Derechos de las mujeres

Asexualidad, autismo y discapacidad: el triple estigma en un cuerpo  

Wendy es una mujer asexual y autista que, a sus 20 años, adquirió una discapacidad física que no le permite caminar. El Salvador está lejos de garantizarle las condiciones básicas para que ella pueda desarrollarse igual que el resto de la población. Después de perder su empleo, su discapacidad la ha llevado a enfrentar un sistema ajeno a lo diverso. Aun dentro de la población que vive con alguna discapacidad, las mujeres son las más vulnerables a las múltiples violaciones de derechos humanos, indica un informe elaborado entre las Naciones Unidas y el Estado salvadoreño.

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Ilustraciones por Daniela Ibáñez.

A Wendy la despidieron de su trabajo cuando ya no pudo caminar. El dolor corporal que había padecido desde niña se volvió crónico y, en 2015, paralizó sus piernas mientras bajaba unas gradas. Durante dos años, la dirección del colegio donde ella trabajaba como profesora infantil le dio permiso para que ella se ausentara algunos días de clases y pudiera seguir su tratamiento en el Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS). Pero al tercer año, el colegio no le quiso renovar el contrato.  

«Ya no le vamos a poder renovar el contrato. No es porque usted no sea buena docente. Los papás están muy felices con su trabajo. Usted cumple con todas nuestras expectativas, pero necesitamos que usted camine o funcione como las demás personas». Este fue el argumento de sus jefes. Para este reportaje, ella quiere que la llamemos Wendy, que no es su nombre real.  

A sus 20 años, Wendy había logrado independizarse. Con su salario de docente, había accedido a un préstamo bancario con el que había comprado un carro y una casa, pero cuando se quedó desempleada, tuvo que deshacerse de ambos; y regresar al hogar de su mamá y su papá. También dejó de ser cotizante del ISSS. Su madre comenzó a pagar su tratamiento en el sistema privado de salud, el cual no le ha podido dar un diagnóstico certero.  

Luego del despido, trabajó en un call center. Se vio forzada a renunciar porque sus horarios laborales eran incompatibles con los de su tratamiento médico. En este empleo no le permitieron acomodarlos para asistir a sus consultas. «Las personas esperan o siempre exigen que una funcione como la normatividad exige», lamenta.  

La Organización de Mujeres Salvadoreñas por la Paz (ORMUSA) registra anualmente al menos seis denuncias de mujeres en condición de discapacidad por violaciones a sus derechos humanos, incluidos los laborales. «Este es un escenario muy recurrente y una de las prácticas más invisibles», indica Silvia Juárez, coordinadora del Programa «Hacia una vida libre de violencia para las mujeres» de ORMUSA. 

Juárez considera que El Salvador es un país desigual, donde la sociedad no reconoce la diversidad humana, por lo que las acciones estatales y las políticas públicas no contemplan a la diversidad de su población.

La antigua Ley de Equiparación de Oportunidades, vigente hasta 2020, establecía que, por cada 25 personas contratadas, las instituciones públicas o empresas privadas debían emplear a una persona viviendo con alguna discapacidad. Con la actualización de esta ley, en 2020, el Estado exige que esta contratación sea por cada 20 empleadas.  

En 2021, el Ministerio de Trabajo y Previsión Social (MTPS) recibió 3,321 denuncias por violaciones en entornos laborales. Ninguna fue presentada por personas viviendo con alguna discapacidad física, psicosocial o emocional, según el «Análisis sobre la situación de las personas con discapacidad en El Salvador», un informe publicado en 2023 por el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) y el Consejo Nacional para la Inclusión de las Personas con Discapacidad (CONAIPD). 

En este informe se alertó, además, que la falta de denuncias por violaciones laborales es una señal de las barreras que enfrentan las personas con discapacidad para acceder a mecanismos que protejan sus derechos en El Salvador. El CONAIPD, ente estatal encargado de velar por el cumplimiento de estándares internacionales y leyes nacionales, debería garantizar estos derechos. 

Este año, el Gobierno realizó un censo poblacional, cuyos resultados publicó el 26 de octubre. Aunque por ley le correspondía realizar uno en 2017, el nuevo censo dio cuenta que en estos 17 años la población aumentó un 5 %: de 5.7 millones de habitantes pasó a tener más de 6.  De esta cantidad, 281,456 personas presentan alguna discapacidad, la mayor parte de ellas son mujeres: 162,313. 

