Derechos de las mujeres

Guadalupe, la madre buscadora: “Jamás se va lo que se queda”

Guadalupe busca a su hija Katia desde hace casi nueve años. Denunció su desaparición a manos de supuestos pandilleros, pero no ha recibido respuesta estatal. Forma parte del Bloque de Búsqueda, integrado en su mayoría por madres que asumen solas la carga emocional, económica y de cuidado mientras buscan a sus hijas e hijos desaparecidos.

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Ilustración por Daniela Ibáñez.

A las cinco de la mañana suena la alarma en la casa de Guadalupe, en Mejicanos. Se viste con calma y camina hacia la cocina. Afuera todavía está oscuro. Ella quiere seguir durmiendo, pero el canto de los gallos le recuerda que ya es hora. Debe despertar a su nieta de nueve años, que duerme a su lado. A las 6:15 tiene que llevarla a la escuela. Sin hacer ruido, enciende la cocina, prepara café y fríe huevos. Acompaña el desayuno con frijoles, crema y pan. Esa ha sido su rutina durante los últimos siete años.

Todo comienza con el desayuno de su nieta. Guadalupe repite la misma frase cada vez que habla de su rol: “Es proteger en todos los ámbitos”. No se despega de la niña. Cuando debe hacerlo, se asegura de dejarla con alguien de su confianza. Siente miedo de que camine sola por los pasajes o tome el microbús, aunque la escuela esté cerca. Recuerda su propia infancia: cuando tenía siete años, su madre y su padre la abandonaron. Vivió en varias casas, arrastrada por la inestabilidad de sus padres. Fue una tía quien se hizo cargo de ella hasta que cumplió 15.

“Mi tía nos levantaba a las cuatro de la mañana, a mi hermana —dos años mayor que yo— y a mí. Nos llevaba a cortar café al volcán”, cuenta Guadalupe. “Y de mi mamá, no sabíamos nada. Aparecía de repente y desaparecía. Nunca supimos qué le pasaba exactamente”.

Nadie le habló sobre sus cuidados personales. Nadie le explicó qué era el periodo menstrual o cómo prevenir un embarazo. En la adolescencia, se enamoró de un joven cinco años mayor. A los 15 años tuvo a su primer hijo. Cuando su novio supo del embarazo, se fue. Nunca quiso hacerse responsable. Guadalupe abandonó la escuela para cuidar a su bebé. Su familia también le dio la espalda.

“Ese fue mi peor error: salir embarazada”, dice. “Después me acompañaron a la fuerza. Mi mamá decía que las mujeres con hijos ya no valíamos nada, que nadie iba a querer hacerse cargo de mí y de mi hijo. Me acompañé obligada. Me sentía violada”.

Con su nueva pareja, impuesta, tuvo cuatro hijos más: tres hombres y una mujer. Desde el inicio, su compañero no colaboró. No les daba de comer, no les vestía, no les cuidaba. Guadalupe lavó ropa ajena, cuidó niños y niñas del vecindario y vendió antojitos en la cancha de la colonia cada vez que había partidos. Así logró alimentar a los cinco. “Él siempre me sacaba en cara que mi primer hijo no era suyo, sino de mi primer amor”.

Aun así, él quería que ella tuviera “todos los hijos que Dios le diera”. Guadalupe decidió esterilizarse a los 27 años, sin contarle. Ya había vivido demasiadas violencias y carencias. No quería que sus hijos e hija repitieran el ciclo de pobreza.

La antropóloga Ana Gaggio Jovel explica que durante años se ha visto la maternidad como algo natural en las mujeres. Algunas feministas incluso la han llamado una prisión cuando es obligatoria o forzada. Las investigaciones demuestran que la maternidad no se vive igual en todas las culturas.

“Esa idea está cambiando”, dice Ana. “No es natural. En algunas culturas, las madres sí velan por sus hijos, pero no se desviven por ellos. En otras, los niños pasan cierto tiempo con la mamá y después se van con el papá a trabajar”.

Sin embargo, Ana reconoce que la imagen de la madre abnegada sigue muy presente. Está grabada en la mente de muchas personas, aunque la realidad sea distinta.

“Cuando pensamos en ‘la maternidad’, nos viene esa imagen de la mujer heterosexual, cisgénero, clase media alta, que se queda en casa a criar. Se despersonifica así misma porque ella está para servir a sus hijos y para servir a su marido”, explica.

La historia de Guadalupe rompe esa imagen.

