Derechos de las mujeres

Areli materna bajo el régimen de excepción

Areli Zavala tiene a su hijo preso desde que inició el régimen de excepción en 2022. Cada mes viaja desde Cabañas hasta el penal de Mariona para llevarle víveres y productos de higiene. Tuvo que comprarle ropa de trabajo por exigencia de las autoridades penitenciarias. Como ella, muchas madres han asumido nuevas cargas de cuidado impuestas por esta política, que ha dejado a más de 85,500 personas detenidas y ha deteriorado la salud física y emocional de las mujeres.

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Ilustración por Daniela Ibáñez.

El 13 de abril de 2022, Gerson regresaba de trabajar en oficios de albañilería en la comunidad de Santa Marta. Unos policías lo interceptaron y lo detuvieron. Lo llevaron al puesto policial de la comunidad para interrogarlo. Nunca volvió. Tenía 27 años. Lo acusan de pertenecer a agrupaciones ilícitas.

Areli Zavala tiene 50 años. Desde la captura de su hijo, su salud se ha deteriorado. Su presión arterial subió. También su nivel de azúcar. “Me han diagnosticado diabetes y de hipertensión. Esas enfermedades no las tenía”, cuenta.

La abogada Ingrid Escobar, del Socorro Jurídico Humanitario, explica que muchas madres con hijos detenidos desarrollan enfermedades crónicas. La ansiedad, la tristeza y el miedo agravan su salud. En varios casos, las mujeres mueren esperando la libertad de sus hijos.

“Vemos depresiones profundas en las mamás. Algunas personas que recuperan su libertad llegan a contarnos que su madre ya falleció. Las madres también enfrentan ansiedad, insomnio, hipercolesterolemia”, asegura Escobar.

Una psicóloga que atiende a familiares de personas presas por el régimen cuenta que las enfermedades crónicas aparecen tras las ausencias. Muchas mujeres y niños ya vivían con traumas previos derivados de la violencia social. La captura de sus familiares empeora todo.

“Una mujer llegó con un cuadro de depresión severa después que se llevaron a su hermano”, recuerda la psicóloga. Dice que el encarcelamiento puede detonar enfermedades mentales y físicas. En el caso de la niñez, el impacto es mayor: muchos enfrentan acoso escolar y cambios emocionales graves.

Areli dice que desde la detención de Gerson no ha podido cuidar su salud. No tiene tiempo ni dinero. El sistema de salud pública no le ofrece atención integral ni psicológica. El insomnio y la falta de apetito son parte de su rutina diaria.

Gerson es su segundo hijo. Es madre de tres: dos hijas y él. Vivía con ella en la casa de su mamá, Leonor. Allí también viven hermanos y sobrinos. Son una familia unida. En la ausencia de Gerson, sus hermanas, hermanos y su madre se han convertido en su apoyo principal. El padre de sus hijos está ausente.

Areli extraña las sonrisas de Gerson. Extraña su compañía, su generosidad con amistades y vecinos. Gerson aportaba económicamente al hogar con lo que ganaba como albañil. “Él con todo mundo compartía. No sabe cómo me hace falta”, dice.

Ahora, Areli se enfoca en su negocio familiar de venta de pupusas, que inició en 2015. También vende comida por encargo. Con eso intenta cubrir los nuevos gastos que surgieron tras la detención de su hijo.

“Cada mes gasto más de 200 dólares para llevarle paquetes. Si uno no se los lleva, allá no les dan suficiente. Un muchacho que salió me contó que lo que sobrevive es lo que uno les lleva”.

Nunca pensó vivir algo así. Trabajó durante 17 años en San Salvador, en oficios del hogar remunerados y en comedores. Pasó muchas veces frente al penal de Mariona sin imaginar que algún día tendría que ir a ese lugar una vez al mes.

Cuando le toca llevar el paquete, se levanta antes de las 4 de la mañana. Toma uno de los primeros buses que salen de Sensuntepeque hacia la Terminal Nuevo Amanecer. Luego aborda otros buses hasta llegar a Mariona. Regresa a casa pasadas las 5 de la tarde.

Esa es la misma rutina de muchas otras madres. Cada mes viajan juntas a diferentes penales para dejar paquetes y preguntar por sus hijos. Son las mismas que marchan con pancartas y que tocan las puertas de organizaciones de derechos humanos.

Samuel Ramírez, vocero del Movimiento de Víctimas del Régimen (Movir), explica que muchas madres viven en precariedad económica. Tienen hijos, esposos o hermanos detenidos. La mayoría desempeñaba el rol de proveedores.

“Muchas no saben qué hacer. Ya empeñaron todo, vendieron todo, las estafaron. Hay señoras, adultas mayores, que no estaban trabajando y que eran sostenidas por sus hijos e hijas, y ahora son ellas que tienen que mantener a los nietos”.