En comparación con el censo de 2007, la cantidad de personas viviendo con discapacidades representa un aumento de casi el 20 %. Para entonces, el censo determinó que en El Salvador había 235,302 personas en estas condiciones.  

Para ese censo, la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) cuestionó los resultados por medio de un informe a cargo del exprocurador Óscar Luna. La institución criticó que durante el censo no se tomó en cuenta a las organizaciones sociales que trabajan con personas con discapacidades para la elaboración de las boletas y la capacitación de los y las censistas, dejando de lado el contexto individual y social en el que viven las personas con discapacidad.  

Además, según la PDDH, los resultados estaban por debajo de lo sugerido por la Organización Mundial de la Salud (OMS) respecto a la cantidad de personas con discapacidades que viven en países con características poblacionales similares a El Salvador, que es entre 10 y 13 % del total de sus habitantes. De ser así, la cantidad de personas con discapacidades hubiese sido entre 570,000 y 740,000.  

En 2015, el UNFPA y el CONAIPD intentaron corregir estas deficiencias mediante la única Encuesta Nacional de Personas con Discapacidad (ENPD) publicada hasta la fecha. Este documento oficial estimó que 46 de cada 100 personas en el país viven con una o varias discapacidades. Según esta proporción y considerando los resultados del censo de 2024, que contabilizó 6,029,976 habitantes, debería haber aproximadamente 2,773,789 personas con discapacidad. 

Juárez explica que la falta de registros claros de esta población se debe a que El Salvador históricamente ha tenido diferentes visiones sobre la discapacidad: no la ha reconocido y, por lo tanto, no analiza las necesidades ni da una atención diferenciada a la población con discapacidad, sino que la ha visto como un defecto y ahora la asume como un “objeto de caridad”. Pero en todas esas visiones, atravesadas por vivencias humanas, el Estado nunca ha reconocido a las personas que viven con discapacidad como sujetas de derechos. 

Múltiples discriminaciones 

En la universidad, Wendy experimentó por primera vez una atracción hacia una de sus compañeras. Esto la inquietó, ya que nunca había sentido algo similar por nadie. Creía que su falta de interés hacia las personas se debía a los mandatos evangélicos con los que había crecido. 

Entonces comenzó a leer libros sobre feminismo y a leer en espacios digitales acerca de la diversidad sexual. A través de las lecturas, descubrió que es una mujer asexual: siente afecto por otra persona sin importar su género, pero no siente deseo sexual.  

Durante esta etapa, también descubrió que no disfrutaba de las caricias de ningún tipo y recordó que, de pequeña, tampoco le interesaba participar en las actividades familiares como otros niños y niñas de su familia. Prefería sentarse a leer el periódico con su abuelo. 

Cuando adquirió su discapacidad y fue despedida, cayó en una profunda depresión. Sin embargo, este tiempo también le sirvió para conocerse mejor. Tras años de interactuar con profesionales de psicología que trabajaban con infancias con problemas de aprendizaje en el colegio donde daba clases, comenzó a sospechar que podía ser parte de la población con trastorno del espectro autista (TEA). Se lo planteó a una psicóloga, quien, mediante una prueba, le confirmó el diagnóstico. 

La OMS indica que el TEA se caracteriza, entre otros aspectos, por dificultades en la comunicación e interacción social. Algunas personas con TEA también presentan dificultades para cambiar de una actividad a otra y muestran gran atención a los detalles. En El Salvador no existen datos oficiales sobre el número de personas que viven con esta condición. 

La Asociación Salvadoreña de Autismo explica que, ante la falta de estadísticas, se basa en estimaciones de la OMS, que calcula que en El Salvador al menos 40,625 personas podrían ser diagnosticadas con TEA y que uno de 160 niños o niñas presentan esta condición. Según la asociación, el reciente censo no detalló las distintas discapacidades presentes en la población salvadoreña, sino que agrupó los datos en categorías amplias, como limitaciones para caminar, usar las manos, vestirse, recordar, comunicarse, ver, oír, o simplemente «población con alguna limitación». 

De acuerdo con el informe de 2023 del UNFPA y del CONAIPD, 2 de cada 100 mujeres de entre 15 y 49 años con discapacidad en El Salvador enfrentan dificultades graves. También señala que la brecha de género es aún más pronunciada entre las mujeres que viven con alguna discapacidad. 