“Fui mamá demasiado jovencita, a los 15 años. Cuando vi mi pancita, me emocioné. A cada uno lo recibí con alegría, aunque vivíamos en pobreza. Para mí fueron como un rayito de luz que llegaba a mi vida. Aunque me sentía equivocada, aunque quería que mis hijos nacieran en otras condiciones. Nunca me hice una ultra. Tenerlos era una sorpresa”.

Katia fue su tercera hija. Guadalupe se alegró al saber que era niña. Quería que estudiara, aprendiera un oficio y retrasara su maternidad. En su familia, las mujeres sufrían abusos y nadie hablaba del tema. No tenían redes de apoyo. Su hermana mayor se suicidó. Guadalupe creció escuchando que las mujeres debían aguantar.

“Cuando tuve a Katia fue una gran sensación, pero a la misma vez, sentí que no quería que sufriera. Se me vino a la mente: ¡Una niña! va a necesitar un cuido diferente. Yo me veía en ella. ´Lo que yo he pasado no quería que ella lo pasara´”.

A Katia la desaparecieron en julio de 2016, en una colonia de Mejicanos. Tenía 16 años. Lo último que supo Guadalupe fue que supuestos pandilleros la bajaron de un microbús y se la llevaron hacia unos terrenos baldíos, cerca de un río. Desde entonces, Guadalupe no ha dejado de buscarla. Han pasado casi nueve años.

Una vida sin descanso

Guadalupe tiene 46 años y se ve cansada. Padece ansiedad y siente una tristeza que no se va. Desde que desaparecieron a su hija, no ha tenido tiempo ni espacio para cuidar su salud. A veces asiste a sesiones psicológicas con organizaciones como el Arzobispado, la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) o la Fundación EDUCO. Allí comparte su historia con otras madres que viven lo mismo. En esos espacios encuentra un poco de esperanza y una red de apoyo para seguir.

“Como mamá, no he perdido algo material. No he perdido una camisa. Siento algo que me dice: “¡Búscame»!”.

Su tiempo lo divide entre el cuidado de su nieta mayor, de sus dos hijos menores y la búsqueda de Katia.

El silencio de su casa la golpea. Le duele la ausencia de los pasos, las risas y la voz de su hija. La recuerda como una niña alegre y valiente, que jugaba fútbol con sus hermanos, que participaba en la escuela y la acompañaba a la iglesia. La violencia no solo le arrebató a su hija. Le quitó también los sueños y el proyecto de vida que habían imaginado juntas.

Aunque el Estado dejó de buscar a Katia hace años, Guadalupe no ha parado. Cada mes va al Instituto de Medicina Legal (IML) con la esperanza de encontrar algún rastro. Camina por los pasajes donde su hija solía pasar. Visita a las amigas que la vieron por última vez. Y se arriesga a entrar sola al terreno baldío donde cree que la asesinaron y la enterraron.

En cada rincón de su casa ha colocado fotos de su hija. Katia bailando. Katia en la escuela. Katia en la iglesia. Katia jugando con sus hermanos. Son imágenes que la acompañan todos los días. “Me dicen que no la llore, que la deje descansar en paz, pero no quiero. Hasta no recibir lo poquito que quede de ella, no dejaré de buscarla”.

Guadalupe se tatuó las iniciales del nombre de Katia en su brazo derecho, junto a las de sus otros hijos. En el izquierdo lleva dos manos entrelazadas con la frase: “Jamás se va lo que se queda”. Dice que su hija siempre usaba una pulsera y que, en la iglesia, le gustaba entrelazar los dedos con los suyos mientras estaban sentadas.

Ni la Policía Nacional Civil ni la Fiscalía General de la República le asignaron un investigador cuando denunció que habían desaparecido a Katia en 2016. Guadalupe asegura que ambas instituciones solo le recibieron la denuncia en las primeras 72 horas y luego no volvieron a llamarla. “Hasta ahorita me dicen: “No hemos tenido avances”. Les comenté hace tres meses de la zona donde la desaparecieron. Ahora ya se puede entrar a investigar, pero me dijeron que debían tener un lugar específico. Me piden que vaya yo, que tome fotos y se las envíe a la Fiscalía. Me preguntan por qué no cierro el caso, si ya pasó mucho tiempo”.

En 2016, según datos de la Fiscalía a los que Alharaca tuvo acceso, se reportaron 3,425 denuncias de desapariciones. El 35 % de las víctimas eran mujeres. Katia estaba entre ellas.

