
Los datos del Censo de Población y Vivienda 2024 revelan que el 55.05 % de los hogares están encabezados por hombres. Pero cuando se trata de hogares monoparentales —donde la responsabilidad recae sobre una sola persona— el 87.68 % son liderados por mujeres. También predominan en hogares extensos, donde conviven varias generaciones, con un 57.16 %. En contraste, los hombres concentran la jefatura en hogares nucleares y de pareja. La maternidad en solitario no es una excepción: entre 2019 y junio de 2023, la Procuraduría General de la República recibió más de 120 mil demandas por cuotas alimenticias. El 97.56 % fueron interpuestas contra hombres.
A nivel global, el trabajo de cuidados no remunerado es un pilar económico invisible. Según el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), si se contabilizara, representaría el 21.4 % del Producto Interno Bruto en América Latina y el Caribe. Las mujeres representan tres de cada cuatro trabajadoras del cuidado. Invertir en cuidados —señala el organismo— no solo mejora la vida de quienes cuidan, sino de toda la sociedad.
La economista feminista salvadoreña Lorena Valle Cuéllar recuerda que los cuidados sostienen la vida, pero el sistema económico no los reconoce. “El trabajo reproductivo —el que cuida, cría y alimenta— ha sido remunerado con la moneda del amor y la virtud”, decía Nancy Fraser. Mientras el capital prioriza la producción, las sociedades precarizan la reproducción. Cuidar se romantiza, se invisibiliza o se descarta. “Las mujeres hacen todas las cosas que los hombres deberían saber hacer”, ha escrito la periodista Tracy Moore. O las hacen cuando una mujer se los recuerda.
Esa dicotomía sostiene una crisis global de los cuidados. Las mujeres no solo realizan las tareas físicas del cuidado, también cargan con la planificación y el trabajo emocional. “Las mujeres escuchan los sentimientos y necesidades de los hombres, los anticipan, los absorben y los gestionan sin paga alguna”, escribe la periodista Tracy Moore.
En 2022, el gobierno salvadoreño lanzó la Política Nacional de Corresponsabilidad de los Cuidados, reconociendo que la mayoría de mujeres que cuidan no recibe ingresos ni seguridad social. Sin embargo, organizaciones como ORMUSA señalan que esa política carece de recursos para implementarse. Tampoco ha avanzado una propuesta de ley que garantice un ingreso mensual para mujeres cuidadoras que no tienen otro ingreso económico.
«Los cuidados son esenciales para la vida, pero siguen siendo una carga invisible y no remunerada para las mujeres», señala Carmen Urquilla, coordinadora de Justicia Laboral y Económica de ORMUSA. «Es urgente una inversión pública que garantice derechos a quienes cuidan y a quienes requieren cuidados».
Para el año 2050, América Latina y el Caribe necesitarán 14 millones de personas dedicadas profesionalmente a cuidar. Si la tendencia actual continúa, la mayoría serán mujeres, de acuerdo con el BID.
Este reportaje reúne las historias de Remy, Karla y Carolina: tres mujeres que cuidan. Remy acompaña y cuida a su abuela Amanda, una enfermera jubilada de 79 años que vive con insuficiencia renal. Karla no tiene discapacidad, pero su hijo Mario, de 19 años, tiene parálisis cerebral severa y síndrome de West. Carolina vive con discapacidad visual y cría sola a tres hijos, dos de ellos con discapacidad. Las tres cuidan con el cuerpo, la mente y el tiempo. Casi sin descanso. Casi sin ninguna corresponsabilidad del Estado. Su trabajo sostiene la vida, aunque casi nadie lo reconozca.
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Remy: cuidar también es hacer pausas
Remy Ocón tiene 29 años. Es socióloga, feminista, creyente, nieta. Nació en San Salvador y creció entre libros, música y acompañamientos comunitarios. Su padre es músico desde los once años. Tocó en carnavales, en orquestas populares. Le puso “Remy” por las notas musicales: do, re, mi.
En su adolescencia, la familia se mudó a Lourdes, La Libertad. Allí creció entre comunidades eclesiales y la influencia viva de su abuela Amanda, una enfermera jubilada que ejerció su vocación durante casi cuatro décadas. “Vivió plenamente su profesión”, dice Remy. “Y siempre fue autónoma, fuerte. Tomaba sus decisiones. La buscaban vecinos, amistades. Nunca dejó de cuidar”.