En algunos casos, Movir ha gestionado alimentos. “A veces nos donan ropa, víveres. Pensamos primero en ellas, porque no hay ayuda del Gobierno”, concluye.

Ilustración por Daniela Ibáñez. Edición de video por Lisseth Ortiz.

“Fuerza hijo, que mamá sigue luchando”

Areli ha buscado sola formas de hacer justicia por su hijo y exigir su libertad. En las primeras semanas tras la captura, denunció el caso ante Amnistía Internacional, Human Rights Watch y el Servicio Social Pasionista de El Salvador. En 2023, con el apoyo de Tutela Legal “María Julia Hernández”, presentó un Habeas Corpus ante la Corte Suprema de Justicia. Se lo negaron. Luego pagó 2 mil dólares a un abogado particular. Nunca volvió a saber de él. También entregó arraigos y pruebas que demuestran la inocencia de su hijo, pero no ha tenido resultados.

En Santa Marta se ha unido a otras mujeres con familiares detenidos. Desde 2023 participa en un espacio colectivo de autoayuda llamado Ventana Abierta. Cada sábado se reúne con otras madres para bordar mantas con mensajes dedicados a sus hijos.

“Viniendo a bordar uno se distrae un poco, olvida las penas, deja por un momento los pensamientos”.

Para Areli, ese es su único espacio de respiro. Allí ríe y comparte con otras madres. Desde la captura de Gerson, dejó de salir. También asiste a oraciones en casas de otras mujeres. Busca consuelo en la fe y en la compañía.

Ventana Abierta les permite vender las mantas para cubrir gastos de pasajes y alimentos cuando van a dejar paquetes a las cárceles. También sirve como espacio de denuncia. En las mantas han bordado frases como “libertad”, “justicia” y “no más torturas”.

“He bordado una manta con una frase para él: “Fuerza hijo, que mamá sigue luchando”. Por medio de las mantas uno tiene un poquito de voz”.

En Santa Marta hay 11 familias con hijos presos bajo el régimen de excepción. En la mayoría de casos, son las madres o esposas quienes viajan cada mes a la capital o a otros departamentos para llevar paquetes o buscar información. Algunas no conocen las rutas. Necesitan ayuda para llegar hasta las cárceles.

Desde hace dos años, Areli comparte la travesía con un padre que también tiene a su hijo preso. Haber vivido en la capital por muchos años le ayuda a moverse con facilidad. Ahora guía a otras madres y padres. Les enseña las rutas de buses. En el camino se encuentra con más personas en la misma situación.

Siente que todas son amigas y amigos. “A veces, mientras estamos haciendo fila, ellas cuentan sus experiencias. Algunas tienen hasta tres hijos detenidos. Otras, a sus esposos. Ahí nos damos consuelo contándonos cómo capturaron a nuestros familiares”.

Una vida marcada por el encierro

Areli es la mayor de doce hermanos y hermanas. Nació en 1975, en el caserío La Cañada del cantón Azacualpa, distrito de Victoria. Tenía seis años cuando empezó la guerra en El Salvador. Su padre y varios tíos fueron combatientes de la exguerrilla del FMLN. Su madre también participó en la lucha social a través de grupos de mujeres organizadas.

En septiembre de 1980 huyeron hacia Honduras. Iban su madre, sus hermanos menores y ella. Escapaban de la persecución militar. Sus padrinos, que vivían en Honduras, los ayudaron a cruzar por San Marcos Lempa. Vivieron en Guaquincora, luego en El Rodeo (La Virtud), y después en el campamento de refugiados Mesa Grande.

En marzo de 1981, el ejército salvadoreño atacó a la población civil de Santa Marta y comunidades vecinas. Buscaban eliminar una célula guerrillera. A esa ofensiva se le conoce como la Guinda del 18 de marzo o la Masacre del río Lempa, en Piedras Coloradas. Los soldados asesinaron y desaparecieron a más de 200 personas.

El padre de Areli y varios tíos combatieron junto a otros campesinos guerrilleros de Santa Marta. Resistieron el avance del ejército. Durante la guerra, tres hermanos de su madre y dos de su padre fueron asesinados.

En 1987, cuando tenía doce años, Areli regresó con su familia a Santa Marta. Fue parte del primer retorno de personas refugiadas de Honduras a El Salvador. No volvieron al caserío de origen, sino a Santa Marta.

A los 15 años se unió a la exguerrilla. Trabajó como radista. Descifraba mensajes en clave durante las operaciones. Hoy recibe una pensión de 100 dólares al mes como veterana de guerra. La guerra le arrebató una niñez tranquila y segura.

