La memoria es un joyero

Elena Salamanca | 22/01/2021

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Hace casi 30 años se firmaron los acuerdos de paz en El Salvador y con ello, todo lo ocurrido durante la guerra pasó a formar parte de nuestra memoria colectiva. La historiadora y escritora Elena Salamanca reflexiona en este texto sobre la importancia de conservar ese pasado desde nuestras memorias individuales para entender quiénes somos y para mirar hacia el futuro.


La memoria es una caja de herramientas, pero también un gabinete de coleccionista, un joyero.  

Durante muchos años he almacenado obsesivamente objetos de memoria en cajas pequeñas que viajan conmigo por el mundo y a veces son joyero y otras caja de herramientas. Soy historiadora, pero también soy la niña de 7 años que dejó para siempre su casa de infancia durante la guerra de El Salvador: recurro a mi joyero constantemente. Lo abro, lo contemplo, lo examino: precioso, preciso, brillante y herrumbrado.

Como buen joyero, mi memoria tiene piezas preciosas e invaluables de todos los tiempos. Desde piedras primigenias, sin ningún proceso de joyería industrial o manual, vinculadas únicamente a su origen mineral, hasta remanentes orgánicos: mechones de pelo, dientes, sangre, una especie de reliquias de santo secularizado. Aunque me he empeñado en trabajar el siglo XX y parte del XIX, sigo siendo una lectora metodológica de la historia medieval. Quizá eso explica mi relicario construido entre tantas migraciones y ciudades vividas, relicarios de mí y de mi tiempo.  

Como niña coleccionista que se volvió historiadora, de todos recuerdos selecciono la joya significativa (aunque un diente o un pedazo de hueso para muchos ya no sea una joya) y la historizo. Es decir, la hago pasar por un proceso de precisión, contrastes, purificación, búsqueda de perfeccionamiento y hasta de funcionalidad. Me gusta la memoria pero la miro siempre con muchos lentes porque me gusta también el método. Eso hace también el joyero frente a la piedra preciosa.  

Visto así me gusta pensar que el historiador y la historiadora son, somos, también joyeros. Y extraemos, como el barbero medieval, la piedra de la locura. Incluso de nuestro propio cuerpo.  

Mi piedra de la locura es la guerra. La llevo incrustada en la frente desde 1989, aunque la guerra en El Salvador empezó antes. No tiré mi piedra al extirparla, la guardé para llevarla y para pulirla, poco a poco, con valor y con miedo, para entender mi lugar en el mundo y en el tiempo.  

En los últimos días, en El Salvador se han desatado discusiones horribles (por violentas y brutales) sobre la guerra. Se desatan porque rompen nudos antiguos, que habíamos construido para bien o para mal para sostener un tejido sobre la nación, para no rompernos completamente.  

Para mí todavía no está claro, pero muchos, entre políticos y académicos, anotan que la guerra empezó en 1980 ó 1981 y terminó 1992, pero que yo creo que empezó en 1975 y tuvo varias etapas, como las tuvo la paz, que en realidad encarna diversas capas de o etapas de posguerra, cada una vinculada a los tipos de violencia del Estado. Este pequeño apunte cronológico es también mi forma de acercarme a una historia que atestiguar, que viví y que sobreviví para volverla objeto de estudio. En muchos estratos, no solo académicos, la guerra como tema y experiencia revuelve discusiones, historiográficas, conceptuales y emocionales. Y a veces, como ocurre en El Salvador de 2021, las vísceras caen por encima del método.  


Fotografía por Elena Salamanca

Nadie quiere hablar de una guerra, porque es el gabinete de coleccionista con más objetos horrorosos, está lleno de dientes, huesos y sangres. Pienso en la primera vez que, a los 17 años, recorrí el Museo de los Mártires de la UCA, dedicado a la memoria de los jesuitas asesinados por el ejército en 1989, y vi sus sangres para siempre conservadas. Me asusté, era una niña, pero entendí que en el futuro serían prueba del crimen. Prueba científica para el lenguaje del nuevo tiempo que alguna vez llegaría, reliquia y testimonio de su martirio para el lenguaje propio de ellos en tanto jesuitas, el de la fe, el de la iglesia y el de la eclesiología.  