El informe de la PDDH, de 2008, reveló que el Ministerio de Salud contaba con solo 64 fisioterapeutas a nivel nacional. Y, a la fecha, el Instituto Salvadoreño de Rehabilitación Integral (ISRI), la institución estatal especializada en atender a personas con discapacidades, opera en nueve centros: siete en San Salvador, uno en San Miguel y otro en Santa Ana.  

Wendy visitó el ISRI una vez, con la intención de obtener un certificado de discapacidad, que permite flexibilidades laborales para quienes lo tienen, como la posibilidad de ausentarse por consultas médicas. Sin embargo, a pesar de sus funciones de ley para con las personas con discapacidad, la oficina encargada de emitir los certificados se encuentra en la segunda planta, y la rampa para acceder a ella obligó a Wendy a darle la vuelta al edificio. 

En la oficina, esperó varias horas. Cuando finalmente un evaluador la atendió, cuestionó su discapacidad. Le dijo que a simple vista no percibía que ella experimentara dolor. Le hizo una revisión física brusca, y luego abrió un libro que estaba en su escritorio. El papá de Wendy le preguntó si, después de este chequeo, conocía el diagnóstico de su hija. El hombre respondió que no, que por eso estaba buscando el diagnóstico en el libro. 

El Salvador ha ratificado la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad y la Convención Interamericana para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra las Personas con Discapacidad. Estos marcos legales establecen los estándares internacionales que los países deben cumplir para garantizar los derechos de la población con discapacidad en áreas como salud, educación, trabajo y justicia. 

En la legislación nacional, la Ley de Inclusión de Personas con Discapacidad establece que las instituciones estatales deben ajustar sus instalaciones para garantizar el acceso a los servicios. Aunque esta ley fue aprobada en 2021, aún no cuenta con su reglamento de aplicación. Tampoco está en funcionamiento el tribunal sancionatorio propuesto para sancionar los casos de discriminatorios o de violaciones a los derechos humanos de las personas con discapacidad en El Salvador. 

Wendy vivió una situación de discriminación y violencia institucional. Comenzó a asistir a un taller de acuarelas organizado por el Ministerio de Cultura en el parque Saburo Hirao. En la primera clase, el taller fue en un aula, donde fotógrafos estatales la fotografiaron. La segunda clase se realizó al aire libre, en la grama. 

Ella pidió a los responsables del taller que regresaran al aula, pero se negaron. Ningún compañero o compañera la apoyó; por el contrario, se enojaron con ella, alegando que les hacía perder el tiempo. El ministerio utilizó las fotos de Wendy para publicitar el taller en redes sociales. Cuando ella solicitó que las bajaran, la bloquearon en un grupo de WhatsApp. 

Dinora Torres, psicóloga especializada en poblaciones en situación de vulnerabilidad y con un enfoque feminista, señala que la desigualdad de ser mujer en El Salvador se agrava cuando hay discapacidad de por medio. A estos cruces de características presentes en una misma persona se les llama interseccionalidad. 

«La interseccionalidad es una herramienta que nos ayuda a comprender también las desigualdades sistemáticas que existen por factores sociales como el género, la orientación sexual, la condición social, la edad y la discapacidad», explica. 

En El Salvador, Wendy enfrenta triple estigma: por ser mujer, por su condición de TEA y por su orientación sexual asexual, poco visible incluso dentro de las disidencias sexogenéricas. 

La diversidad sexual en un contexto adverso 

En su primer gobierno, Nayib Bukele desbarató la Secretaría de Inclusión Social, de la que dependían Ciudad Mujer y la Dirección de Diversidad Sexual, creadas para implementar políticas públicas a favor de las mujeres y la población LGBTIQA+, respectivamente. Ciudad Mujer pasó a ser parte del Ministerio de Desarrollo Local; la Dirección, del Ministerio de Cultura, pero sus presupuestos fueron desfinanciados y no hay rendición de cuentas de las acciones que realizan a favor de estas poblaciones en situación de vulnerabilidad.  

En 2021, cuando el partido de Bukele logró la mayoría en la Asamblea Legislativa desechó proyectos de leyes elaborados por la sociedad civil por considerarlos “obsoletos”, entre ellos el anteproyecto de Ley de Identidad de Género y otros para despenalizar el aborto en cuatro causales.  