Ahora Amanda tiene 79 años y vive con insuficiencia renal crónica. Desde una crisis reciente, necesita diálisis dos veces por semana. En la casa ya nada es igual. Amanda sigue lúcida, sigue siendo Amanda. Pero su cuerpo ya no responde como antes. Y Remy, con su madre y su padre, han reorganizado sus vidas para cuidarla.
“El tiempo se detuvo para ella”, dice. “Y yo, que voy tan deprisa, tuve que aprender a hacer pausas. A tomar decisiones pensando también en ella”.
En El Salvador, la insuficiencia renal crónica se ha convertido en una de las principales causas de muerte. Sólo en 2020, esta enfermedad causó la muerte de 1,738 personas entre los 30 y 69 años, según el Ministerio de Salud. La tasa de mortalidad en el país es cinco veces más alta que el promedio del continente americano.
Entre las causas más comunes están la diabetes y la hipertensión, aunque también influyen factores como la exposición prolongada a agroquímicos y pesticidas.
Remy nunca estudió enfermería, pero ha acompañado mujeres, jóvenes y comunidades desde lo pastoral. Dice que cuidar a su abuela no es diferente: escucharla, gestionar problemas, decidir si conviene esperar o actuar. “Es el mismo acompañamiento que hago en mi trabajo. Sólo que ahora es en casa”.
Aprendió que el cuidado no es solo asistencia. Es escucha. Es detenerse. Es decidir con otra persona. Aprendió también que los hombres de su familia participan, pero que socialmente el cuidado aún se impone a las mujeres. “A los hombres les cuesta más. Cuidar es enfrentarse a tu vulnerabilidad, a tus emociones”.
La red de apoyo familiar ha sido clave. La madre de Remy coordina traslados. Su padre la recoge. Las diálisis duran horas, entre esperas y traslados. Amanda va en silla de ruedas. En la clínica, Remy ha visto otras realidades: personas sin red, sin apoyo, que llegan en bus, solas, con dificultad para mantenerse en pie.
El país cuenta con 14 centros de hemodiálisis registrados oficialmente, de los cuales cinco están en San Salvador y el resto distribuidos en otros seis departamentos. Además, hay un solo nefrólogo por cada 853,000 habitantes, una brecha que no ha cambiado en más de 20 años.
El Salvador tiene la segunda tasa más alta de mortalidad por insuficiencia renal en América, sólo por debajo de Nicaragua, según datos de la Organización Panamericana de la Salud. También es el país con más años de vida perdidos por esta enfermedad, y el tercero con más años vividos con discapacidad relacionada a problemas renales.
“Hay gente con seguro social que no puede pagar una dieta, o que no tiene a nadie que la acompañe. Y también hay quienes deben pagar 150 o 200 dólares por cada diálisis en clínicas privadas, porque en los hospitales públicos no siempre hay cupo”, explica. En una Navidad reciente, fueron a diálisis el propio 24 de diciembre. El ambiente era frío, silencioso. Todas las personas, pacientes y personal de salud, parecía que hubieran preferido estar en casa.
Además, según el Ministerio de Salud, el 12.6 % de la población adulta padece insuficiencia renal crónica. En 2023, se reportaron 286 menores con esta condición. En zonas rurales la presencia de ERC tiene tasas cinco veces mayores que en nivel urbano. Todo esto agrava los desafíos de acceso a tratamiento como la diálisis.
Remy reflexiona sobre las desigualdades. Su abuela se preparó para envejecer: tomó decisiones pensando en su vejez. Pero eso no es lo común. “No todos tienen esa posibilidad. El sistema no garantiza un ingreso mínimo para adultos mayores. Hay maestras con pensiones de 100 dólares. Veteranas con 50. ¿Cómo viven así?”.
Dice que la sociedad tiene dos caras ante la vejez: el descarte y la romantización. Por un lado, se idealiza a la abuela sabia y amorosa. Por otro, se les ve como carga, como obstáculo. “Vivimos en un mundo tan rápido y precarizado que los adultos mayores se vuelven un estorbo. Es fuerte decirlo, pero es real”.