Pero aún en un cajón de huesos, dientes y sangres, es posible encontrar la luz que brilla como filo y ese filo en consiguiente apuntala, afina, afila las preguntas de la Historia.  

Pienso en más ejemplos en los que lo que no es bello es la fuente más contundente del pasado. En su ensayo fotográfico “La vida interrumpida en El Mozote”, Fred Ramos ha logrado que una canica, una jarra de peltre, una intacta taza de porcelana, un vaso de vidrio deformado por el fuego o el vestido de una niña se conviertan en tesoros de memoria. Como un arqueólogo, como un historiador de la vida cotidiana, Fred Ramos encontró entre las ruinas del suelo de El Mozote, en su sustrato, los testimonios de quienes vivieron ahí, los casi mil hombres, mujeres, niñas y ancianos, que fueron masacrados por el ejército de El Salvador en diciembre 1981. En la búsqueda de las piezas menos hermosas, o menos icónicas, de un pasado reciente, el trabajo de Fred Ramos no solo rescató objetos sino que pudo narrar cómo era la vida de las mujeres y las niñas, las más marginadas siempre de las notas de la Historia por no ser los sujetos que hacen la política, la guerra y la paz, sino mayoritariamente sus víctimas.  

Como bien dicen las historiadoras de la vida cotidiana y ha apuntado Françoise Piponnier: “En los objetos, o en el suelo, las huellas de utilización hablan de tareas banales, repetitivas, que ningún texto soñaría en registrar, pero que representan lo esencial de vidas femeninas tan discretas como su eco en la escritura o la imágenes”.

Los objetos no hablan tanto de la vida. Y ahí están en el gabinete del coleccionista y del médico forense, a la vez, esperando contar una historia, esperando hilar una trama del inmenso y roto tejido que es la historia de El Salvador.  

Vivimos en tiempos de consumo, en los que los objetos tienen un valor mercantil por encima del emocional. De ahí que hasta los mismos jefes de Estado, como ocurre en Centroamérica, piensen más en su figura como objeto de consumo y no, dado que son estadistas, como sujetos de la Historia. En el capitalismo tan enfermo de anacrónicas castas y estamentos coloniales de los países centroamericanos hay muchos discursos absurdos sobre la propiedad o el patrimonio. Hay quienes, bajo el acaparamiento de la propiedad incluso nacional, no quieren que los del estrato más bajo dejen el cinturón de la pobreza, económica y espiritual, y tengan posesiones, propiedades, Historia y dignidad.  

Eso ocurre también con la memoria: no nos quieren permitir que nuestras piedras primigenias sean preciosas, no quieren que los minerales del sustrato de la nación se estratifiquen en capas y nos cuenten el pasado reciente, temen que las piezas que hemos encontrado a ras de suelo y en los cuerpos mismos se apuntalen con precisión y con método histórico y nos digan quiénes somos, quiénes fuimos, por qué, quiénes podemos llegar a ser y qué, sobre todo, no queremos ser. 

Pero cada una de nosotras y nosotros estamos llenas de preciosuras: la silla vacía del ausente, la herencia del padre o la madre, la fotografía que se va volviendo amarilla, una flor, un árbol, una señalización en la calle. Como he apuntado antes, cada lugar en un país tan violento tiene un significado, es sitio de memoria. Y cuando cada lugar con su significado propio se superpone a otro, capa sobre capa, se convierte en cartografía de memoria.  

Mis escritos sobre memoria, guerra, paz e historia vienen de aprender a pensar con el historiador Enzo Traverso sobre el presente: “los vectores de la memoria no se articulan en una estructura jerárquica, sino que coexisten y se transforman por sus relaciones recíprocas”. Puede que suene a clave fácil, pero es cada vez más difícil de metabolizar en Centroamérica. Pasamos ya la etapa de las disputas por la memoria en el campo político y hemos entrado a la anulación de la memoria por el régimen de gobierno. Estamos por entrar a la borradura de la memoria, un concepto médico que se extrae y se trae al lenguaje y sobre todo a la praxis política contemporánea.  