“Lo único que esperaría es que me regresen a mi hijo”

Areli abraza con fuerza un cojín rojo. Gerson se lo regaló para el Día de las Madres en 2021. Lo conserva en su habitación como un amuleto. Dice que la protege y la acompaña. El cojín tiene dibujado un peluche y frases de cariño. Una dice: “Gracias por estar presente en mis triunfos y fracasos”. Otra: “Eres una mujer maravillosa”.

“Él siempre para el Día de la Madre, aunque sea un detallito, me lo traía. Es lo último que me trajo antes [de] que lo detuvieran”, dice Areli. A través de ese regalo, Gerson también la felicitó por ser madre.

Desde que se lo llevaron en abril de 2022, Areli no ha tenido descanso. Ser madre en estas condiciones se volvió una lucha diaria. Asumió nuevas tareas, nuevos gastos, nuevas preocupaciones. El informe “Un año bajo el régimen de excepción”, presentado por Cristosal en 2023, detalla que este régimen genera múltiples violencias contra las mujeres. La mayoría vive en contextos violentos y son familiares de personas detenidas o privadas de libertad.

Según el informe, el 80.6 % de las denuncias que recibió Cristosal fueron interpuestas por mujeres.

“Principalmente, son mujeres las que asumen la localización de sus familiares detenidos, la provisión de alimentos, medicamentos y la búsqueda de justicia. También son responsables del cuidado de niñas, niños, adolescentes y adultos mayores; y se vuelven proveedoras de los hijos de familiares de otras personas detenidas y de personas adultas mayores de su entorno”, señala el documento.

En el informe se explica que las mujeres sufren un deterioro en sus condiciones de vida. Muchas dependían económicamente del familiar detenido. Su salud física y emocional se afecta. Pierden la posibilidad de estudiar, abandonan sus empleos o emprendimientos. Dejan todo para cuidar y buscar justicia.

Maternar desde lo rural

Maternar desde lo rural también implica grandes dificultades. No hay acceso cercano a la salud. Las distancias hacia los centros de atención son largas. Los caminos rurales están en mal estado. Hay poco transporte público. Faltan empleos formales. Y ahora, además, están las visitas a las cárceles, que en algunos casos son viajes de oriente a occidente, es decir de casi 200 kilómetros vía terrestre.

A esta situación se suma otro golpe: los recortes del Gobierno a los equipos de salud comunitaria. Esos equipos priorizaban la atención de mujeres en zonas rurales. Morena Murillo, del Foro Nacional de la Salud, explicó que el Foro ha registrado 50 equipos cerrados por la actual administración.

“Estos garantizaban la vigilancia comunitaria, daban seguimiento a las mujeres embarazadas, a los niños menores de cinco años, a los pacientes crónicos, a los adultos mayores”. 

Murillo también denunció el despido de más de 3,500 trabajadores de salud, entre profesionales de la medicina, de la enfermería y promotores. “Aparte de esto, no se está garantizando el acceso a los servicios de salud. No hay medicamentos. No hay reactivos para hacer exámenes y diagnósticos”.

Por eso, Areli lleva meses sin atender su salud. Para ella, ir a una consulta significa salir de su comunidad, pagar transporte, ir a una clínica privada. Desde que se llevaron a su hijo, ha dejado de priorizarse.

“En la red pública me recetan medicamentos que no tienen, pero yo a veces prefiero comprar las cosas del paquete de él, aunque no compre lo mío”, dice.

La antropóloga Ana Gaggio Jovel afirma que las maternidades rurales no suelen estar en el centro de los estudios. Por eso, realidades como la de Areli pasan desapercibidas.

“Al hablar de maternidades, siempre las vemos desde el punto de vista de la clase media o trabajadora, enfocándonos en realidades que no responden a las diversas maternidades que se ejercen”.

Las economistas Evelin Martínez Mejía y Julia Evelyn Martínez coinciden en que las políticas públicas deben poner en el centro los cuidados que ejercen las madres. Esos cuidados sostienen la vida. Las políticas deben proteger los derechos económicos, sociales y de cuidados de las mujeres en todas las etapas de la maternidad. También deben garantizar el acceso a servicios gratuitos, universales y solidarios para sus hijos e hijas desde la primera infancia hasta la adolescencia.

Areli vuelve a abrazar el cojín rojo que le regaló su hijo. Lo aprieta con fuerza contra su pecho. Mientras lo hace, responsabiliza al Gobierno y al Estado por los atropellos que ha vivido desde la captura de Gerson.

En estas fechas, la comunidad celebra el Día de las Madres con serenatas, flores, cenas, rifas y bailes. Pero ella solo tiene una petición:

“Lo que yo esperaría para esta fecha, es que me regresaran a mi hijo. Es lo único que pido. Ya son cuatro años del Día de la Madre que no vamos a estar juntos”.

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