Buscar en un país que niega la desaparición de personas

Guadalupe es parte del Bloque de Familiares de Personas Desaparecidas una agrupación que surgió en febrero de 2020 ante la ausencia del Estado en la búsqueda. Desde entonces, el Bloque ha documentado 46 casos activos. En un estudio reciente elaborado con el apoyo de la Organización de Mujeres Salvadoreñas por la Paz (Ormusa), el Fondo de Mujeres Calala, la Asociación de Mujeres IXCHEL, el Gobierno Vasco y la Agencia Vasca de Cooperación para el Desarrollo, se señala que son las mujeres —especialmente madres, esposas e hijas— quienes encabezan estas búsquedas. El informe subraya que esta carga recae con fuerza sobre ellas, provocando estrés crónico, ansiedad y tristeza profundas.

La abogada Idalia Zepeda, de la Asociación Salvadoreña por los Derechos Humanos (ASDHEU), coordina el Bloque de Búsqueda. Explica que en la mayoría de los casos activos, las que buscan son madres. “Son madres que se han dado a la tarea de encontrar a sus hijos e hijas”, afirma.

La abogada también participó en la elaboración del estudio Mujeres buscando a sus hijas desaparecidas en El Salvador, el cual revela que muchas madres se sienten culpables de la desaparición, a pesar de no tener ninguna responsabilidad. Algunas creen que fallaron al no ofrecer un entorno seguro, o que no lograron sacarlos de comunidades violentas por estar trabajando fuera de casa.

El documento también advierte que tener un familiar desaparecido incrementa el riesgo de caer en la pobreza o de ver agravada la situación económica. La búsqueda obliga a muchas madres a dejar sus empleos. Quienes nunca habían trabajado fuera del hogar, se ven forzadas a hacerlo, al tiempo que continúan asumiendo solas las tareas de cuidado.

Guadalupe trabajó durante 15 años en empresas distribuidoras de huevos, donde apenas ganaba el salario mínimo de $260. Durante ese tiempo cotizó al Instituto Salvadoreño del Seguro Social y a una AFP. “Tengo como 100 dólares ahorrados”, dice, soltando una risa breve y resignada.

En El Salvador, las mujeres pueden jubilarse y recibir una pensión a los 55 años tras haber cotizado durante 25, de forma continua o discontinua. Pero Guadalupe fue despedida hace seis años, cuando su hija llevaba ya dos años desaparecida. Desde entonces no ha conseguido volver a un empleo formal. Para acceder a una pensión, tendría que cotizar 10 años más. Hoy depende económicamente de sus hijos. Ella les cocina, les lava la ropa y cuida a su nieta de nueve años. 

La situación de Guadalupe no es única. Según Ormusa, en 2021 las mujeres salvadoreñas enfrentaban una profunda desigualdad en el sistema de seguridad social: menor acceso al empleo, menores salarios y una alta presencia en el sector informal. A esto se suma la carga desproporcionada del trabajo de cuidados que limita aún más su inserción en el mercado laboral. De acuerdo con OXFAM Internacional, el 42 % de las mujeres en el mundo no puede acceder a un empleo remunerado porque dedican su tiempo a cocinar, limpiar, acarrear agua y cuidar de otras personas, mientras solo el 6 % de los hombres realiza esas tareas.

“Lo único que quiero es enterrar su cuerpo”

Guadalupe es la madre de una hija desaparecida. La que camina por las calles con su foto colgada al cuello, preguntando en voz alta: ¿Dónde está Katia? Para este 10 de mayo, más que flores o felicitaciones, Guadalupe quiere respuestas. Quiere justicia.

“Lo único que quiero es que, así como un día la tuve en mis brazos, pueda enterrar su cuerpo. Porque fue mi princesa, mi amiga, y se me fue”, dice.

Carmen Urquilla, coordinadora del programa de justicia laboral y económica de Ormusa, señala que en El Salvador maternar con dignidad sigue siendo apenas una aspiración. Las violaciones constantes a los derechos de las mujeres lo impiden. “Un verdadero regalo para ellas en el Día de las Madres, en términos de políticas públicas, podría ser un bono para quienes maternan solas, o programas de vivienda para jefas de hogar”, propone.

Urquilla asegura que, en el país, solo una de cada diez mujeres cuenta con ingresos al momento del parto. El resto de las niñas y niños nacen en contextos donde sus madres no tienen garantías económicas. Para ella, no hay mucho que celebrar.

Mientras las redes sociales y los medios se llenan de mensajes de amor, homenajes y canciones, Guadalupe compartirá una cena con sus hijos. También estarán algunas vecinas buscadoras, madres como ella, y sus nueras. Para Guadalupe, cada 10 de mayo es una herida abierta que se ensancha entre abrazos, en una mesa donde siempre una silla está vacía.

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