Remy recuerda una escena que la marcó. Tenía siete u ocho años cuando su abuela la llevó al centro de San Salvador. Era un lugar bullicioso, lleno de ventas, gente, ruido. Remy se asustó. Su abuela la miró y le dijo: “¿Te da miedo esta gente?”. Luego la llevó a la iglesia del Calvario, entre los puestos, entre la gente. “Vos no tenés que tenerle miedo a esta gente”, le dijo. Remy nunca lo olvidó.

“Mi abuela nos enseñó a no tener miedo. A caminar entre la gente, a respetar su dignidad. Ahora que la cuido, quiero que sepa que no le tengo miedo al sacrificio. Que hicimos pausas para estar con ella. Que la escuchamos. Que disfrutamos juntas”.
Para Remy, una de sus mayores satisfacciones es que su abuela la ve como una mujer inteligente. “Me ve como una intelectual. Quisiera que todos me vieran como me ve mi abuela”, dice. “A veces me siento torpe frente al mundo, pero ella me mira con tanto amor. Y eso basta”.
Para 2050, la la Pan American Health Organization (PAHO/OPS) y el BID estiman que entre 23 y 30 millones de personas adultas mayores en 26 países de América Latina y El Caribe necesitarán ayuda para actividades diarias, multiplicando por tres las cifras actuales.
Karla: cuidar a Mario, criar esperanza
Karla tiene 46 años. Es madre de dos: Mario, su hijo mayor, acaba de cumplir 19. Su hija menor tiene 11. A Mario le diagnosticaron síndrome de West y parálisis cerebral severa cuando era un bebé. Desde entonces, Karla lo cuida, lo acompaña, lo protege.
Creció siendo la mayor de cuatro hermanos. “Ser la hermana mayor te marca”, dice. La responsabilidad vino temprano. Más tarde, eligió la docencia como vocación. Desde niña organizaba juegos con los niños y niñas del pasaje. Coordinaba. Lideraba. En su juventud, fue guía en la parroquia, formó grupos de niños y niñas. Luego estudió Ciencias de la Educación. Su especialidad: Lenguaje y Literatura.
A los 28 años, se convirtió en madre. El embarazo fue normal. El parto, natural. No hubo signos de alerta. Pero al cumplir seis meses, Mario comenzó a mostrar señales que nadie pudo explicar del todo. Reaccionaba diferente. Lloraba distinto. Algo no estaba bien.
Tiempo después llegó el diagnóstico: síndrome de West, una encefalopatía epiléptica rara que afecta el desarrollo neurológico. Se manifiesta durante los primeros meses de vida con espasmos infantiles y un patrón anormal en el electroencefalograma. Puede tener múltiples causas, entre ellas, infecciones prenatales como la toxoplasmosis.
En El Salvador no hay datos públicos actualizados sobre cuántos niños y niñas viven con síndrome de West, también conocido como espasmos infantiles. Esta es una encefalopatía epiléptica que se caracteriza por espasmos musculares y retraso en el desarrollo psicomotor, y que incluye parálisis cerebral en el 90 % de los casos. A nivel mundial, se estima que ocurre entre 1 y 5 casos por cada 10,000 nacimientos. Mario también fue diagnosticado con parálisis cerebral severa, una condición neuromotora que afecta el control muscular, el movimiento y la postura. Según la Organización Mundial para la Salud, entre 1.5 y 4 de cada 1,000 nacidos vivos presentan parálisis cerebral. Aunque los pronósticos médicos decían que Mario viviría apenas un año, cuando cumplió los 18, su familia lo celebró con una gran fiesta.
Karla pasó por un largo duelo. Al principio, no podía hablar del diagnóstico. Solo lloraba. “No me salía una palabra”, recuerda. Luego vino la aceptación, la capacitación, y una entrega casi total. Abandonó su carrera, el teatro, una empresa en formación. “Dediqué mi vida entera al cuidado”, dice. Día y noche. Mario no duerme como otros niños. No come solo. No puede usar sus manos. Usa pañales. A sus 19 años, su cuidado sigue siendo permanente.