En su segundo gobierno, inconstitucional, el oficialismo mantiene su postura antiderechos: en junio censuró una obra sobre diversidad sexual en el Teatro Nacional y, desde febrero, también prohibió el uso del acrónimo LGBTIQA+ en las instituciones estatales. 

En este contexto, Silvia Juárez analiza cómo Bukele ha intensificado la invisibilización de la población LGBTIQA+, omitiendo en el Informe de Hechos, Estado y Situación de la Violencia contra las Mujeres el apartado que documentaba la violencia hacia estas personas Este informe, publicado de forma semestral y anual, suele compilar datos oficiales sobre violencia basada en género. 

Debido a la falta de estos datos y a la discriminación estructural hacia las personas con discapacidad, no es posible conocer cuántas personas de la diversidad sexual que tienen alguna discapacidad han enfrentado situaciones de violencia, de acuerdo con Juárez. «Y claro, lo que no existe, no tiene derechos. Es el efecto de la invisibilización y la minorización», agrega. 

Esto, según Juárez, se suma al prejuicio de que las personas con discapacidad tampoco tienen derechos sexuales y reproductivos, lo cual lleva al punto de ser víctimas de esterilizaciones forzadas. 

«La sexualidad no es solo placer. Para algunas personas con discapacidad, por ejemplo, es la fuente de más absoluto dolor, de soledad, de angustia. No es que no quieren hablar, que no les interesa la sexualidad, les duele esa soledad no elegida», explica, desde Argentina, Silvina Peirano, especialista en sexualidad y diversidad funcional. 

Peirano enfatiza en que hay una deshumanización de la discapacidad que lleva a marginar a la población viviendo en estas condiciones e incluso a prohibirles el acceso a sus derechos sexuales. Para ella, es importante pensar a las personas dentro de la interseccionalidad —género, raza, clase social y religión—, pero aclara: «La intersección profunda, la que falta y por eso las otras no sobrevienen, es interseccional la discapacidad con lo humano».  

Leyes de papel  

La exclusión de Wendy comenzó en el mundo laboral, pero luego se extendió a todo el sistema. Cuando ya no pudo cotizar en el ISSS y pasó a atenderse en un consultorio privado, el Seguro no le entregó los exámenes a los que se había sometido por dos años y tuvo que someterse a otros que pagó por su cuenta. En una consulta que esperó por meses, recuerda, un neurólogo del ISSS pasó hablando por teléfono todo el tiempo y no la escuchó.  

Es una insensibilidad que permea en todas partes, describe. En otra ocasión, pasó consulta con una neuróloga privada, que cuando supo sobre el diagnóstico de autismo, no se dirigió a ella durante la consulta, sino que a su mamá. Wendy necesitaba cambiar la dosis de su medicación, porque estaba descompensada con la medicina que tomaba, pero la médica dijo que las personas autistas son mentirosas y que no les gusta tomar medicina. «Me volví invisible». Así la hizo sentir la médica. 

La mamá de Wendy, una docente de educación básica que devenga 500 dólares de salario, es la que se encarga de pagar mensualmente su tratamiento, que llega hasta los 700 dólares. Su papá, un comerciante, con un salario mínimo (365 dólares) se encarga de los demás gastos de la casa. El año pasado, hubo meses en los que a Wendy no le pudieron comprar la medicación completa y tuvo que tomarla solo en los días donde el dolor corporal le parecía insoportable.  

La Ley de Inclusión de Personas con Discapacidad establece que cada persona con discapacidad debe tener un carné emitido a partir de una base de datos que tampoco existe, de acuerdo con Silvia Juárez. Otra de las limitantes es que El Salvador no ha definido quién debe establecer la discapacidad, porque no todas las personas tienen acceso a la salud. 

Carolina Vásquez es una mujer cisgénero. Tiene 40 años. Adquirió su discapacidad visual a los 34, al tiempo que vivió una separación de pareja y asumió la crianza de sus tres hijos sola. De una semana a otra su vida cambió, y aunque intentaron despedirla de su trabajo en la secretaría de un colegio, logró seguir como empleada un año más. Se apegó a la incapacidad por discapacidad que da el ISSS y por ello en su trabajo estuvieron obligados a tenerla en la planilla laboral.  

