque nunca solos, nunca desde la soledad de nuestras habitaciones. Quizás ahora ya no hablemos de la revolución del proletariado, pero las condiciones de opresión siguen estando ahí. Ni en Nicaragua ni en toda Centroamérica los proyectos de nación han sido pensados para las mayorías, nos gobierna la exclusión y la injusticia. Somos sujetos históricos en la medida en que nuestro propio dolor —algunos lo llamarán empatía— nos hermana con quienes luchan y con quienes sueñan que el mundo puede y debe ser distinto.

Mientras escribo esto, más de 140 personas sufren el encierro en las cárceles de Ortega. Sus familias claman por su libertad pero el Gobierno los considera un botín de guerra. En los últimos tres meses la persecución se ha agudizado aún más: son 33 personas secuestradas en 70 días. A la mayoría de ellas, nadie las ha visto, ni sus familiares ni sus abogados, no hay garantías de que estén donde sus verdugos afirman que están: están desaparecidas. ¿Qué legitimidad puede tener un Estado que asesina, desaparece, expulsa, encarcela a quienes se rebelan ante la injusticia?

La memoria y la justicia es nuestra bandera, y aunque a veces nos consuma la desesperanza, seguiremos en pie no esperando un milagro, sino construyendo juntos una historia que sabemos debe ser distinta.




Fátima Villalta (Nicaragua, 1994) Directora de la plataforma digital Hora Cero. Ganadora del premio para la publicación de obras literarias del Centro Nicaragüense de Escritores (CNE) en el año 2011. Estudiante de la maestría en Ciencias Sociales de la Universidad de Guadalajara.

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