Durante los primeros años, entraba y salía del hospital. Neumonías, crisis, convulsiones. Karla aprendió a reconocer cada signo. Su familia también. “Capacité a todos”, dice. Hermanos, hermanas, su mamá, su papá, tías. Formaron un círculo de apoyo sólido. Se turnaban para acompañarlo a terapia, cuidarlo en casa, sostenerlo.
A los diez años, Karla descubrió que la causa de la condición de Mario había sido una toxoplasmosis prenatal que nadie detectó a tiempo. También supo que su hijo fue operado innecesariamente por un diagnóstico errado de hidrocefalia. Inició un proceso legal contra el médico, pero lo abandonó: “Era yo contra el sistema”, recuerda. Entre ir a los tribunales o a terapia, eligió lo que salvaría la vida de su hijo: cuidar.
Cuando Mario tenía nueve, Karla intentó volver a trabajar. Pero él enfermó de nuevo. Lo dejó todo otra vez. Hoy tiene un empleo estable. Puede pagar a alguien que la apoye mientras ella trabaja. “Los cuidados son constantes, especializados. Son la base para que ellos se mantengan”, afirma.
Desde que Mario nació, Karla no ha recibido apoyo del padre. Él se fue en los primeros años del diagnóstico y nunca volvió. “Manejamos las cosas diferente. Yo tenía que decidir entre todo. Y todo era Mario.” Tampoco recibe ayuda de la familia paterna. Pero nunca ha estado sola.
Para Karla, la calidad de vida es que Mario esté limpio, alimentado, con su medicación y su silla de ruedas adecuada. Gracias a la Fundación Cuatro Patas, accedieron a un programa de terapia asistida con perros. Además, han recibido donaciones para sillas neurológicas. “Las que sirven cuestan más que un carro de lujo”, dice. La rehabilitación, los anticonvulsivos diarios y el equipo médico son gastos constantes. Y casi todo corre por cuenta de la familia.
En la calle, la gente opina. Le dan dinero sin que ella lo pida. Una vez, una persona en situación de calle se les acercó en el puerto de la Libertad. Le ofreció unas monedas. Ella se negó, con pena. Él respondió: “No me quite la bendición, es para el niño”. Karla lo aceptó. Desde entonces, da gracias cada vez que alguien ayuda.
Mario no habla como los demás, pero entiende su entorno. Se ríe, responde, conecta. “Es un niño feliz”, dice su madre. Lo lleva a la playa, al centro comercial, a bailar. “No hay por qué esconderlo”.
“Cada día es un milagro”, dice Karla. Que respire bien. Que haga sus necesidades sin dolor. Que tenga una vida digna. Para ella, eso es lo esencial.
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Carolina, mujer ciega, madre autónoma y cuidadora
Carolina Vásquez tiene 41 años. Es madre de tres hijos: el mayor tiene 16, el segundo 14, y el menor 12. Vive en San Salvador y es ciega. También es cuidadora, abogada y emprendedora. Su vida ha estado atravesada por la ausencia, el estigma y la sobrecarga. Pero también por la ternura, la resiliencia y una fe crítica en lo posible.
Creció en Santa Tecla. Su madre murió cuando ella tenía 15 años. Su padre estuvo ausente desde siempre. Se crió en un hogar marcado por los estereotipos y la represión. “No grites porque sos niña”, le decían. Aprendió a callar, a no desagradar, a no decir “no”. Fue una niña tímida, una adolescente moldeada para complacer.
A los 14 años, recibió un diagnóstico: una enfermedad congénita y degenerativa que afectaría su vista. “La discapacidad tiene estigmas alrededor”, dice. Pero Carolina siguió. Estudió con becas, trabajó desde joven y más tarde ingresó a la universidad para estudiar Psicología, y luego se cambió a Ciencias Jurídicas.
En 2009 nació su primer hijo. En 2011, el segundo. Cuando ese niño tenía dos años, se le desprendió la retina. Al poco tiempo, también perdió la vista del otro ojo. Carolina dejó la universidad. Cuidar de un niño ciego mientras lidiaba con su propia discapacidad visual fue un golpe profundo. Y vendría otro más: dos años después, su segundo hijo también perdió completamente la vista.