Fotografía por Elena Salamanca

Por algunos años que me he dedicado a pensar la historia reciente bajo las claves de joyero, caja de herramientas y gabinete de coleccionista. He guardado y estudiado con cuidado los objetos que me tienden un puente a ese pasado del que me dinamitaron el camino. En noviembre de 1989, cuando mi mamá me dijo: “vamos a dejar la casa, ya viene la Cruz Roja, hay que guardar lo más importante”, recibí ese imperativo de guardar la memoria, esa orden de seleccionar y salvaguardar. Y así como guardé mis barbies, mis muñequitos llamados Esquipulas, precisamente por las negociaciones de paz de Esquipulas, guardé, bajo no sé qué designio de destino, un cuaderno y unos lapiceros. Hay momentos de infancia, prácticas cotidianas, en la vida de cada quien, que con el paso de los años se vuelven destino, o como yo lo llamo, camino metodológico.  


Esquipulas, los muñequitos de Elena. Fotografía por Elena Salamanca.

Por eso mismo, siempre recibo la pregunta provocadora, para bien o para mal, de cómo contar “correctamente” el pasado. No hay forma de contarlo correctamente. ¿Qué es lo correcto? Esas preguntas de manual de comportamiento decimonónico socavan nuestro oficio, porque nos colocan en el maniqueísmo del bien y el mal que saben manipular muy bien los líderes políticos que no quieren la restitución del pasado, los que no quieren reconciliación ni la restitución porque no se atreven a enfrentar a la justicia. 

No puedo decir a nadie cuál es el método exacto para contar o historizar la guerra en El Salvador o en Centroamérica. Para mí la gran pregunta de investigación es también la gran búsqueda de la vida. Pero puedo decir que es importante almacenar ideas, objetos y reflexiones de otros historiadores o académicos (Edward Said, Julio Arostegui, Tzvetan Todorov, Enzo Traverso, Susan Sontag, Virginia Woolf, Marguerite Duras, Svetlana Alexievich…) que han pasado por experiencias similares, ya sea de dolor, desplazamiento, guerra o violencia. Porque lo que subyace en esos sustratos ocultos por la ceniza, por la lava volcánica o la erosión es el dolor de la humanidad. Reconocer el dolor y activar alguna forma de cura. Y contar cura, contar quién soy, porque yo, la historiadora, no estoy fuera de la historia. He sido atravesada por la historia, como un rayo, y he sido partida en dos: fui testigo y sobreviviente de la guerra, fui niña y soy una mujer que busca que un día se rompa ese miedo a que la bomba caiga finalmente sobre mí que se instaló sobre mi cuerpo y mi psiquis en 1989. Con estas autorías y estos pensamientos he tejido para mí un texto que es abrigo y es puente, porque me sostiene teóricamente, pero también me ha dado una sensibilidad humana ante el dolor y la tragedia, que a veces mis novios o mis amigos que no crecieron en países en guerra no pueden comprender. Es la experiencia de ser sobreviviente.   

Así como la guerra es mi piedra de la locura, mi sobrevivencia es mi piedra preciosa. En la memoria como joyero guardo ese dolor de niña y como historiadora lo pulo como pensamiento, como idea, como palabras para quien no las tiene. Eso hacemos también quienes hacemos historia del presente: damos lenguaje a quienes han perdido las palabras, damos herramientas para quienes necesitan pulir su memoria. 

Cuando vuelvan a preguntarnos qué hacer con la memoria, será preciso decir que es una joya que los historiadores pulen y conservan para las futuras generaciones. Pero también será preciso explicar el valor de esa joya, visto en clave de capital, como ven todo ahora las sociedades, la memoria es patrimonio. Y de ese patrimonio, aunque quieran, no nos pueden despojar. 

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