Cuando aplicó a una beca para estudiar un técnico en Relaciones Internacionales en una universidad privada, no estuvo en la lista de las 200 personas becadas. Ella había hecho todos los trámites de forma remota, pero fue de forma presencial a preguntar al rectorado de la universidad por qué no la habían tomado en cuenta. «La vicerrectora me dijo: ‘No la podemos recibir en esta universidad, porque acá no podemos recibir a personas como ustedes», recuerda. Para entonces, ya usaba un bastón para apoyarse al caminar. Perdió totalmente la vista. 

Según la última Encuesta Nacional de Salud (ENS), de 2021, el 22 % de las personas con discapacidad no había asistido nunca a una escuela. Mientras que el informe del UNFPA y del CONAIPD indica que, dentro de la misma población con discapacidad, las mujeres son más excluidas que los hombres para acceder a la educación.  

De las 5,000 escuelas públicas registradas en 2008, la PDDH señaló que solo 373 tenían aulas de apoyo para niños y niñas con problemas de aprendizaje y que la Universidad de El Salvador era el único centro de educación superior que daba un servicio de interpretación para las personas sordas.  

Hay escasos datos públicos al respecto a la educación pública e inclusiva en el país. Con datos de 2008, en el 2010, el Ministerio de Educación (MINED) publicó que, para entonces, había 30 escuelas de educación especial y un bachillerato a distancia para personas sordas.  

Durante las gestiones del FMLN, se implementó el Sistema Integrado de Escuelas Inclusivas, política que, hasta 2012, había cubierto 30 municipios a nivel nacional. En mayo de 2022, el MINED lanzó el proyecto «Nuestra escuela: inclusiva, justa y de calidad para todas y todos», para implementarse en 100 centros escolares de los departamentos de Sonsonate, La Libertad, Cabañas y San Miguel. Según la información oficial del gobierno, este proyecto, que fue un convenio con Save the Children y la Cooperación Italiana, pretendía implementarse en 100 escuelas de los departamentos de Sonsonate, La Libertad, Cabañas y San Miguel.  

El informe del UNFPA y el CONAIPD indica que, en 2018, el 11.3 % de los centros escolares con subvención estatal tenía intervenciones de atención especializadas a estudiantes con discapacidad intelectual, el 10.30 % para discapacidad físicamotriz, el 7.7 % para discapacidad mental y otro 5.5 % para discapacidades múltiples. 

En materia legislativa, en junio de 2022, la Asamblea Legislativa aprobó la Ley Crecer Juntos, que incorpora un apartado del acceso a la educación para niños, niñas y adolescentes viviendo con alguna condición de discapacidad. 

«En teoría, varias escuelas tienen los docentes de atención a la inclusión. Algunos los han estado capacitando, otros no, es una iniciativa desde el Ministerio de Educación», señala Carolina.  

Carolina, buscando lo que ella llama «un ideal de justicia», decidió estudiar Derecho y ya está en el último año de su carrera. Es consultora independiente en derechos de las mujeres con discapacidad. Ha montado su oficina y, en la pandemia, creó una línea telefónica especializada para asistir a mujeres que denuncias violencia de género.  

Wendy también, desde que adquirió la discapacidad, se dedica a dar charlas y talleres sobre discapacidad. Lo hace dentro de la comunidad Santa Marta, una comunidad anglicana en la que se congrega, y en otros espacios a la que la invitan. Se convirtió en una activista.  

Sin poder acceder a un trabajo formal, se dedica a dar clases particulares o a coser ropa femenina cuando puede, porque hay días en los que el dolor corporal no la deja levantarse de la cama.  

Carolina y Wendy enfrentan las tres modalidades de violencia hacia la mujer reconocidas en el artículo 10 de la Ley Especial Integral para una Vida Libre de Violencia para las Mujeres: comunitaria, institucional y laboral. Además, también padecen tres de los siete tipos de violencia definidas en el art. 9 de esta ley: psicológica, emocional, económica y patrimonial.

«Me acuerdo de que cuando no era discapacitada, para mí todo estaba bien. Veía un parqueo para personas con discapacidad y todo estaba bien. Pero ahora, les pregunto a las personas cuando estamos en talleres o en clases: ¿A cuántas personas con discapacidad ven ustedes en la calle?»  

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