Su pareja de entonces, también no vidente, no trabajaba. Carolina debía encargarse de todo: los cuidados, los ingresos, los tratamientos, la casa. “Me decía que si quería estudiar, debía probar que podía hacerlo sin descuidar a los niños”, recuerda. La sobrecarga era diaria. La exigencia, constante.
En 2017, perdió la visión funcional. “Tenía currículo, pero con una discapacidad, las puertas se cierran”, dice. Durante la pandemia, una organización le ofreció un trabajo como asesora legal para mujeres con discapacidad víctimas de violencia. Decidió emprender, y desde entonces trabaja como consultora independiente. Asesora, forma y acompaña procesos comunitarios sobre género y discapacidad.
En El Salvador, la discapacidad visual afecta al 1.7 % de la población, según el Censo de Población y Vivienda 2024. Sin embargo, organizaciones como la Asociación de Ciegos estimaban en 2019 que cerca de 50,000 personas vivían con ceguera o baja visión. Las principales barreras que estas personas enfrentan son el acceso a la educación, al trabajo y a una rehabilitación integral. Carolina lo sabe bien. Aunque tenía preparación, el currículum no fue suficiente cuando sus ojos dejaron de responder.

La ley exige que por cada 20 personas contratadas en una empresa privada, al menos una tenga discapacidad. Pero eso casi nunca se cumple. Carolina explica que la Ley Especial de Inclusión, vigente desde 2020, no tiene reglamento ni presupuesto suficiente para implementarse. El sistema promete, pero no garantiza. De acuerdo con una publicación de El Diario de Hoy, fechada el 16 de junio, asociaciones de personas que viven con discapacidad han elaborado una propuesta de reglamento.
Cada mañana se levanta temprano junto a sus hijos. Se arreglan, desayunan, salen. El mayor la apoya con los oficios y la cocina. Entre los tres se organizan. Viven con limitaciones, pero con autonomía. Hacen números. Se ajustan. “Mi hijo mayor me dice: ‘tenemos salud, tenemos esto, ya van a venir tiempos mejores’. Y yo siembro con esperanza”.
Carolina cree en el autocuidado. Rechaza el ideal de perfección que pesa sobre las mujeres. “Ninguna merece vivir mal por las decisiones que tomó. Nadie merece seguir castigándose”, afirma. Habla de la falta de servicios para madres cuidadoras, del abandono del Estado. “Buscaba quien me cuidara a los niños. Cuando sabían que uno era ciego, ya no querían”.
También denuncia la impunidad de los hombres que evaden su responsabilidad. “Los que no pagan cuota alimenticia ni cuidan. Los que se hacen las víctimas ante el juez. Y mientras tanto, a nosotras se nos exige todo”.
Para Carolina, la discapacidad no está en su cuerpo. “Está en el entorno”, dice. Tropezar con motos mal estacionadas. Escuchar que no debería andar sola. Todo eso refleja un sistema que excluye. “El punto no es que yo deba ir acompañada. El punto es que debería poder transitar segura, con o sin compañía”.
Su vida, como muchas otras, evidencia una verdad dura: en El Salvador, cuidar ciega, criar sola y resistir con discapacidad es una hazaña diaria. Pero también es una forma radical de sostener la vida.
La situación no es aislada. Según un análisis del UNFPA y CONAIPD basado en la Encuesta Nacional de Salud 2021, una de cada cinco personas en El Salvador vive con alguna discapacidad, y 64 de cada 100 tiene dificultades visuales. Las mujeres enfrentan más obstáculos: su tasa de discapacidad es cuatro puntos más alta que la de los hombres, y en muchos hogares ellas también son las cuidadoras.
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*Este reportaje fue realizado con el apoyo de la International Women’s Media Foundation (IWMF) como parte de su iniciativa de ¡Exprésate! en América Latina.
Mentora: Maryelos Cea.
Edición, análisis y verificación de datos: Metzi Rosales Martel.
Para este reportaje se solicitó información al Consejo Nacional de Personas con Discapacidad (CONAIPD), al Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS), al Ministerio de Salud (MINSAL) y al Instituto Salvadoreño para el Desarrollo de la Mujer (ISDEMU) a los departamentos institucionales correspondientes, pero no hubo respuesta.